Dedicado a:
María Luisa Méndez López de Seppi


Seppi Fernández, Gladys
¡Ay madre, si hoy nos vieras!
1ª ed.Córdoba, Juglad ediciones – 2016
ISBN: 978-987-05-7309-8


Copyright 2016, Gladys Seppi Fernández

De la presente edición:
Copyright 2016- Juglad ediciones
Ituzaingó 628- Planta Naja “D”- Córdoba- República Argentina.

Impreso en Argentina
Queda hecho el depósito que prevé la ley 11.723

ISBN: 978-987-05-7309-8


DISEÑO DE TAPA: LEANDRO VIANO




                                                       

   Voy de viaje. Afuera, el sonido de una lluvia apacible; adentro, el eco lejano y acompasado del chapoteo del ómnibus deslizándose por el asfalto mojado, y en mi interior, una agitación ansiosa, cargada de interrogantes: ¿cómo será el encuentro?
     Miro hacia el camino que se va despejando mientras se desliza por la rotonda que anuncia la entrada a mi ciudad,  Cruz del Eje, adonde dicen y creo que es verdad, siempre sale el sol.
    La lluvia está cesando. Al fondo del paisaje, metida en una gran hondonada de verdores y cielo, la Iglesia del Carmen, transformada recientemente en Catedral, levanta en sus cúpulas el silencio de las oraciones, en tanto el asfalto va cayendo hacia la calle Perón, nombre que se le dio a la antigua Caseros. 
     Me emociono. Pronto el bus se detendrá, cruzaré la ruta y llamaré a la casa de mi hermano mayor. ¿Habrá llegado Alberto? Él también ha viajado desde Córdoba, iba a hacerlo muy temprano y solo. 
     ¡Cuánto ha cambiado la apariencia de mi ciudad y cuán progresista se la ve! El crecimiento propio de zonas en expansión va poniendo notas novedosas que terminan por desfigurar los cuadros que el ayer grabó en mi memoria: hay nuevas casas que antes no vi, una estación de servicio que se ha puesto una cara más moderna, hay un pavimento brillante donde hasta hace muy poco había tierra apisonada, y el tránsito ha aumentado de tal manera que demoro un buen rato en trasponer el cruce de la ruta con la avenida que atraviesa la ciudad de norte a sur. Debo llegar, abrir la puerta que mi hermano habrá dejado sin llave y llamar: ¡Negro!... ¡Negro!… 

    Fue una tierna escena, especialmente para mí, porque cumplía viejos deseos: compartir un encuentro con mis hermanos, conversar con ellos como en los pasados  tiempos, volver a sentirnos unidos como cuando todos vivíamos bajo el mismo techo.   Por eso esa escena se transformó en la génesis de este libro.
     Repentinamente pensé: a mi madre esta reunión la hubiera hecho feliz. Este es un acontecimiento más de los tantos que sucedieron después que cerró sus puertas a la vida. Estoy segura de que le gustaría enterarse de lo que pasó y nos sigue aconteciendo a los que amó y seguimos de este otro lado, el de los latidos. ¿Y si le escribo? 
    Entonces nació la idea de escribir esta carta, de escribirte  a vos, mamá. 
     Quiero conversar con vos de viejos temas, de momentos compartidos y, quizás sea lo más importante- aún no lo sé-  enterarte de cómo sigue la gran familia que dejaste, tus hijos, nietos y bisnietos, tantos que van brotando, que han salido de vos y papá y de los que fueron llegando para volver a mezclar su sangre y crear nuevas ramas, diferentes, pero del mismo árbol, al fin.
     Titularía lo que quisiera contarte, con una frase que me surgió repentinamente: ¡Ay madre, si hoy nos vieras! Sí, ésa es la idea. Si vos vieras a tus hijos, ahora transformados en personas mayores, casi ancianos, los mismos que hace veintiséis años, cuando te fuiste, tocábamos los umbrales de una plena madurez y nos sentíamos jóvenes, fuertes y animados, a pesar de algunos grandes duelos. 
    ¡Ay, madre!, ¡Si hoy nos vieras!, ¿es un buen título para ponerte al día? Me gusta. Deseo que sepas cuántos de tus sueños de madre se cumplieron o te fallaron en nosotros, qué camino tomó cada uno, los sufrimientos y alegrías que vivimos y también que conozcas a los numerosos descendientes de tu unión con papá.
    Tus seis hijos, ahora todos grandes, adultos mayores, vamos transitando la línea del periplo de nuestras vidas aferrados con energía a ella, aún dispuestos a continuar sosteniendo un cariño fraternal que, de tan ceñido, provocó, como bien sabés y sufriste, celos y desencuentros con algunos de los que poco a poco ingresaron a la familia. Un cariño que hoy, te adelanto, permanece intacto, tal como era en nuestra lejana infancia.
     ¿Te gustaría que, hablando de aquellos lejanos tiempos compartidos con vos lleguemos a los de hoy, a los sucesos de un mundo nuevo, muy distinto al del ayer y al que hemos llegado, ¡de tan diferentes maneras! después de  encuentros y desencuentros, ganancias y pérdidas, tristezas y alegrías vividas en tus más de veinticinco años de ausencia?  Sí, creo que sí. ¿A quién no le gustaría asomarse a los tiempos que van llegando? ¿Quién no querría descorrer, aunque sea un poquito, los telones de lo que en el devenir del tiempo es  desconocido para los que se van, y futuro a vivir para los que llegan?
     Además, ¡cómo ha cambiado la vida, madre!  Yo, ante cada asombro pienso en vos y pienso en cuánto te admirarían las transformaciones vertiginosas que se van produciendo; pienso en cuánto tengo para contarte sin saber cómo hacerlo y por dónde empezar. Haré, eso es seguro, un repaso por los acontecimientos del pasado, cuando estábamos juntos, cuando papá y vos estaban con nosotros,  porque, ¿cómo explicaría lo que sucedió después sino afirmándolo en las raíces de circunstancias y hechos que nos constituyeron como las personas que fuimos después? En cuanto a lo que no viste ni viviste, la memoria se hará cargo. ¿Empezaré por alguna de las tantas bodas de tus nietos, por los nacimientos que llegaron a los hogares de mis hijos y a los de mis hermanos, o por las enfermedades y muertes que lloramos y no pudimos evitar? Te cuento, madre, que últimamente dejo que un alguien, tal vez un Alguien con mayúscula que está dentro de mí, me dicte lo que debo escribir. A esa fuente de inspiración me entrego y obedezco. No sé qué saldrá de mis adentros o de los afueras que observo, lo que sí sé es que trataré de transmitirte muchas novedades en esta carta que promete ser muy larga, te lo advierto, casi un libro y que escribo por absoluta necesidad aunque no sé, fuerza es decirlo, cómo haré para que llegue a tus manos, al incierto lugar al que te llevó tu destino final.



I
En Cruz del Eje




       Cuando llegué desde Córdoba, hace dos años atrás, tal como te conté al inicio, mamá, el Negro, tu hijo mayor estaba en su dormitorio mirando TV junto a Alberto, los dos recostados en la cama matrimonial. 
    -Vení,- me dijo mi hermano sonriendo al verme parada en el vano de la puerta de su dormitorio y portando mi valija. -Vení, recostate con nosotros. Se te ve cansada. ¿Cómo estuvo el viaje?- preguntó mientras encogía el cuerpo y empujaba el de Alberto para darme un lugar. 
     Me ovillé junto a ellos haciéndome más chica. En mi interior se desataron unas ondas tiernas, plácidas y luminosas, como si el resplandor de la gigantesca pantalla del televisor derramándose por la habitación, me inundara. Estaba feliz y consciente de una felicidad pequeña y grande a la vez. Y no era la luz prestada por la pantalla la que revoloteaba dentro de mí, sino otra que fluía desde un tiempo remoto que, como en ramalazos de mi memoria, recuperaba fragmentadas vivencias de la pasada, tierna y casi olvidada vida familiar de la niñez.  
    Sentí que me invadía un confiado cariño, te decía, y pensé que no era para menos. ¿Cuánto tiempo hacía que no compartía un momento tan íntimo y feliz con Alberto y el Negro? ¿A qué parajes me había llevado el camino recorrido en tantos años, alejándome del amor fraternal que, cuando éramos niños nos unía, entrañablemente, gracias a tu sutil trabajo de tejedora con los hilos del afecto?
    Allí estaba, gozando del instante,  entonces, y mientras mis hermanos hablaban sobre las impactantes, cambiantes imágenes que les proponía la TV, yo me sumergía en otra línea del tiempo, la propia, en otro viaje, en el que ellos, el Negro y Alberto, eran mis compañeros inseparables y disfrutaban conmigo o se encogían de miedo o dolor, conmigo, en una sola vibración familiar, lo que nos iba ofreciendo cada estación en los primeros años de la vida.
    ¿Acaso no estuvimos juntos, bajo el mismo techo y la misma mirada tutelar de ustedes, mamá, nuestros padres, cuando el tren de la infancia nos llevó por los andenes de la alegría familiar y también por los del dolor de las mismas pérdidas? ¡Cuánto compartido! 
   ¿Acaso no fueron ellos los que me defendieron de mis primeros agresores y vengaron la afrenta de la primera piedra que le tiraron a mi niñez desprevenida y se preocuparon o alegraron cuando me nació el amor? Aún resuenan en mis oídos las palabras de mi hermano mayor cuando fui elegida por el que sería mi primer novio y luego esposo: “es un buen muchacho y te lo merecés porque vos sos una buena chica. ¿Viste?, valía la pena esperar sin andar, como andan tantas, de abrazo en abrazo”.
   Aún conservo en mis retinas la mirada inquieta de mis hermanos, siguiéndome los pasos para que ningún vivo me hiciera añicos el corazón o se aprovechara de mi  inocencia. Aún me sobresalta la imagen, repetida, de alguno de los dos buscándome a la entrada de un cine porque con mi novio nos habíamos perdido en medio de unas sombras cómplices de nuestros desesperados, ¿desenfrenados? deseos de besarnos. Sí, también lo recuerdo al Negro tratando de abrir, casi con desesperación, la puerta del zaguán que no cedía porque, en aquella ya lejana noche, mi novio y yo, encendidos los cuerpos por la hora de la  despedida y el deseo, nos apoyábamos, haciéndonos uno y volviendo infranqueable la puerta de entrada a casa.  Todo eso desfilaba por mi mente mientras escuchaba el ronroneo de sus palabras, tan lejanas, como el acompasado caer de la lluvia que me acompañó al llegar.
     
