Gladys Seppi Fernández
El éxito, ¿quién no lo desea? Sin embargo, ¿cuál es su medida? ¿Cómo lograrlo?
Para muchos, el éxito se mide por la distancia que hay que recorrer para apropiarse de un bien ajeno, un terreno, una casa; en tanto que para otros es llegar a fin de mes pudiendo cubrir las necesidades básicas; para muchas jóvenes es conseguir esos gloriosos segundos en que la mirada de una cámara enfoca su esbelto cuerpo, destacándolo como objeto deseable. En fin, el éxito tiene tantas medidas como seres lo definen y desean.
Lo que sabemos es que el éxito está en la preocupación de todos, tanto en las mesas de conversación familiar como social y es una palabra que se pronuncia a diario haciendo referencia, generalmente, a un artista, a un profesional, a un político, a un deportista.
Las pantallas de la TV le dan esplendor al exitoso, aunque demasiado pronto se dirigen a otro objetivo, y así, nos enteramos de escándalos creados porque se considera que de ese modo se logra tener fama aunque se trate de un triunfo banal, fugaz, de circunstancia, que tan pronto pasa necesita ser nuevamente encendido con más escándalos y llamados de atención dirigidos al público afecto a lo puramente anecdótico. Sabemos que ese éxito ruidoso, lamentablemente, es el que más admiran nuestros jóvenes, el que más los confunde aunque, esa palabra esté desteñida de su significado genuino, vital y fundamental para la vida.
Es en este sentido como consideramos aquí la palabra “éxito”, entendiéndola en tres dimensiones: Profundidad, longitud y extensión.
Desde el punto de vista profundo, el éxito echa sus raíces -o debiera- en el conocimiento de lo que uno es, en las habilidades, destrezas, inclinaciones personales de que ha sido dotado y a cuyo desarrollo y perfeccionamiento dedica esfuerzos y atención.
De esa manera, siendo fiel a las capacidades y talentos propios, conociéndose, auscultándose, inquiriéndose, es decir atreviéndose a cuestionarse, cada persona se pone como meta lograr lo más que pueda llegar a ser, en el cumplimiento y perfeccionamiento de aquello para lo que cree haber sido llamado.
Partiendo de ese centro interior y personal el individuo dirige sus fuerzas hacia sus hábitos, estudios, en la búsqueda del éxito en su tarea sin decaer ante la adversidad y los obstáculos que siempre aparecen, transformando cada inconveniente y caída en un motivo de superación. Es decir, practica en sí mismo lo que se llama resiliencia, se hace más fuerte y resistente, y, aunque parezcan sólo palabras, para ese individuo, cada fracaso es un motivo de aprendizaje.
Imaginamos entonces cuánta satisfacción ha de sentir en cada tramo del camino, cuánto agradecimiento ha de brotar de su espíritu ante cada logro y cuánto entusiasmo y sentimiento motivador han de impulsarlo a buscar más y mejores resultados, como dijo un gran filósofo, “cuando llegues a la cumbre, sigue subiendo”.
Entendido así el éxito es una cuestión personal, tal vez no aparezca un canal televisivo, – ¡están tan ocupados en lo novedoso!- a buscar el testimonio de alguien real y profundamente exitoso, pero su plenitud y satisfacción se parecen mucho a lo que llamamos felicidad.
En cuanto a la dimensión en longitud, consideramos el éxito como un camino extendido a través de las etapas de la vida, de largo alcance, y tanto es que, desde que nacemos nos educan, generalmente, para ser profundamente exitosos. Desde entonces la genética y el entorno nos pueden brindar una buena cuota de optimismo y fe en la vida y en nuestras posibilidades, la confianza básica de que habla Erickson nos pone en un camino más o menos iluminado. De cualquier manera siempre está en cada uno ir encendiendo antorchas, diciendo “puedo” con el convencimiento de que se tiene fuerza y voluntad para lograr y dar consistencia a la meta propuesta.