      De repente les pedí a mis hermanos que me dejaran abrir la ventana de la habitación.
     -Estamos muy encerrados- les dije con la confianza de siempre y como justificación, mientras de un salto me levantaba y abría uno de los postigos que dan al patio interno de la casa. El aire fresco de aquella mañana de verano entró, verde de árboles, a limpiar el ambiente.
     -No me había dado cuenta. Sí que está linda la mañana- dijo Alberto.
     Y allí nos quedamos los tres, quietos, como si no quisiéramos romper el hechizo. De pronto, por lo menos a mí me sucedió, sentí que volvíamos a ser los niños del ayer. Estábamos en una cama matrimonial tal como era, mamá, la tuya y de papá a la que en nuestra lejana niñez, todas las mañanas y apenas despiertos, corríamos para ganar un lugar mientras ustedes también encogían sus cuerpos para darnos un espacio. Aquella era una cama grande y generosa, un transatlántico que nos transportaba al país de los cuentos y comentarios y adonde cabíamos todos, porque el que iba llegando, también tenía su lugar. ¡Cómo se anidó el amor familiar y fraternal bajo la tierna cobertura de ese lugar tan íntimo, madre!
    Aquellas eran mañanas felices, sobre todo las de los domingos en las que podíamos quedarnos en la cama por más tiempo.
    Papá, que era un gran narrador y sabía cómo hacernos reír, nos contaba historias que inventaba a medida que las palabras se iban abriendo camino en los oídos de los seis, algunos más dispuestos a llevar a la mente y al corazón los personajes de la inventiva, otros más lentos para pensar e imaginar. Papá, tan buen cuentista, creaba personajes, acciones que se iban abriendo paso entre figuras apenas bosquejadas hasta que se definían en escenarios que podíamos imaginar, reales y siempre soleados; escenarios donde ocurrían encuentros y desencuentros que, las más de las veces, nos provocaban sonoras carcajadas: las de papá, que se reía de sus propias imaginerías y las tuyas que andabas por allí trajinando entre el desorden de ropas abandonadas en cualquier parte. 
    No se nos ocultaba, -esta vez hablo por mí- que nuestro padre aprovechaba muchas de sus historias para ingresar al escenario y darse el mejor lugar, el del protagonista heroico, el del valiente que superaba una supuesta situación peligrosa vivida intensamente. Oh, papá, ¡que superhéroe eras!
      Nuestra atención crecía y con ella el interés por el relato, porque cada frase, cada párrafo alimentaba la imaginación del que contaba y alentaba el vuelo de la nuestra. Todos estábamos en el cuento. Tal vez Bety y Cristina, las más chiquitas, alborotaban fuera del clima creado, pero entonces, vos, mamá, las llamabas para bañarlas, vestirlas y mandarlas a jugar al patio, si era verano, o a alguna habitación que habías entibiado, si era invierno.
     Papá continuaba, de esa manera, sin tropiezos, y los cuatro mayores íbamos, con oídos atentos y ojos curiosos tras su inspiración, tras sus pases mágicos que sacaban de la galera de su inventiva, nuevos personajes que tomaban forma en nuestra imaginación, vívidos, queribles u odiosos, simpáticos o repelentes como los que ahora iban apareciendo en la amplia pantalla de la TV de mi hermano. 
    ¿Saben qué le pasó a Pedro Urdiman, chicos? Sí, lo sabíamos, porque el cuento era repetido aunque papá, muy imaginativo, les ponía nuevos condimentos a las acciones y siempre tenía algo para agregar, sobre todo alguna lección ejemplarizadora: ¿vieron que los que hacen daño a los demás terminan siempre mal?
     Nosotros éramos almas cándidas adonde las historias prendían luces, como las que en Navidad  titilan en arbolitos atractivos encendiendo, cada tanto, sus resplandores. ¡Y cómo iluminaron nuestras vidas esos chispazos de luz!

     Ahora, en la cama del Negro, mis hermanos no cuentan cuentos, yo tampoco. Solamente miramos la TV que se empeña en narrar las atrocidades que suceden hoy en las casas y fuera de ellas, comentando y coincidiendo los tres,  en que en nuestros lejanos tiempos de niños no ocurrían las cosas que se ven ahora. La violencia, ¿cuándo la vimos desatada así, tan vil, atrevida y envalentonada llevándose las vidas por delante y manchando de sangre las calles? Por suerte vos no sufriste estos tiempos de asaltos a mano armada, de rompe puertas (así les dicen) que entran en los domicilios para apoderarse de lo ajeno, de drogadictos enajenados que provocan terror en la ciudad. 
    -A mí me da miedo por mis nietos, ¿a ustedes no?- preguntó el Negro cambiando un canal de noticias de chillidos, voces estentóreas y manotazos. Todos coincidimos porque a los hijos de nuestros hijos, muchos de los cuales ya van a la universidad, la vida actual puede sorprenderlos, en cualquier esquina, con tremendos zarpazos. Lo más grave es la confusión que les hace creer que pueden ser émulos de los antihéroes televisivos, que acaparan la atención, justamente, por ser temerarios, intrépidos, descarados, mentirosos y hasta ladrones y criminales. 
    -A mí me parece que la sociedad se ha convulsionado más, que hay más delincuentes sueltos, más engaños, más robos desde que tenemos los gobernantes que tenemos, que es decir, malos ejemplos.
     -Y sí, el ejemplo baja siempre desde arriba abajo y la mujer que está allá -dijo Alberto señalando hacia lo alto-  es una inescrupulosa total.
     -¿Querés decir una mala persona?- pregunté sabiendo de antemano la respuesta. Con mis hermanos coincidíamos.

    Como ves, los nietos de tus hijos, mamá, tus bisnietos, viven en un país inseguro, frenético aunque a la vez, debo declararlo, también maravilloso. Nunca como ahora y en un plazo de tres o cuatro décadas la tecnología y la ciencia han aportado tantos cambios, novedades que, (¿quién lo duda?), llegan para hacernos la vida más fácil.  Más fácil, más larga, compleja, ¡qué paradoja!, y al mismo tiempo, más angustiante y, para muchos, terrible y deprimente. 

            Fueron aquellas palabras que se entrecruzaban envueltas en el manto del afecto fraternal lo que me decidió a escribirte. ¡Qué felices  seríamos si estuvieras con nosotros y  vivieras lo que ahora pretendo que leas! Pero como no estás…
     Ignoro, como tantos, a qué lugar has ido a parar con tu muerte a cuestas, ¿cielo, infierno, purgatorio o una nada semejante a la que nos cobijaba antes del nacer? Recuerdo que alguna vez, vos, ya anciana y quizás pensando en la muerte, me preguntaste adónde creía yo que iban los que dejaban este mundo, tan linda que es la vida, agregaste. Yo no supe responderte o, no queriendo quitarte las esperanzas con mi falta de fe en el más allá, dejé la respuesta en suspenso. Pero vos, mamá, que eras buena pensadora, en seguida acometiste con otra cuestión dando por respondida la primera:  ¿Cómo será, hija, a mi edad, con tantos años y arrugas, el encuentro con tu padre en el cielo al que seguramente iremos a parar? Él murió muy joven y así debe permanecer, ¿verdad?, y yo, mirame, tan viejita. No, mejor que no me vea así, me daría vergüenza - terminaste tu comentario.
     Te preocupaba el encuentro, pero, ¿no dicen que es el encuentro de las almas? Nos quedamos un momento en silencio y luego te dije:
    -Quedate tranquila, si tenés tanta fe, confiá en Dios, él va a arreglar las cosas de tal manera que vas a tener una cita muy feliz con tu Abraham. Seguro. 
    Sin embargo, a mí la duda me sigue carcomiendo: ¿Adónde van las almas de los muertos? No lo sé, pero me parece terriblemente injusto que los humanos nos vayamos de este mundo sin saber, por un nunca más eterno, cómo  continúa la vida de los seres que criamos y amamos y por los que tanto se hizo y se padeció. Y vos, mamá, ¡nos amaste tanto!  ¿A qué madre no le gustaría seguir en la vida de los hijos, acompañarlos a sus rincones solitarios y llorar sus duelos, y palmearles la espalda y decirles seguí, hijo, porque a pesar de los dolores todavía te esperan muchas y sorprendentes alegrías? ¿Qué madre no quisiera acompañar y dar ánimos y anticipar que siempre, después de sus propios duelos, encontró la dicha y que a veces vivió momentos muchos más hermosos que los anteriores?
     Vos querías estar una eternidad en la Tierra, madre, porque siempre pedías plazos. Insaciable de vida hasta tu último instante repetiste: es hermoso estar aquí, aunque sea desvalida, enferma, dando trabajo. No quiero morir. 

    Ahora te estoy escribiendo sin que encuentre aún la dirección fantasmal a la que enviaré esta larga carta.  ¿A qué lugar del cielo- ¿hay un cielo?- donde millones de almas que van llegando segundo tras segundo, uno tras otro, deben de andar tropezándose mientras buscan a los suyos? ¿Adónde, mamá?
       A pesar de mis dudas, voy a escribirte. Quiero, simplemente, anoticiarte, ponerte al día, mostrarte las nuevas huellas que fuimos marcando en este mundo, remontando cada uno a su manera los llamados del destino que, aunque somos hermanos y venimos de  tu mismo vientre, hicimos caminos personales y por lo mismo, muy separados, diferentes. Además, ¡nos hemos multiplicado tanto!
   Nos fuimos construyendo a la medida particular de nuestra visión del mundo, tan distintos como las ramas de un mismo árbol que buscan, como pueden, como las deja su ambiente, su tiempo y su suerte, su espacio y el sol. Los hermanos que quedamos de este lado de la vida ya no somos los seis que vos pariste, criaste y viste madurar. Dos ya se han ido después de tu muerte, evitándote el dolor de ver morir a un hijo, pero no es mi propósito contártelo ahora sino después que vayamos avanzando por estas páginas de recuerdos y actualidad.
      A los que sobrevivimos nos ayudó mucho una actitud muy tuya a la cual se le da hoy el nombre de “resiliencia”.
     Creo que no todos entendemos el significado de esa palabra tan mentada, cuya existencia ignorábamos, pero a cuya definición, vos, con clara intuición te adelantaste diciéndonos: hay que superar las crisis y los más crueles sufrimientos porque una vez que pasemos al otro lado de ellos nos sentiremos más fuertes y con más intensos deseos de vivir.

      Éste es un momento muy especial. Una especie de confusión nos va ganando, ¿quiénes somos? ¿Nosotros o los creados por la televisión en una realidad paralela? Finalmente, ¿qué interesa?, ¿nuestros problemas o el de los invasores que se meten en los nuestros interfiriendo en el argumento de nuestras propias vidas? 

   Pues allí seguíamos los tres, tendidos en una misma cama, probando que la fidelidad entre hermanos puede subsistir a pesar del tiempo y de las pedreas de los que ingresan con mayor o nula disposición a integrarse a la familia. ¡Hubo tantas malas interpretaciones y choques de crianzas y de cuna! Nuestra fraternidad ha triunfado y lo sentíamos respirando al unísono los aires del verano cruzdelejeño y hablando del motivo de la reunión a la que asistiríamos los numerosos descendientes del abuelo Martín, el padre de papá.
     ¿Te acordás de él, mamá? Sé que lo conociste, que murió en el mismo año de tu casamiento, que era un italiano que vino a la Argentina en un oleaje inmigratorio del Siglo XIX a hacerse la América y que logró, más que otros bienes, fundar una gran familia que hoy, contando más de cien herederos, siente la necesidad de seguir acercando multiplicadas ramas que encontraron lugares de realización en puntos distantes del país.
    Pues los pertenecientes a esa gran familia nos reuniríamos esa misma mañana de domingo y debíamos prepararnos. Teníamos que estar listos, ya que, para estas ocasiones, todos queremos que se nos vea bien, y sabemos que involuntariamente o a pura voluntad fijamos en las marcas que dejan los años en los otros, nuestro propio espejo.
     -Estas juntadas me dan una gran pena- opinó Alberto dirigiéndose al baño-. Son para la nostalgia y la tristeza. ¿Se imaginan?- continuó deteniéndose antes de salir de la habitación-. En las primeras reuniones estaban aún algunas de nuestras tías, eran las más viejas y se fueron yendo…hasta que no quedó nadie de la vieja generación.
    -¿Para qué decir que faltan mamá y papá, no? En sus tiempos las reuniones eran a pura presencia, y a puro afecto…Cada vez se suman más a la lista de ausentes, mamá, tías… ¡muchas! y Osvaldo, y Chita, Beba y mi esposa, mi hija…y nuestros hermanos menores, ¡increíble! -aportó el Negro suspirando y levantándose también mientras buscaba por el piso sus zapatos diciendo:
    -La vida nos va llevando de a uno en uno, como las cintas transportadoras de los aeropuertos, ¿vieron? Ahora somos nosotros los viejos, muy pronto nos tocará el turno de partir. Sí, nos preparemos… el turno viene llegando…- terminó teatralmente.
    -Tenés razón, en fin, lastiman tantas ausencias…-remató Alberto.
    -Me lo vas a decir a mí, -concluyó con entristecida voz el Negro y todos callamos sabiendo por qué lo decía.  


Un, dos, tres cuatro…diez, yo contaba tapándome el rostro contra la pared mientras, mirando hacia abajo, enfocaba mis zapatillas amarillentas. Mis amigas corrían y se escondían para que, cuando saliera a buscarlas, pudieran ganar la piedra que dejaba libre.
    Era la tarde de un día cualquiera de esos del verano cruzdelejeño. La calle sobre la que estaba nuestra casa era de tierra y una molesta polvareda se levantaba cuando pasaba alguno de los pocos rodados que había en nuestra pequeña ciudad, tal vez un carro, tal vez algunos chicos en sus bicicletas o el auto de Don Juan Fernández Santiago, el único rico que se daba el lujo de tener un Ford último modelo para dar vueltas por el pueblo. Vos y papá habían sacado sus sillas a la vereda, una manera de sencilla sociabilidad que se acostumbraba en Cruz del Eje. Era la hora de los saludos, cómo está Doña Lola, casi gritaba mi padre a la señora que, dos casas más allá, se había sentado con Don Antonio en las puertas de su propiedad, y luego su voz cruzaba la calle para saludar a Don Rafael Prior o al otro Rafael que se apellidaba Mateos.
     Ningún vecino faltaba a la cita. Ya se había ido el sol y  el aire nos ofrecía el regalo de su abanico de frescuras. 
     La gente de la cuadra conformaba una gran familia, por lo menos en esa hora de las tardes compartidas en que la calle Maipú al 600 se transformaba en una gran pantalla de TV, adonde se conjugaban imágenes diversas y todos los verbos, adonde se ventilaban las vidas de propios y extraños y se anoticiaba de las novedades del pueblo y del país.
    Los mayores intercambiaban una que otra novedad escuchada por la radio, comentada en las oficinas del ferrocarril donde trabajaban casi todos los cruzdelejeños, mi padre, mis tíos o noticias traídas por algún viajero que había llegado en el coche motor, novedades sobre algún enfermo, o las necrológicas pueblerinas:  ¿vio que murió doña Prior? Pobre, descansa en paz, sufría tantos dolores…
    La Negrita Rodríguez, hija de doña Lola y don Antonio, soltera de más de cincuenta años, apreciada por todos por su alma simple y buena, era la que más se acercaba a hablar con ustedes pero pronto, cuando iniciaba su acostumbrada exaltación a Perón o a Eva, la silenciaban con un hablemos de otra cosa, así no nos peleamos, Negra, ¿no le parece?   Pero ella era una fanática incorregible y quería convencer, ponderar; hablaba atropelladamente para que no pudieran interrumpir su discurso enardecido de amor al general y la bella Evita que había deslumbrado en España, donde se la recibió con los honores de una reina...y eso no sucede nada más que a una mujer como ella tan generosa con los pobres a quienes da… 
    Entonces, vos, mamá, con cualquier pretexto entrabas a la casa y no aparecías hasta que ella se hubiera retirado.
   Vos, mamá, tan radical como papá, pero a la vez muy discreta, no tenías mucha paciencia para escuchar el vendaval de ponderaciones de quien había transformado a Perón y Eva en sus incuestionables ídolos, de quien, como tantos fanáticos, ponderaba justamente aquello que a los antiperonistas más disgustaba: la compra de voluntades a través de dádivas que siempre caían como regalos del cielo y que se pagaban, tal vez porque no se pensaba, con ciega lealtad. 
    Mi lugar era ferroviario y peronista. Por los andenes de su ferrocarril, el que tantas veces frecuentamos en nuestros viajes a Córdoba, habíamos visto pasar a Eva Perón repartiendo sus regalos a la gente. ¡Y cuánto fervor despertaba! Las sirenas lanzadas al aire y sumaban sus estruendos al griterío frenético mientras caían sobre las vías o el andén pobladísimo de familias, colchas, ropas, zapatos y vestimentas y enseres diversos tan pesados como máquinas de coser. Entonces, se exacerbaba la natural inclinación a recibir, a que nos den. Recuerdo que aunque más no fuera por curiosidad, para asistir a la presencia viva de Evita, un incuestionable mito popular, más de una vez fuimos, en 0familia, a esos grandes acontecimientos en que reinaba un entusiasta y contagioso alborozo.
     ¡Perón¡  ¡Viva Perón! ¡Viva Evita! Y sobre todas las voces el altoparlante difundiendo a todo volumen la marcha peronista.

    Mi mente, mejor decir la memoria de mi corazón, se ha remontado a aquellas lejanas citas vecinales en las veredas, tardes y a los juegos de niños de la que fue mi pubertad.
    Entonces me había tocado buscar a mis amigas escondidas en el juego. Uno, dos cuatro diez, el que no se escondió…Vos y papá conversaban entre ustedes, casi cuchicheaban y un grupo de mis amigas correteaba en medio de la calle. Una de ellas, Coca Mocellini, la preferida, llegó hasta la piedra y salió corriendo. Fui tras ella, ¡eran tan rápidas mis piernas!, pero cuando pasé al lado de papá, me detuvo con un gesto enérgico. 
    -Pará un poco -me dijo-, vos ya no podés andar correteando, ya sos una señorita.
    Sus palabras me paralizaron. Me halagaba mucho lo de señorita, pero, ¿que no podía jugar a las escondidas, ni correr?,  ¿por qué?  ¿Acaso tampoco podría jugar al rango con mis hermanos ni competir en el juego de las piernas levantadas en vertical, rectas, estiradas contra la pared y la cabeza abajo, soportando el peso del cuerpo mientras el árbitro, seguramente un hermano o primo, determinaba cuánto tiempo duraba en esa posición invertida? Que no podría, ¿por qué? Entonces pensé y me di cuenta, en un relámpago que iluminó súbitamente la inocencia que estaba perdiendo, que en esa posición, mis polleras, (nunca usaba pantalones), dejaban al descubierto mis bombachas. ¡Mis bombachas! Con cuánto descuido las venía mostrando, con cuanta ingenuidad las exponía, al levantar o abrir mis piernas. De eso se trataba, de mis bombachas que, de pronto, cargaban la malicia histórica que los mayores depositaban en ellas.     
                                                                                                                                                               
    ¿Te acordás, mamá? Han pasado muchísimos años pero para mí, aquel fue un episodio imborrable y ahora que hablé de bombachas… Sí, los dos son de índole…sexual, ¿cómo decirlo para no molestarte? Sé que el tema te producía escalosfríos, pero  es de los asuntos cuyo tratamiento quedó pendiente, de manera que no puedo eludirlo y ahí va: 
     Fue al despertarme o tal vez el motivo que me despertó. La sensación de que por entre mis piernas salía algo que me mojaba, me obligó a indagar. ¿Era pis? Corrí al baño y me encontré con la sorpresa, desagradable, abrumadora, de que derramaba sangre. Temblaba. ¿Qué me estaba sucediendo? Recordé que alguna de mis compañeras había hablado de la menstruación, describiéndola como un suceso dramático y sucio que nos sucede a las niñas cuando pasamos a ser señoritas, pero aquella vez no le di importancia. ¿Y si en mis trepadas a las tapias o al olivo me había herido, justo ahí, sin darme cuenta? Pero ¡cuánta sangre! Me vestí apresuradamente y me dispuse a buscar en la farmacia cercana un paquete de algodón o algo que contuviera el lento pero incontenible fluido. ¿Me he lastimado sin darme cuenta?, iba pensando en tanto atravesaba la plaza tan cercana a casa. En medio de mis maquinaciones y preguntas escuché la voz de alguien que me llamaba y detuve la marcha. Era Rosa, la fiel empleada cama adentro que nos acompañaba desde hacía unos años. Su mamá quiere que regrese a la casa, me dijo mientras se volvía sobre sus pasos, apresuradamente. Tal vez no lo recuerdes, mamá, pero yo he grabado fuertemente ese momento, cargado de conmocionantes preguntas.
    Fue entonces cuando me explicaste qué me sucedía. Madre, ¡qué tarde lo hiciste! ¡Qué tarde llegaste a las palabras! Me pregunto por qué, vos, a quien siempre consideré una mujer más adelantada y más sabia que las madres de mis amigas, vos, tan lúcida y franca y preocupada por nosotros, me ocultaste una verdad tan natural, tan de la vida y sus procesos. Ahora que soy tan mayor lo considero una maravilla de la naturaleza sobre la que hay que prevenir y enseñar a ver, admirar y respetar a los más chicos, nenas y varones. ¿No es acaso admirable lo que hace la vida para declararnos mujeres aptas para procrear y seguir así la cadena de la existencia? ¿No te parece que es lo más natural del mundo y que debe ser conocido para despertar admiración y mejores cuidados a un hecho que roza los misterios de lo sagrado? ¿No te pareció así, entonces, mamá?
   Pero, ¡sí que eran reprimidas y prejuiciosas ustedes, las mujeres de antes! Y vos, que no eras vieja, que eras una buena maestra y muy joven en tus menos de cuarenta años, actuaste poseída por un malicioso tabú. ¡Treinta y tantos años! Bastante mayor para reaccionar a las presiones de vaya a saber quién, que por siglos cubrió de negro silencio un hecho tan significativo que marca el inicio de una etapa fundamental del proceso vital, gracias al cual procreamos, nos multiplicamos. Me imagino cuánto más rechazabas hablar del acto sexual que, si se mira con ojos desprovistos del malentendido, se descubre que es un hermoso hecho de atracción y de placer en el amor, claro que sí, y que no merece haber sido sepultado bajo la sombra tenebrosa del tabú. Tanto ocultamiento, mamá, ¡es ahora incomprensible!
     Hoy pienso que las mujeres de tu época estaban demasiado marcadas por una repetición inconsciente, por la obediencia debida a mandatos ancestrales que alguien impuso; pienso que el “de eso no se habla” te volvió obediente a una equivocación que, por suerte, se va desvaneciendo.
   Tus explicaciones surgieron tardías y balbuceantes, es que, hija, ya sos una señorita y allí te detuviste porque no supiste qué más decir. Titubeabas, como si al hablar del tema cometieras un acto vil, un pecado. Pensándolo desde la distancia impuesta por el paso de los años, entiendo que eras demasiado mansa y obediente.
     Y como la indignación sigue en mí, busco culpables, me pregunto quién tuvo la responsabilidad de ese desvarío. ¿Quién dijo a quién alguna vez, para que se transmitiera de generación en generación, que la menstruación y la primera eyaculación de los muchachos, nos hace pecadores? Lejos de esconder, mamá, habría que enseñarle a los más jóvenes cómo se las ha ingeniado la vida para continuar viviendo desde tiempos infinitos.
      ¿No es éste un hecho maravilloso que habla de una inteligencia superior administrando, manejando los hilos de la existencia?  ¡Mamá!, ¿cómo no lo pudieron ver antes? Sin embargo te comprendo hoy: vos inmersa en esas  negaciones ancestrales, no pudiste explicarme aquello tan maravilloso, aquel día en que me hice mujer tan pequeñita en mis doce años. 
         Estabas presa, sin remedio,  de las marcas de la época en que te tocó vivir.
        Personalmente, con el tiempo, aprendí a recibir la menarca con más respeto: era el suceso que me fundó señorita y que venía a decirme que tenía buena salud para, cuando fuera mayor, le diera lugar a algún muchacho, al que elegiría y amaría, para que me hiciera madre. Eso fue como una ilusión que, desde que tengo conciencia, me esperaba en el más allá de mi pubertad. Y eso es lo que les digo a mis nietas, porque, ¿podés creerlo?, ahora advierto que recién con ellas me atrevo a hablar sobre el tema. ¿Estuve reprimida también yo?
    Recuerdo que me sentía muy bien en mi nuevo rol de señorita. ¡Tenía tanto apuro por crecer! Además mi memoria registra con fidelidad, los momentos en que contaba la cantidad de “hola, señorita” con que me habían saludado en alguna particular jornada; “adiós señorita” me sonaba a bendición,  en cambio, el “adiós niña” me disgustaba y enseguida corría al espejo a buscar los rasgos de la pequeña que persistían y que quería dejar atrás.
    Me gustaba cumplir años y llegar a ser mayor, por eso las palabras de papá me llenaron de un halagüeño placer, aunque, es bueno confesarte, que en el mismo momento en que constaté que ya le habías contado sobre mi nuevo estado, tan íntimo acontecimiento, me llené de vergüenza. ¡Tan luego a papá, mamá!    
     Releo lo que escribí sobre el despertar a mi pubertad y me preocupa lo poco que vuelvo a mi niñez. ¿Acaso entonces no fui feliz? ¿He olvidado pasajes de mi tierna infancia, el cimiento sobre el que formé mi carácter y dónde realmente se asienta la joven que fui, la mujer en que me transformé, la mujer mayor que soy ahora?
     Me vuelvo a esos momentos, y, ¿qué veo en ellos? ¿Qué me dicen?
    Siento que hubo ternura, amor, mucha presencia de ustedes, mis padres. ¿Qué mi padre era callejero, que el juego del póker era su gran pasión, que vivía una vida paralela y ajena a las nuestras? ¿Alguien lo dijo, acaso lo escuché o lo viví como inocente testigo? No lo recuerdo y no lo sentía así. Papá siempre estuvo presente para mí. ¡Y era y sigue siendo una figura fuerte! Los veo juntos en la tarea de nuestra crianza. Él apoyándote a vos y haciéndole cosquillas a tu vanidad de mujer con sus abrazos y zalamerías, con sus chistes y culposas invitaciones a dar una recorrida por el pueblo, tomar un helado y ver pasar a la gente en la vuelta al perro por la calle San Martín.
    Pero si considero a mi padre presente, madre, reconozco, sé que la que siempre estuvo fuiste vos. Vos dándonos lecciones a todos y por cualquier motivo, vos enseñándome desde muy menor las pequeñas y grandes tareas de ordenar, limpiar, acomodar a las que se sumaron bordar y hasta coser. Vos ayudándome con alguna de las tareas escolares; vos, mamá, tan maestra, corrigiéndome los modales con tus así no se sientan las señoritas o esa amiguita no me gusta para vos, y tantas otras observaciones a veces puestas en los otros, en las otras, que eran mi propio espejo. No te recuerdo en la cocina, mamá, sino leyendo la revista La Obra, la Biblia de las maestras. Yo estudiaba en la misma mesa en que lo hacían mis hermanos respondiendo a nuestras obligaciones escolares mientras vos corregías cuadernos y más cuadernos.
     Evoco las primeras letras que aprendí: las vocales y las consonantes a las que siguieron las sílabas y luego las palabras que me desafiaban. ¡Fue fascinante jugar con letras y combinarlas para formar palabras, frases y oraciones! ¡Cuánto me alentaban las calurosas felicitaciones de la señorita Julia Gordillo en cada clase! Has trabajado mucho, has hecho más de lo que les pedí, me decía revisando el cuaderno que le mostraba y donde se desplegaban las palabras que había buscado para enriquecer la tarea. Me gustaba estudiar. Me entretenía leer muchas veces el mamá me mima para pasar al papá nos cuida y más frases que iban cubriendo las páginas del cuaderno de primer grado con nuevos caracteres que avanzaban hacia más palabras y más extensos párrafos.
     