En la adolescencia debiera darse la búsqueda de individualidad hasta encontrar la propia autenticidad. Entonces pueden desarrollarse, a conciencia, hábitos que templen el espíritu de lucha, que fortalezcan los propios sueños, que den solidez a los valores humanos para vencer una actitud derrotista y pesimista, la peor enemiga del éxito verdadero.
Luego, en la adultez, el ser humano puede agradecer y valorar conscientemente sus logros e integrarlos a la totalidad de su vida. A partir de esa edad y hasta el final de sus días, la persona que tiene una vida exitosa se siente autónoma, es decir conductora responsable de su propia existencia, singular y única, porque ha utilizado sus propios medios y no los imitados en la consecución de sus metas; competente consigo misma, ya que se ha centrado en un aspecto que siempre puede crecer, poniendo en ejercicio su capacidad creativa y también con espíritu de apertura hacia los demás, familia, amigos, compañeros de trabajo, conciudadanos. Y esa apertura a los demás habla del éxito en la dimensión de la extensión.
De esa manera, la persona que ha tomado conciencia de su valor singular y de su enlace con la vida de los demás, comparte sus logros con sus semejantes, con quienes se siente humanamente identificado.
Quien tiene éxito, madura, aprende de los otros, acepta y corrige errores, aprovecha las oportunidades sin perder la mirada puesta en el futuro y disfrutando de lo que ha obtenido y, como lógica consecuencia, expande su imagen decidida, firme, constructora y creativa generando empatías y hasta admiración sin premeditada intención de hacerlo, porque no se distrae en la opinión ajena.
El éxito, entonces, recorre un largo camino para ser real, no confunde lo esencial con lo transitorio y fugaz. Muchos que van tras un éxito ilusorio, suelen perder su propia dirección y se sumergen en sueños imposibles que dependen o involucran a los otros cuyo reconocimiento se apetece.
El éxito real es, en fin, integrador de la persona, la que sabe disfrutar de cada logro evitando el estrés, la competencia, la comparación, todo lo cual relativiza, porque siempre hay alguien que tiene más, que logra más. El éxito, en fin, es verdadero cuando su recorrido nace y permanece en el centro de cada ser.
Lo que sabemos es que el éxito está en la preocupación de todos, tanto en las mesas de conversación familiar como social y es una palabra que se pronuncia a diario haciendo referencia, generalmente, a un artista, a un profesional, a un político, a un deportista.
Las pantallas de la TV le dan esplendor al exitoso, aunque demasiado pronto se dirigen a otro objetivo, y así, nos enteramos de escándalos creados porque se considera que de ese modo se logra tener fama aunque se trate de un triunfo banal, fugaz, de circunstancia, que tan pronto pasa necesita ser nuevamente encendido con más escándalos y llamados de atención dirigidos al público afecto a lo puramente anecdótico. Sabemos que ese éxito ruidoso, lamentablemente, es el que más admiran nuestros jóvenes, el que más los confunde aunque, esa palabra esté desteñida de su significado genuino, vital y fundamental para la vida.
Es en este sentido como consideramos aquí la palabra “éxito”, entendiéndola en tres dimensiones: Profundidad, longitud y extensión.
Desde el punto de vista profundo, el éxito echa sus raíces -o debiera- en el conocimiento de lo que uno es, en las habilidades, destrezas, inclinaciones personales de que ha sido dotado y a cuyo desarrollo y perfeccionamiento dedica esfuerzos y atención.
De esa manera, siendo fiel a las capacidades y talentos propios, conociéndose, auscultándose, inquiriéndose, es decir atreviéndose a cuestionarse, cada persona se pone como meta lograr lo más que pueda llegar a ser, en el cumplimiento y perfeccionamiento de aquello para lo que cree haber sido llamado.