         Con mi llegada a sexto grado, llegó también la cosecha de pequeños halagos que incentivaron mi dedicación al estudio, mi gusto por leer y estudiar. La maestra, la gran maestra Mercedes Vivo de Florentino, había decidido que fuera yo quien portara la bandera de los Andes que presidiría los actos de la conmemoración del centenario de la muerte del General San Martín. Fue en el año 1950.
    ¡Aquella fiesta fue fantástica! Todo el pueblo estaba convocado, como en los desfiles patrios, como en las procesiones dedicadas a la virgen del Valle. La abuela Luisa, tu mamá, había llegado  en el coche motor de la mañana para asistir y muy temprano estuvo en primera fila participando del evento. ¡La abuela Luisa! Ella sí que estaba donde debía estar y aquélla era una ocasión única, para mí.
     La plaza Armesto, así se llamaba la de la zona norte de la ciudad, coloreaba con guirnaldas colgadas de los árboles, mientras las banderas de las escuelas  ondeaban siguiendo a la brisa alrededor del gran palco emplazado en la calle por donde pasaría el desfile; el público vitoreaba a las escuelas  que se seguían sumando en orden y disciplinadamente. Yo presidía la formación de la Escuela San Martín y mis compañeras marchaban detrás de mí. El momento me había cargado de una emocionada alegría: era un instante único y fueron tus palabras, mamá, las que avivaron mi conciencia para vivirlo despierta y atenta.
      Vas a portar la bandera de tu escuela, ¿sabés, hija, cuán orgullosos nos hacés sentir? Y como yo te miré con ojos nublados agregaste: Ojalá nunca se apague en vos la curiosidad por saber más, hija, por ser  cada día mejor.
                                                         
      Ahora, madre, ahora que no estás, además de repasar nuestras vidas juntas para llegar a este presente sin vos, quiero contarte que, fiel a tu consejo y ya docente jubilada, el estudio sigue alimentando y llenando mis días, y poniéndome en estado flwo, un extranjerismo de moda  que quiere decir entrega apasionada a lo que a uno le gusta hacer. Es así y lo agradezco. En estos tiempos contamos con Google, una herramienta tecnológica de hace unos treinta años que aglutina todo el saber humano al que se accede con sólo apretar una tecla. ¡Una maravilla! ¿Te das cuenta? La computadora que ni vos ni papá conocieron nos abre las puertas a un nuevo y fascinante mundo de conocimientos y distracciones.
       Es así, un mundo de saberes se condensa en Google y presta un gran servicio en la actualidad, pero yo… ¡Agradezco a las maestras que tuve, mamá! A la señorita de sexto grado que nos enseñaba lengua, geografía e historia y algo más, le agradezco mi particular inclinación a andar metida entre los significados de las palabras y de los textos. Aquellas maestras, como sé que lo fuiste vos,  estaban muy presentes en el acto de enseñar, ponían tanto afán en iluminar cada vida, que terminaban por lograrlo. Con su constancia horadaban la piedra, con su paciencia   actuaban en el momento oportuno, con sus palabras de aliento, sus “vos podés dar más”, nos comprometían al máximo esfuerzo. 
     Doña Mercedes Vivo de Florentino, Doña Chuta, Selva de Síntora, la señora de Armendáriz, y  otras tan buenas como ellas, de las que, ingrata, no recuerdo claramente sus nombres, preparaban sus clases pensando en una inteligente motivación. Cuando habían logrado que los ojos de sus alumnas se llenaran de la luz que sólo prende el deseo de saber más, tironeaban los hilos de la expectativa hacia las respuestas que nos ofrecían los libros.  Entonces, dándoles la importancia que tenían en la función de informar y formar, llegaba el momento de indagar, de buscar, para luego, en clase, levantar la mano para ganar el primer lugar y dar una acertada respuesta.
     Así creaban un clima de gran interés, de entusiasta participación.
    Aquellas maestras, ponían el cuerpo en el ejercicio de la educación, en el sentido literal de enseñar con ademanes, gestos, movimientos. Cuerpo y alma.
    Recuerdo una clase especialmente aunque quisiera recordar otras, muchas más: el tema a desarrollar era el movimiento de rotación y traslación de la tierra. La señorita Chuta nos invitaba a pararnos en círculo alrededor de una alumna que tenía que rotar sobre sí misma. Había llevado para la ocasión una potente linterna que sostenía con fuerza para que enfocara el lento movimiento de la protagonista, que representaba a la Tierra.
     Era fácil deducir, entonces, que los espacios iluminados eran los días que gradualmente pasaban a ser las sombras de las noches. Allí estaba la comprobación de los porqué vivimos algunas horas de luz y otras de oscuridad y también por qué se producen, tan matemáticamente organizadas, las estaciones. El movimiento de nuestra compañera girando  y cambiando de lugar sobre una elipsis marcada en el  piso, representaba, claramente, la lenta traslación de la tierra que  llegaba, en 365 días, al mismo lugar de la partida, al primer día de un nuevo año en que tiempo y espacio se juntan.
    Las clases eran una expresión corporal del espíritu docente puesto allí, y las alumnas aprendíamos más y queríamos saber más y hasta averiguábamos por nosotras mismas. Fue un tiempo de consultas en los manuales obligatorios, que a algunas alumnas, más aventajadas, las llevaba a consultar los volúmenes de las corpulentas enciclopedias. 
    Vos enseñabas en la escuela de varones, en el turno de la mañana y sé que también ponías todo tu ser en cada clase. ¡Fuiste una maestra genial, mamá! Y no sólo lo digo yo sino que lo repiten algunos viejos de hoy, ex alumnos tuyos.
    Ahora, ya en las fronteras de días vividos tan a pleno, en contacto con nietos me pregunto: ¿Por qué en los chicos de hoy parece tan disminuida la luz del querer saber? Yo lo pregunto, mamá, se lo pregunto a cada uno de mis nietos, y ellos, mientras mandan mensajitos por su celular, miran la televisión o permanecen absortos en algún juego electrónico me responden con un movimiento de hombros que traduzco en un yo qué sé. 
                                                    
      Los chocolates moldeados en  hermosas figuras que papá traía por las noches de su confitería  La Perla o los helados con que solía sorprendernos, eran el premio material que merecían las buenas notas de algunos de nosotros o el buen comportamiento de uno de mis hermanos, o, tal vez, (pensándolo mejor) un tácito pedido de disculpas por las horas que él pasaba fuera de casa. ¿Trabajando? Sí, tal vez.  Mi padre era  un hombre progresista que sumaba a las tareas de cada día en las oficinas del ferrocarril, otras realizadas en sus tardes libres  que generaban más recursos para mantener a una familia tan numerosa, pero, también, -y de eso éramos muy conscientes los mayores- pasaba bastante tiempo  jugando al póker en el Jockey Club.
     Papá dedicaba mucho empeño y creatividad en sembrar, poner árboles, regar, embellecer las dos quintas que había adquirido a unos dos kilómetros de la ciudad. Tenían ambas una pequeña extensión de dos o tres hectáreas, con plantaciones de olivos, árboles frutales y de vid, hortalizas y legumbres que prendían sus raíces al pecho generoso de la tierra siempre bien abonada y  humedecida, y que ofrecían, con admirable gratitud, redondos y carnosos garbanzos, verde alfalfa, y las más exquisitas sandías saboreadas en mi larga vida,  melones y zapallos que competían por su tamaño y buen sabor. 
     ¡Sí, era próspero y trabajador mi padre! Y esta genética de esfuerzo y superación viene reproduciéndose en nuestra familia desde el abuelo Martín, famoso por su disciplinada afición a ganarle tiempo al tiempo y a dignificar la vida cumpliendo su tarea responsablemente. Ese hacer infatigable y entusiasta se transmitió en mayor o menor medida a sus hijos y continuó en la sangre de muchos de sus nietos ya sujetos a las combinaciones hereditarias y a distintas crianzas

    En la calle San Martín donde se daba la vuelta al perro los domingos, estaban las heladerías, el Jockey Club y el Bar Español para reunir a la gente. Y allí íbamos de compras sabiendo que se darían los encuentros de los que, luego, podríamos hablar en la intimidad: ¿sabés  a quién encontré? A Ema Illia y a su madre, o a Marta y Perla, o a Yolanda y Juan de Dios…    
   Durante la semana se concurría a las casas de negocios que se habían aglutinado en esa calle céntrica. Una de las tiendas más convocantes era la gran Casa Rosa, nuestro orgullo. La señorita Nené Rúa trabajaba allí. Cierta vez me llevaste para comprarme mi primera faja. Algo que le disimule los rollitos, dijiste apenas se acercó a ofrecernos ayuda. Vea usted, le están creciendo acá y acá nuevas grasitas, -explicabas refiriéndote al grosor que abultaba (¡ya entonces!), mi esqueleto en crecimiento, sobre todo mis nalgas.
    Pero, señora, replicaba la simpática mujer  de no más de veinte años a la que yo veía ya mayor, lo mejor es que la ponga a barrer, a limpiar los pisos y ya verá cómo el refriegue le forma una linda figura. Tenía razón la señorita, pero ignoraba, (¿cómo podía saberlo?), que vos, mamá, nos mantenías siempre ocupados a los seis, a cada uno de acuerdo a su edad: a acomodar el ropero, chicos, hoy es día de…, a ayudar a Rosa, la empleada que dormía en el altillo de casa, a baldear el patio tan amplio donde las baldosas amarillas y negras debían quedar brillantes, a encerar el living y otras tareas. Claro que yo barría y baldeaba los pisos, pero, seguramente consumía más calorías de las que gastaba y esa costumbre me puso en el lugar de las rellenitas.
   En replicar las observaciones y responder a Nené sobre lo mucho que hacía en casa y en lo mucho que merecía ser más delgada pensaba yo, cuando Pocholo Fernández, encargado de la zapatería de la gran tienda, nos saludó con un: Hola, Señora, ya tiene una hija señorita, ¿eh?

    “No comas tanto, no es bueno repetir dos veces la comida”. ¿Me dijiste alguna vez estas palabras, mamá? Me parece que no. Creo que te ocupabas y preocupabas por nuestro crecimiento, pero no recuerdo que llamara tu atención organizar para la familia una dieta equilibrada.    ¡Claro!, no se la tenía en cuenta en aquellos tiempos.
¡Comíamos de todo y en cualquier momento! Hoy se sabe  que es malo, sobre todo para el cerebro, tanto la desnutrición como la ingesta excesiva de alimentos calóricos a toda edad.  Lamento tantos años perdidos en engordar por pura ignorancia. 
    Nuestro hogar fue el reino de la abundancia, podría decir.  En una despensa repleta se codeaban los jamones caseros con las aceitunas y los dulces: infaltables eran el de leche y el de duraznos que vos misma preparabas con alguna ayuda nuestra. Nosotros los consumíamos a cucharadas. Cómo no recordar las frutas, ¡tan buenas!: las naranjas, las mandarinas, las sandías y los melones, los choclos, las legumbres  que papá cultivaba en su quinta Santa Catalina. También los tachos de miel, y los frascos de arrope de tuna, y… ¡Cuánta abundancia!
     Después, en la mesa, llegaba el mandato: hay que dejar los platos limpios, ¿eh? No lo olviden. Entonces las migas de pan absorbían los restos hasta no dejar rastros porque todo debía ir al estómago. ¿Una buena o mala costumbre? No lo sé, mamá, pero actualmente la gente se alimenta  sabiendo más sobre la calidad, medida, beneficios y perjuicios de la ingesta de alimentos. 
       En cuanto a la heladera, recuerdo una de hielo cuya llegada al hogar fue festejada con gran regocijo. Recibimos la novedad de la flamante heladera con gran aspaviento seguramente para que escucharan los vecinos. ¡Era muy importante el qué dirán! Por eso el Negro abrió, en aquella ocasión las ventanas del comedor para que quien pasara por nuestra casa viera ese lujoso mueble blanco metido en la sala más importante. 
      La heladera venía a cumplir una promesa de frescuras,  y a aliviar el trabajo de bajar diariamente hasta la zona más oscura del pozo, en el centro del patio, los pesados  baldes  con la leche que llegaba desde la quinta de papá en grandes tarros lecheros, la manteca, alguna carne ya salada, los vinos y demás bebidas como la famosa gaseosa chinchibirria y otros alimentos que, por no más de dos días, se podían conservar en el cóncavo sombrío y fresco.
   Además de lo mucho que todos comíamos, vos consumías y en buenas dosis el amor, y lo devolvías más sólido, más abundante. Papá te lo brindaba. Experto en el arte de la seducción, sabía cómo enamorarte y mantenerte pendiente de él. Papá era apuesto, simpático, comprador. Hombre alto, grueso y robusto, amaba la tierra que pisaba, bendecía vivir en un lugar tan familiar y tranquilo y no lo asustaba el chismorreo que levantaron sus aventuras cuando era soltero ni las que emprendía, tan desaprensivamente, en sus tiempos de casado.
    Era callejero, sí, y también un irredento mujeriego que, según entendí cuando fui creciendo, tenía una potencia erótica sobrante que derramaba en cuanta mujer le abriera sus piernas.
    ¡Y vos, mamá, tan tolerante, tan haciéndote la que nada veías ni sabías! Una actitud incomprensible para las mujeres de hoy que, a la primera desinteligencia, ponen a sus maridos o parejas de patitas en la calle. 
     ¿Cómo pudiste tolerarlo? A veces pienso que la época, las costumbres, las enseñanzas de la abuela te lo impusieron. A veces recuerdo la filosofía de tu madre, que recomendaba no responder, no discutir, obedecer sin chistar para mantener sólidamente el matrimonio. ¿Sólido? ¿Real? ¿Verdadero?
     Y vos, cumpliste ese mandato como esposa sumisa.
     Por cierto, no se debe juzgar el papel de la mujer que vos representás, símbolo de una época que uno mira desde otro tiempo, ¡tan diferente! Se acabó la sumisión al varón, madre, si bien, y vos lo sabés, yo pertenecí a la mixtura del tiempo tuyo que se iba y al que llegó con mis hijas. ¡Cuántos cambios! ¿Eran ustedes unas heroínas o unas cómodas esposas que dejaban todo a resolver por el hombre? Yo misma respondo: eran mártires obedientes y sobrecargadas de trabajo. Representantes de un tiempo que algunos consideran equivocadamente mejor, admitían la poligamia masculina, la infidelidad mientras se dedicaban, como vos lo hiciste, a tus dos pasiones, el cuidado de tus hijos y tu tarea docente. Había que seguir al hombre y lo seguías, había que mantener el matrimonio a cualquier precio y lo mantuviste, había que obedecer y obedecías y había que ser pudorosa dentro del matrimonio y vos, como seguramente muchas mujeres de entonces, eras recatada al extremo de negar y reprimir un erotismo natural que debe de haber quedado asfixiado en el rincón oscuro de tus verdaderos deseos.
    Esas creencias, esas posturas frente a la vida se revelaron, cuando mis hermanas y yo  fuimos mayores de edad. Vos, dirigiéndote a nosotras defendías tu cerrada posición sobre la sexualidad, dándonos lecciones de riguroso pudor. Que la cópula es para las mujeres putas (apenas sugerías la palabra), que es un pecado, hijas. ¿Aún en el matrimonio, mamá? Claro, eso es para las mujeres livianas, no para las honestas. Sigo pensando que las mujeres de tu generación estaban muy reprimidas. Seguramente ese excesivo pudor provocó muchas infidelidades masculinas y condujo a la reacción, ¡tan liberal! del mayo francés. Entonces, las mujeres rebeladas contra la tiranía patriarcal tiraron al aire sus bombachas inaugurando una nueva época. 
    Hoy, madre, ¡han cambiado tanto las costumbres! ¡Si vos vieras cómo viven su sexualidad las jóvenes de hoy!  ¡Y si las viera tu madre, mamá!  La abuela Luisa a quien tuve el privilegio de conocer y disfrutar a diferencia de mis amigas que no vieron con vida a las suyas, era un personaje muy particular.
     -No hijitas- empezó diciendo cierta vez en que le hacíamos atrevidas preguntas con mis primas Suleika y Estelita.- Amé mucho a su abuelo Aristóbulo, claro que sí, pero eso que quieren saber ustedes sobre hacer el amor, ¡vaya que son atrevidas!- se interrumpía sonándose la nariz- eso, hijas, sucedió muy pocas veces, y enseguida yo quedaba embarazada y ya saben, tuvimos seis hijos… así que seis veces tuvimos la relación sexual. Pero han de saber que nosotras, las mujeres de mi época, nos entregábamos al hombre bien cubiertas con un camisón que nos llegaba hasta los pies, para que no hubiera pecado.
      -Pecado, abuela, pero si Dios ha hecho del sexo la atracción para que la vida continúe…-protestaba yo, pero sin siquiera escucharme, ella continuaba:
     -Sólo nos estaba permitido dejar que el hombre penetre su vaina pecadora a través de un agujerito que había sido abierto a medida, allí donde bien saben, para facilitar la cuestión…
     -Pero, abuela…- protestaba Suleika, la mayor de las tres nietas presentes y a punto de casarse. La verdad es que todas escuchábamos no sólo asombradas por la increíble respuesta, sino decepcionadas por las ideas de una abuela autodidacta que se pasaba horas leyendo diarios pero que, en asuntos sexuales, nos hablaba como una gran hipócrita… o tomándonos por tontas. ¡Seis hijos, seis actos sexuales! ¡Qué mentira! ¡Vamos, abuela!