Partiendo de ese centro interior y personal el individuo dirige sus fuerzas hacia sus hábitos, estudios, en la búsqueda del éxito en su tarea sin decaer ante la adversidad y los obstáculos que siempre aparecen, transformando cada inconveniente y caída en un motivo de superación. Es decir, practica en sí mismo lo que se llama resiliencia, se hace más fuerte y resistente, y, aunque parezcan sólo palabras, para ese individuo, cada fracaso es un motivo de aprendizaje.
Imaginamos entonces cuánta satisfacción ha de sentir en cada tramo del camino, cuánto agradecimiento ha de brotar de su espíritu ante cada logro y cuánto entusiasmo y sentimiento motivador han de impulsarlo a buscar más y mejores resultados, como dijo un gran filósofo, “cuando llegues a la cumbre, sigue subiendo”.
Entendido así el éxito es una cuestión personal, tal vez no aparezca un canal televisivo, – ¡están tan ocupados en lo novedoso!- a buscar el testimonio de alguien real y profundamente exitoso, pero su plenitud y satisfacción se parecen mucho a lo que llamamos felicidad.
En cuanto a la dimensión en longitud, consideramos el éxito como un camino extendido a través de las etapas de la vida, de largo alcance, y tanto es que, desde que nacemos nos educan, generalmente, para ser profundamente exitosos. Desde entonces la genética y el entorno nos pueden brindar una buena cuota de optimismo y fe en la vida y en nuestras posibilidades, la confianza básica de que habla Erickson nos pone en un camino más o menos iluminado. De cualquier manera siempre está en cada uno ir encendiendo antorchas, diciendo “puedo” con el convencimiento de que se tiene fuerza y voluntad para lograr y dar consistencia a la meta propuesta.
En la adolescencia debiera darse la búsqueda de individualidad hasta encontrar la propia autenticidad. Entonces pueden desarrollarse, a conciencia, hábitos que templen el espíritu de lucha, que fortalezcan los propios sueños, que den solidez a los valores humanos para vencer una actitud derrotista y pesimista, la peor enemiga del éxito verdadero.
Luego, en la adultez, el ser humano puede agradecer y valorar conscientemente sus logros e integrarlos a la totalidad de su vida. A partir de esa edad y hasta el final de sus días, la persona que tiene una vida exitosa se siente autónoma, es decir conductora responsable de su propia existencia, singular y única, porque ha utilizado sus propios medios y no los imitados en la consecución de sus metas; competente consigo misma, ya que se ha centrado en un aspecto que siempre puede crecer, poniendo en ejercicio su capacidad creativa y también con espíritu de apertura hacia los demás, familia, amigos, compañeros de trabajo, conciudadanos. Y esa apertura a los demás habla del éxito en la dimensión de la extensión.
De esa manera, la persona que ha tomado conciencia de su valor singular y de su enlace con la vida de los demás, comparte sus logros con sus semejantes, con quienes se siente humanamente identificado.
Quien tiene éxito, madura, aprende de los otros, acepta y corrige errores, aprovecha las oportunidades sin perder la mirada puesta en el futuro y disfrutando de lo que ha obtenido y, como lógica consecuencia, expande su imagen decidida, firme, constructora y creativa generando empatías y hasta admiración sin premeditada intención de hacerlo, porque no se distrae en la opinión ajena.
El éxito, entonces, recorre un largo camino para ser real, no confunde lo esencial con lo transitorio y fugaz. Muchos que van tras un éxito ilusorio, suelen perder su propia dirección y se sumergen en sueños imposibles que dependen o involucran a los otros cuyo reconocimiento se apetece.
El éxito real es, en fin, integrador de la persona, la que sabe disfrutar de cada logro evitando el estrés, la competencia, la comparación, todo lo cual relativiza, porque siempre hay alguien que tiene más, que logra más. El éxito, en fin, es verdadero cuando su recorrido nace y permanece en el centro de cada ser.
Escritora y docente
No hay comentarios:
Publicar un comentario