       -Bueno, chicos, este jueves me voy a Chile, ¿qué quieren que les traiga?
   Después papá nos daba explicaciones geográficas cargándolas de ricas descripciones: Chile es una delgada lonja que corre al lado de Argentina separada por la colosal cordillera de los Andes. A su lado el océano Pacífico ruge, y el país vecino, con su afilado cuerpo nos protege de los vientos y fríos que el mar tira al continente. Pero no vayan a creer que es un país pobre, no, es rico a pesar de sus escasas tierras cultivables, es un país muy próspero porque allí, seguramente, hijos, han llegado emigrantes más trabajadores que a la Argentina, hombres de gran fuerza y disciplina, continuaba describiendo.
     Los viajes de papá eran frecuentes. Generalmente los hacía solo y por diferentes motivos, de trabajo, según explicaba. Cierta vez, yo tendría ya cerca de los trece años y jugaba todavía con alguna muñeca de trapo o una de porcelana que alguien me regaló, cuando escuché que papá planificaba un viaje a Chile al que no te había invitado a vos, mamá, por cierto, porque debías cuidar a tus seis hijos.   
        Papá era cariñoso, seductor. Prometía regalos y nos preguntaba qué queríamos. El Negro pedía un nuevo mecano, su juego preferido, Alberto un autito de carreras, Cristina y Bety, muñecas, Roberto, una moto de juguete. Yo prefería las telas, algún vestido, lo que a vos te guste, papá, le decía confiada. Vos, madre, le hacías las valijas, mansa y nada pedías; sabías que papá escogería algo a su gusto que siempre harías coincidir con el tuyo, ¡qué buen gusto!, exclamabas agradecida, ¡qué lindo lo que has elegido para mí! 
    Papá decidía y nos anoticiaba sin que, de ninguna manera se nos ocurriera protestar con el “¿por qué no vamos todos?” que he escuchado en boca de mis hijos y luego en la de mis nietos, que más que pedir se atreven a imponer. En aquellas épocas no había reclamos. No, no nos consentían tal impertinencia. 
       Los viajes no duraban más de cuatro o cinco días pero a mí me parecían eternos. ¿Extrañaba a papá? No lo sé, pero sí sé que esperaba ansiosa los regalos. Él cumplía. Al regresar, en medio del alborozo que provocaba su llegada, abría su valija inmensa y aparecía lo que habíamos soñado, porque yo, y pienso que mis hermanos también, soñábamos realmente con lo que hubiera elegido para nosotros.
   Después, la novedad duraba un largo tiempo, hasta que un nuevo viaje o acontecimiento nos ponía en la espera de  juguetes y objetos, escasos, porque en esa época no se estimulaba el consumo, como ahora.
     Papá sabía que me gustaban las telas y una de las que me compró era a cuadros con una guarda de flores amarillas; otra era de un azul oscuro, salpicada de flores rojas y verdes.  A él le gustaban los adornos floridos. A mí también. Amé esos géneros con los que vos, mamá, me hiciste dos polleras que usé hasta pasados los dieciséis años. Eran telas eternas, coloridas y llamativas, producto de la buena industria chilena, pero la confección de las polleras era rudimentaria, producto de una costurera muy voluntariosa, pero improvisada.                                                   
                                     
   -A levantarse, es domingo, hay que ir a misa, vamos-.Aún escucho tu voz despertando a los mayores para que cumpliéramos con el precepto del domingo. Protestas:
      -¡Ufa!, si no es por la escuela es por la iglesia. Algún día  podríamos quedarnos hasta más tarde en la cama, ¿no?
     -Pero si ya son las nueve,- argumentabas vos tirando de las colchas y de las sábanas. Vamos, levántense y ordenen sus camas, que hoy viene el tío Roberto a almorzar.
    Papá era el primero en dar el salto y luego lo seguíamos los mayores. El Negro y yo debíamos prepararnos para hacer muy pronto la primera comunión.
     Generalmente íbamos a la misa de diez. Ya habíamos tenido el desayuno de cuentos de papá y no teníamos más remedio que vestirnos, sin más protestas.
       Después, en la misa, todo significaba distracción: los santos, tan lujosamente ataviados, la túnica sacerdotal blanca o alba, el cíngulo o cinturón sacerdotal, la casulla y la estola. Una seguidilla de sustantivos difíciles para designar un ropaje cargado de símbolos, de significados que, por cierto, eran difíciles de comprender a nuestra edad.
       Pero no era la vestimenta sacerdotal lo que más me distraía. Eran las de los otros asistentes. Bajo las mantillas, generalmente negras, realizadas en prolijos y bellos encajes- una exposición de modelos y originalidad-  aparecían los rostros más o menos jóvenes de las mujeres. Todas debían usarlas y llevar blusas o vestidos que cubrieran los brazos hasta los puños y un largo de falda discreto, debajo de las rodillas. Cumplidas esas obligaciones, que no nos atrevíamos a desobedecer por temor a ser despachadas con escándalo por el sacerdote, yo me distraía por otras menudísimas preocupaciones:   ¿Habrán venido Ana y su esposo?, me preguntaba mirando por doquier y buscando las presencias que más llamaban la atención durante la misa. La tal Ana era esposa de un poeta de presencia estelar, siempre vestido con traje y corbata, un escritor apuesto con más prestancia de modelo que de cruzdelejeño común. Su mujer era una mujer hermosa, delicada, fina y representaba lo más granado de la sociedad cruzdejeña.  Vivían en una casa lujosa y moderna. ¿Qué más decir de esta atractiva pareja? Que daba gusto verlos a la salida de misa, parados en el atrio, saludándose amablemente con la gente más destacada del lugar que elegía, (¿por pura casualidad, por vocación religiosa, o por cumplir con un encuentro social?),  la misa de diez.
    Cuando yo observaba que los infaltables estaban atrás dando brillo a lo que en realidad era un espectáculo farandulesco, mi mirada, empezaba  a pasearse entre los bancos buscando a tal o cual amiga, alguna conocida destacada sobre todo por el arte de vestir bien.   ¡Cómo me apabullaba la buena confección de la ropa de la gente pudiente, madre! Muchas chicas tenían una mamá ostentosa según vos, dedicada, según yo, que las vestía con primoroso cuidado para la misa de las diez.  Vos, mamá, en cambio, no te preocupabas por esos detalles, ignorando, seguramente, cuánto me hacía sufrir pasar entre la gente para acercarme a comulgar siempre con la misma ropa, desgastada e improlija. 


       -Mamá, te busca Doña Aurora-. Te llamaba alguno de nosotros que veíamos entrar a aquella mujer tan relacionada con la imaginaria cigüeña, por la puerta del garaje que daba al patio, mientras con total familiaridad y confianza nos saludaba con un hola chicos.
      ¡Mamá!, repetía Alberto levantando la voz e incapaz de abandonar la construcción de una diminuta ciudad que los varones iban levantando entusiastas y concentrados bajo la gran higuera. Sobre calles, carreteras, puentes de maderas recortadas, pequeñas casas de cartón, estaciones de servicio con tanques hechos con latas de conserva, y hasta algunos espacios verdes que levantaban pequeñas ramas de los árboles de casa y líneas de electricidad logradas con lanas e hilos…mis tres hermanos, agachados, cada uno a la medida de sus gustos y  años, agregaba detalles, se equivocaba, corregía siluetas, aumentaba volúmenes. 
      A nuestros pies crecía una ciudad en miniatura y no había elemento que, antes de ir a la basura, no fuera mensurado, revisado y acomodado a las necesidades de tan preciado emprendimiento urbanístico. Nadie quería abandonar el juego que, para Roberto, el menor, consistía en poner a rodar los pequeños autitos y motos que papá le traía de sus viajes y cuyos desplazamientos él acompañaba con rugidos semejantes a los de los motores. De cuclillas y sumergida también en ese mundo de fantasía, yo me limitaba a hacer algunas sugerencias que muy pocas veces eran tenidas en cuenta.
        Distraída, sin voluntad de apartarme y viendo que Doña Aurora se acercaba a nuestros juegos, en aquella oportunidad, redoblé el grito ¡Mamá…!, poniéndole más fuerza a la voz. Vos saliste del baño, cuya puerta daba a la galería, cubriéndote la cabeza con una toalla.
        Doña Aurora era como de la casa. Nos había traído al mundo a los cuatro mayores y ahora, habiéndose anunciado un nuevo embarazo, se cruzaba las dos o tres cuadras que la separaban de la nuestra y venía a ver cómo anda ese niño, m’hija, que te está creciendo tanto el vientre, decía- mientras vos la guiabas a tu dormitorio y ella nos decía adiós agitando las manos  con simpatía.
     Nada sabía yo sobre sexo y menos del que tendría el niño que latía en tu vientre. No había en esas épocas, que ahora me parecen tan lejanas, ninguno de esos nuevos aparatos con los que la tecnología moderna nos permite conocer si es  nena o  varón lo que crece tan bien guardado.  
     A esas alturas- los cuatro teníamos entre siete y once años- algunos ya habíamos descorrido apenas los velos del misterio del parir, la inexistencia de la cigüeña, por ejemplo, aunque no tuviéramos muy claro, por lo menos yo,  cómo se hacía para encargar un hijo.
    No bien doña Aurora se fue llevando en su lento andar la imagen de la mismísima cigüeña que yo había imaginado y puesto en su rostro, vos, mamá, te acercaste a nuestro alboroto y te quedaste observándonos. Sonreías, tal vez satisfecha al vernos tan entretenidos alrededor de un juego que era pura creatividad y tarea. Al menor espacio que se hizo entre nuestras risas y los no, no pongas eso ahí, y los vivas y las exclamaciones, dirigiéndote al Negro le dijiste:
   -Tienen que reforzar esos puentes, chicos, sus soportes son muy débiles y al menor descuido se van a caer. ¿Qué tal- prosiguió- si le ponen más varas de apoyo en cada columna? 
     Y como el Negro, el verdadero ideólogo de la ciudad en construcción, te mirara poniendo en sus ojos vivaces un gran signo de pregunta, continuaste:
   -¿Se acuerdan del cuento de las varas de mimbre?, ¿se acuerdan, chicos? Una vara se puede romper fácilmente pero cuando se juntan varias en un haz se hace más difícil, si no, imposible, quebrarlas. Así tienen que ser las columnas de su puente, queridos, bien reforzadas.
   Te referías, mamá, y así lo entendí en seguida, al cuento que nos contaste introduciendo con una expresión que nos puso muy atentos: hoy les conté a mis alumnos un cuento que les gustó mucho…  Era un rey que le dio a cada uno de sus tres hijos una vara de mimbre…
      Ahora, ya pisando los setenta y seis vuelvo a recordar aquella anécdota tan ejemplarizadora y tantas veces vuelta a escuchar aunque nunca tan bien aplicada a la vida como vos lo hiciste:
     -Ustedes, chicos, son como las varas de mimbre. Si están solos, cualquier empujón de esos que dan los otros o la vida los puede quebrar, pero si están juntos, atentos a unos y otros, acompañándose en los momentos de debilidad, si forman un haz, se harán muy poderosos y ninguna tempestad podrá contra su fortaleza.
       -Sean unidos, hijos, -dijiste al final, abrazando a los que tenías más cerca. A mí me llegó tu extendido abrazo y aún recuerdo que era amorosamente cálido.
     Después, cuántas veces, mamá, debí recordar ese cuento en mi larga vida. En nuestra niñez, sintiendo cuánto se aplicaba en la unión que nos fortalecía y defendía para poner en fuga a algún primo o amigo que viniera con una piedra en la mano. Pero fue sobre todo en la adolescencia, esa etapa de la vida con tantos revoltijos, cuando se demostró el amor protector entre los hermanos, de todos entre todos.  Eternamente presentes y atentos el uno para el otro, les pusimos fuerza de roble a los no que debimos decir y a los sí que dijimos porque entre nosotros nos aprobábamos. 
     Lo que te acabo de comentar me recuerda a nuestro primo Jorge. Por cierto lo tendrás bien presente. Era de un temperamento fuerte. Así lo justificaba su madre sustituyendo los adjetivos que merecían sus chocantes actitudes: maleducado, bravucón y pendenciero. Él, que estaba distanciado de mí por una natural y recíproca antipatía, un día esperó a que estuviera sola y me tiró, con  calculada puntería, una piedra en la frente. ¡Era un real malvado! Perdoname, no te vi, me dijo sonriendo maliciosamente y desapareciendo mientras me iba brotando un gran chichón. Ante la mancha violeta azulina que apareció en mi frente, mis hermanos  Negro, Alberto y hasta el más chiquito, Roberto, fueron por la venganza. Sentían como propia la afrenta y supe luego que le propinaron una buena paliza. Así nos defendíamos, así éramos de unidos.

     Pero esa unión tan protectora corresponde a nuestros años tiernos. Después, mamá, vino el quebranto: cuando llegó el tiempo de la madurez y del alejamiento de las ramas familiares, cuando cada hermano se fue tras su propio sol y su aire, aparecieron, oportunas, las tijeras impiadosas que esgrimieron los integrantes políticos que se acoplaron a la familia. Ahora pienso, (y hasta justifico) que alguna cuñada o cuñado actuaba en defensa propia, tal vez para dar fuerza a su relación o por celos o por egoísmo, lo cierto es que algunos más que otros transmitieron el rechazo a la familia a sus propios hijos, los distanciaron de tíos y primos y atentaron contra la promesa fraternal que nos habíamos hecho, tácitamente, en nuestra infancia.
     Lamentablemente, sé que eras testigo sufriente de esos sentimientos tan inmaduros y estrechos y sé que los experimentaste con gran dolor. Eran esas fugas, esas ausencias, esos “no está en casa” con que respondían algunas al teléfono y hasta la cruel frase “no puede atenderte porque está muy ocupado”, expresiones que cavaron abismos cada vez más infranqueables. Nos dolió mucho tener que ocultar encuentros, visitas, confidencias y abrazos entre hermanos.
          Nuestro haz de leñas se desató, viejita, sí, se deshizo irremediablemente, o eso creímos. Con el correr del tiempo, los hijos propios, la paz necesaria a cada hogar, el río tumultuoso de las personales aguas, borraron aquel cuento del haz unido. Luego, por años, nos pareció que a aquellas varas de juncos se las había llevado la corriente. Nos pareció, madre. Pero, ¿fue así?  
       
         Un día de un tiempo después Doña Aurora entró temprano a casa, vestida con su guardapolvo celeste y portando su inseparable maletín. ¿Vendría a recibir a la cigüeña o ella misma era la prestidigitadora que traía escondido en su maleta al bebé tan esperado? 
    Yo andaba entre mis sueños, creando acciones románticas alrededor de mis repetidos personajes, cuando me sobresaltó el lloriqueo inconfundible de un bebé recién llegado al mundo. De un salto fui a tu habitación. Allí se confundían las voces y algunos tardíos gemidos de dolor.
    Me abrí paso entre palabras y quejumbres en tanto escuchaba la voz de la partera explicándole a papá sobre el remanente de los dolores de entuerto. Entonces pregunté precipitadamente ¿qué es?, ¿varón o nena?, mirando hacia la cama donde estabas vos, mamá, con rostro dolorido y a la vez sonriente. Sostenías al recién llegado sobre tu pecho. Vení, me dijiste, tocala, vos me vas a ayudar a cuidarla, ¿no? 
   Era una nena y la llamaron Beatriz. Recuerdo que extendí los brazos queriendo acariciarla, pero Doña Aurora, que terminaba con los últimos ajetreos y observaba atenta, me lo impidió diciéndome que era muy pequeñita, un tanto debilucha, que era mejor no contaminarla con las manos que  seguro no te has lavado, terminó severa. Papá me guiñó un ojo, tratando de disminuir el impacto del vozarrón de la comadrona. Vos, mamá, seguías acunando suavemente a tu bebé.
      Bety, así la apodamos, era para mí un atractivo talismán, un juguete delicado, una muñequita que no podría dejar tirada en cualquier rincón como hacía con Bebota, la ya zaparrastrosa y única muñeca que tenía, ni bañar a gusto y placer como hacía con Roberto, el menor de los varones. Me la pusieron en los brazos algunos días después y cuando acaricié con mi nariz fría su carita diminuta, perfumada y tibia, al sentir que se estremecía, me emocioné, declarándole en silencio que la amaría para siempre.
    Pero este nacimiento, mamá, abrió también, para mí, las puertas a un mundo de preguntas.
    Por primera vez tocaba, tenía ante mí, la vida recién nacida. Mi pequeña hermana respiraba, se agitaba, lloraba, palpitaba y hasta podía sentir el latido parejo de su corazoncito en el pecho. Recuerdo mi emoción, mi admiración ante esa vida dispuesta a crecer, recuerdo mi desconcierto ante su rechazo a prenderse a tus tetas y alimentarse con la mamadera. Yo le besaba la carita aprovechando ausencias y le preguntaba a ella y en voz alta, cómo hizo para nacer. ¿Cómo te hicieron, hermanita? ¿Cómo es que te pusieron a andar ese corazón que se siente tan pequeño como el de un pájaro, tan endeble como el de una mariposa? Vos debés de saber, Beticita, como recién hecha, como nuevita en este mundo cómo se fabrica la vida, cómo se empieza, dónde se anida y cuánto tiene que ver papá en esta creación. ¡Tanta era mi curiosidad por el tema!
     Se lo preguntaba a ella, mamá, sin malicias, ya que, a pesar de lo buena y comprensiva que siempre te he considerado, no me animaba a preguntártelo a vos.
   Tenía diez años, ya iba a cuarto grado, había visto copular a mi perra Titina enganchada de su cola a un perro, los dos por detrás y sin que yo, tironeando de un galán que no me parecía digno de ella, lograra separarla. También había sorprendido el beso entre vos y papá abrazados de frente, y hasta me imaginaba cómo se estrecharían, febrilmente, venidos a uno, en la cama. Sí, claro que había visto… indicios. Pero no los juntaba en la mente para construir las secuencias del argumento, para responderme al cómo se hace un hijo, cómo se crea una vida humana.  Perritos y gatos, había visto nacer en casa y la verdad es que me había asombrado la sabiduría que tienen los seres para encontrar el camino de salida a la luz de la vida. Alguna vez en que me encontraste estudiando las plantas, me mandaste a recoger una rama del jardín y poniéndome ante los ojos una hoja, me llevaste a observar sus formas, pero del cómo se multiplican no se dijo nada hasta que papá me lo explicó…a medias.
     Papá siempre ponderaba el milagro de la semilla y la fuerza de las plantas para crecer, un tema que le producía gran admiración y con el que se vinculaba, sembrando, siguiendo el proceso de crecimiento de las plantas, podando e injertando, realizando en fin el sinnúmero de actividades que le demandaba su quinta.
    -¿Cómo hacen las plantas para reproducirse? -pregunté un día mientras almorzábamos unos fideos blancos condimentados con perejil de la huerta de casa. Papá nos dijo:

      -Algo he leído sobre el tema cuando empecé a plantar los primeros olivos, ¿se acuerdan?
      Vos, mamá, asentiste; nosotros, mirábamos con atención a papá. La cuestión- prosiguió- era saber cómo reproducir las plantas así que muchos agricultores empezamos a averiguar. Yo consulté en una enciclopedia que ha comprado su madre.- Esta vez la mirada de papá nos recorrió a todos.
    -Sí, claro que aprendí, necesitaba hacer mis propias plantaciones, multiplicarlas. Ustedes me han visto hacerlo, chicos.
    -Entonces decinos cómo se multiplican- insistí yo.
    -Yo he practicado, sobre todo, la reproducción por semillas - continuaba papá, se siembra la semilla, se la riega para que el agua la humedezca y se inflame, así, pasado un tiempo, porque cada proceso tiene su tiempo, la semilla se transforma en una nueva planta. Todo esto necesita cuidado, por eso paso tantas horas en la quinta, aclaraba papá.
     -Y vos le dedicás tanto tiempo, papá -exclamó el Negro admirado de su trabajo y saber.
     Papá siguió explicando:
    -Algunas variedades de  plantas se reproducen cortándoles una rama o un tallo, se lo implanta, se lo riega y pronto se lo ve transformado en una planta independiente de la que la generó. Además, a veces intervienen los pájaros que meten sus largos picos en el interior de la planta y sacan el polen…
       -¡Y cuánto aprendiste! -comentó Alberto, con gran interés.
      -Me llamó mucho la atención, chicos, leer que las esporas contienen toda la información genética, ¿saben qué es? -se interrumpió luego de mirarte a vos, mamá-. Ese tema es muy complicado y no sé cómo explicarlo, terminó algo turbado. 
     Ahora que lo veo a la distancia, que puedo reproducir casi fielmente la conversación y su actitud incómoda, me doy cuenta de que lo que papá no podía explicar era lo de la reproducción sexual. Sí, creo que papá no quería meterse en líos y pronunciar las palabras prohibidas: sexo, sexualidad. ¡Pobre papá! ¿Lo habrías contagiado vos con tus prejuicios? Lo cierto es que la conversación derivó entonces hacia otros temas. Debe de haber sido así, no recuerdo, pero los que estábamos atentos y con deseos de saber más nos sentimos bastante frustrados. 

     Una de aquellas tardes se sumó a la alegría de la llegada de Bety, una agradable sorpresa. Ya habían pasado por casa los alborotadores tíos, hermanas y hermanos de papá, que vivían con sus familias en nuestra misma manzana.
   A eso de las cinco de la tarde, fuertes y largos bocinazos nos obligaron a salir a la calle. Primero fueron Alberto y el Negro que sumaron sus alegres exclamaciones al ruido que provocaban  el tío Julio y su familia al llegar.
    La alegría de los abrazos nos inundó. Nada podía hacernos más felices que la visita de uno de tus hermanos, mamá, porque este tío y su esposa Minerva estaban, a pesar de la distancia que nos parecía enorme, muy cerca de nuestras vidas. Era ella de piel muy blanca, de risa fresca y de palabras confianzudas. Hola che, ¿cómo les va, che? Vengan y ayuden a bajar lo que traemos, no sean vagos, che. Entonces, de la enorme cabina de su también enorme camioneta roja, sacábamos cajas y más cajas, paquetes y más paquetes, numerosas canastas y hasta un colchón, y formando una larga fila de siete entusiastas niños, entrábamos  a la casa, cada uno con una carga.  
     Nuestros primos eran tan vocingleros como su madre y tenían la mirada tan noble como la de su papá.
   Durante su estada todo era festejo, a pesar de que vos, mamá,  parecías muy débil. 
   La numerosa familia se instaló en la pieza del fondo desparramando colchones por doquier; al lado de la cama destinada a los tíos pusieron el bonito moisés adornado con vuelos rosas de mi prima Patricia que había nacido tres meses antes. El despliegue del ajuar de mi pequeña prima apabullaba a cualquiera. Mi tía había puesto en dos grandes y bonitas cajas forradas con la misma tela estampada en tonos rosas, la ropita de su nena, prolijamente doblada. Las sabanitas del moisés lucían impecables, como planchadas con almidón y un hermoso osito de peluche blanco descansaba a los pies de Patricita, dormida.   Recuerdo que junto a las sinceras ponderaciones, ¡qué bonito, tía!, ¡qué bonita también tu nena, parece una princesita!, en aquella hoy lejana ocasión, yo, con apenas diez años, sentí por primera vez, el aguijón de la envidia. Fue como una involuntaria comparación entre los primores que realzaban a mi primita nueva y lo que vos habías preparado para Bety, tan debilucha, tan flaquita y además vestida con los saquitos y camisetitas heredados de Roberto. Perdoname, mamá, debo decírtelo: realmente eras tan descuidada en el vestirnos…

   -Tendremos que buscar otro pecho para tu hermana -me dijiste, confidente, una mañana, como si me consideraras mayor. Estoy perdiendo la leche porque esta nena se niega a succionar mis pechos.
     Entonces, por algunos meses llevamos a Bety a la señora Blanca, una vecina cercana con un recién nacido grandote y mamón que, a cada tironeo egoísta, le hacía verter la leche como de pozos surgentes. La buena señora sentía alivio, cuando Bety, desde el primer momento, se le prendió delicadamente a sus tetas generosas.  
     ¿Serán esas nutrientes tetas las que le dieron a mi hermana tanta fuerza para crecer? ¡Ah!, si la vieras hoy a Bety madre, esa hija que todos dicen preferías y que creció  como una elegida para llevar la mejor vida. Tal vez he despertado tu curiosidad, pero por ahora, preferiría dejar este tema para más adelante. ¿Te parece?
                                                 
     Lo que no quiero dejar para después es un reproche. ¿Por qué? Porque no fueron tus lecciones tan dispuestas para otros temas, las que respondieron a mis preguntas sobre  cómo llegamos a la vida. Fueron, en cambio, mis compañeras de primaria, las que en reuniones secretas, en algún lugar apartado de la galería de la escuela, las que me dieron, en un intercambio entusiasta de suposiciones y anécdotas, alguna información sobre el tema. El papá pone con su cosita, -decía alguna poniéndose colorada- una semilla en la tunita de la mamá; la palabra iba acompañada con el gesto de picardía, las demás entre risas contenidas y bajando la voz sumábamos los nombres de entrecasa para órganos tan reales y escondidos.
    -Yo los he visto a mis padres haciendo eso, decía otra y yo asentía con mucho pudor, porque ver, lo que se llama ver con claridad, nunca había sucedido.
     Aprendí sobre el verbo copular, coger, hacer el amor y otros sinónimos en esa edad tan cercana al florecimiento corporal, si bien las revelaciones no ocuparon más que breves párrafos de una conversación en la que abundaron los suspiros y los puntos suspensivos que, así largos como son, no hacían más que acicatear la curiosidad y las preguntas. Y vos, mamá, ¿acaso vos, que eras mi madre, no te dabas cuenta?
   Tampoco te enteraste ni estuviste para ver en su momento, porque estabas trabajando y no te lo había contado hasta hoy, un insólito suceso que paso a relatarte.   
      Había festejado mi cumpleaños de doce cuando, a la mañana siguiente, la señora Efrosina, una artista que recordarás vivía justo al frente de casa, me llamó para regalarme algo de su producción.
    Era una conocida escultora que en otra lejana ocasión había mostrado a algunos vecinos, entre los que estábamos vos y yo,  las bellas obras que trabajaba con sus propias manos y vendía en todo el país.
   Crucé ilusionada con tener para mí alguna de las formas que ella sabía darle a los más duros materiales: mármol, piedra y sobre todo a la madera.
   Su casa impresionaba con la exposición de figuras diversas, imágenes repetidas de Cristo y la Virgen, algunas de niños de diferentes tamaños y color y un etcétera interminable de figuras. Un gran y variopinto muestrario de lo que el arte puede trasladar de la realidad a los materiales a través de la particular mirada del artista.
      La señora veía un mundo sonriente porque, desde mi pequeña estatura cronológica y experimental pude apreciar que todas las imágenes, aún la de Cristo, levantando su dolor en la cruz, insinuaban una sonrisa. Se lo dije a la respetada escultora mientras acariciaba alguno de sus trabajos, y ella ponderó mi opinión. 
    -Me encanta lo que dijiste, sos una niña muy observadora-  me comentó  mientras  Abelardo, su hijo, salía de su habitación, ubicada a la entrada de la casa,  para atender a alguien que llamaba a la puerta.
    Doña Efrosina recibió a una mujer de aspecto elegante que venía a comprar, dejándome por un rato, y diciéndome ya te doy lo tuyo, mientras cruzaba un largo pasillo abierto al cielo que daba al fondo de la casa donde se encontraba su taller. Abelardo vino a hacerme compañía. Era un muchacho unos cinco años mayor al que yo apenas saludaba intimidada, quizás, por su seriedad, su apariencia severa  acentuada por el uso permanente de anteojos.   
    Él se sentó muy cerca de mí que observaba las artesanías expuestas extasiada, y cuando estuve cerca, de pronto, como en un premeditado zarpazo y sin más preámbulos, Abelardo me atrajo y apretó con fuerza una de mis nalgas. Fue un segundo pero me dio tiempo a pensar que bajo mis polleras y bombachas estaba el templo que en tantas conversaciones aparentemente casuales, vos  me habías aconsejado resguardar, no es cuestión de andar toqueteando y de provocar el enojo y el escarmiento de Dios, solías decirme. ¿Lo pensé entonces o lo pienso ahora? No lo tengo muy claro, mamá. La verdad es que pasado y presente se mezclan en el territorio confuso de los recuerdos, pero sí sé que todo sucedió en un santiamén. Recuerdo con cierta vaguedad que en ese mismo instante, con una fuerza inédita traté de desembarazarme de él que apretaba mi cuerpo más y más, como si tuviera tenazas. -Dejame, dejame- alcancé a gritar y entonces él, bruscamente, me empujó a la cama cercana mientras se desprendía los pantalones.
    Sólo puedo recordar que una furiosa descarga eléctrica me recorrió el cuerpo transformándolo en una cadena de chisporroteos. Estaba aterrorizada pero también poseída por una fuerza salvadora. Era como si la imagen de papá esgrimiendo el rebenque con el que nos amenazaba muy de vez en cuando, me incitara a correr y a ponerme a salvo. Fue una rara mezcla de sensaciones, ¿se sumó realmente a la imagen de papá la tuya, mamá, repitiéndome tu sermón tantas veces escuchado sobre los cuidados del cuerpo? ¿Lo invento ahora? Se mezclan las imágenes, madre, mi recuerdo es un revoltijo de un todo en uno. Lo cierto es que casi sin pensamientos pero con gran velocidad, lo empujé y, mientras él trastabillaba, corrí hacia la puerta de la habitación que el abusador había dejado entornada y de allí me lancé a la de calle por donde escapé, decidida y sin mirar atrás. Al frente, el refugio de nuestra casa.
    Vos estabas dando clase, papá trabajando en el ferrocarril, mis hermanos mayores en la escuela del turno de mañana, mis hermanos menores durmiendo, así que con la única que me topé al entrar fue con Rosa.
    No tengo claro, mamá, qué me dijo; vagamente me llegan algunas reconvenciones que me hizo por andar tan temprano en la calle. Creo recordar que cuando llegué a mi habitación, me tiré en la cama, exhausta y confundida y haciendo esfuerzos para recuperar no solamente el aliento, sino para decir en voz alta lo que sentía: ¡qué asco!, ¡qué asco!, y ese mosquita muerta del Abelardo, ¡qué desgraciado!
      Debí haber llorado pero no lloré; sólo esperaba que a tu regreso de la escuela pudiera disimular el estado en que me dejó aquella sacudida imprevista. En la cama y con los ojos muy abiertos me encontraste al llegar.
     ¿Y si se lo cuento a Alberto y al Negro?, pensé después en un intento de sacarme de adentro una oscura sensación de culpa. ¿Acaso yo lo habría provocado o fui una tonta? Hablar con mi hermano mayor hubiera sido bueno, me hubiera alivianado la carga, aunque no sé si hubiera sido oportuno. Pude contarlo pero no lo hice y no me arrepiento. Vaya a saber, mamá qué represalias hubieran tomado mis hermanos ya que, como vos lo sabés, cuando se trataba de defender el honor familiar, podían volverse audaces y violentos, aún cuando el vecino los doblara en tamaño.

    Ahora sonrío pensando que, de mediar tal confesión a mis hermanos, en Cruz del Eje se habría dado y anticipado la historia que cuenta García Márquez en su novela, Crónica de una muerte anunciada, sobre dos hermanos que salen a vengarse matando a quién había violado a su hermana. De manera que- continúo sonriendo- sin querer me salvé de las garras del muchacho, a éste de una paliza segura y a mis hermanos de ir a pagar su probable crimen a algún reformatorio. ¿Te parece exagerado?

            Fue mucho después de este episodio cuando la lectura de El árabe levantó mi libido en polvorosa. Mi prima Suleika me lo había prestado, burlando la censura denuestras madres, que, en más de una ocasión, habían enumerado en voz alta y con maliciosa intención, una abundante lista de libros a los que no debíamos acercarnos.
   Ya habían pasado por mi imaginación las aventuras de Tom Sawyer, las indignantes injusticias padecidas por el negro tío Tom, las diarias vicisitudes protagonizadas por Enrique y contadas en Corazón por Edmundo De Amicis, y tantas otras narraciones épicas que me habían estremecido despertando emociones diversas.
    Pero El árabe es el que más me conmocionó. Será porque venía precedido por el especial encanto de lo prohibido por los mayores y las ponderaciones y suspiros de mi prima. Todavía la estoy oyendo: llevátelo, te va a gustar. Pero devolvémelo, ¿eh?
    Luego devoré, prácticamente, y con indisimulable glotonería ese manjar ofrecido para el deleite de mi imaginación. Pocos días bastaron para llegar a la última página y releer aquellos episodios en que el protagonista  de la novela de F.M Hull,  secuestraba, enamoraba y sometía, al más puro estilo árabe, a una bella joven que entre estremecimientos y palabras ardientes terminó el juego enamorándolo a él. 
   Ahora, el recuerdo del argumento perdido en las nieblas del tiempo, sólo mantiene vivo el recorrido de mis propios temblores acompañando a los de la mujer que cabalgaba en la grupa del caballo como poseída por el cuerpo de él,  acompasando, casi imperceptiblemente, en un cálido refriego el del cuerpo masculino, tan cercano.
   Hoy, ya mayor, habiendo vivido tan intensamente mis propias fruiciones amorosas, pienso que vivir palmo a palmo las de las heroínas de libros o películas compartidos en mi adolescencia, pusieron en mí, en muy alto lugar el significado sagrado de la unión de los cuerpos, en el amor.  En lo que poco a poco fui entendiendo es, para mí, el amor verdadero.  
         Mientras tanto sobre nuestra niñez se tendía siempre el amoroso velo de las bendiciones. Supongo que si es cierto “el cielo y el infierno prometido”, al que tantas veces aludimos en nuestros rezos de niños, vos, como yo hago ahora con mis hijos, ahora mismo nos estarás mandando desde un bien merecido rincón del celeste eterno, los mejores deseos  a tu cada vez más numerosa  descendencia. Porque… 
   -La bendición, mamá; la bendición papá, echaba a andar y a repetirse en la oscuridad nocturna de los inmensos cuartos de nuestra vieja casa de Cruz del Eje, cuando llegaba la hora de  dormir.
    La letanía terminaba en un murmullo indescifrable en los labios de Cristina, la más chiquita de todas, la número seis que apenas comenzaba a hilvanar sus primeras frases, repetía: la bendición, mamá, la bendición papá. 


      Cristina había nacido en los fríos de junio del año 1951 y yo disfruté mucho más éste, tu último embarazo, mamá, porque Doña Aurora, seguramente sintiéndome un poco mayor y más entendida, me hacía partícipe de las explicaciones que te iba dando mes a mes: No sabemos si lo que tenés en la panza es nena o varón, pero crece  bien, nos  reiteraba en los primeros meses, utilizando para sus diagnósticos sólo la sensibilidad de sus manos que tocaban palmo a palmo tu vientre inflamado. Luego nos daba, a los mayores, verdaderas clases sobre las divisiones celulares, el tamaño, la forma y el desarrollo de cada parte del feto. Llegado el quinto mes, pasando su estetoscopio por tu agrandada barriga, llamaba a cuanto testigo encontraba dispuesto para que escuchara los sonidos del palpitar de la vida, los movimientos y sacudidas de ese nuevo ser dentro de vos. ¿Lo escuchás? Late. El prodigio estaba allí y sentirlo tan cerca y al mismo tiempo tan cuidadosamente guardado, aumentaba nuestro respeto y ansiedad. Ojalá nazca pronto…
    Pero no fue un él sino una ella la que vino al mundo.
   Aquel invierno había mucho sol y el patio de mosaicos amarillos y negros de la casa, la nuestra, donde nació cada uno de tus hijos, esplendía. Reconstruyo con facilidad la escena: El jardín acusaba que era invierno y algunas hojas retrasadas y amarillentas yacían sobre el patio de tierra, apisonada y oscura, que estaba dividida en cuatro rectángulos iguales y limitada por los senderos de cemento entrecruzados que había hecho construir papá.
     En el centro, el pozo, y bajo la higuera los restos de una ciudad diminuta que mis hermanos habían abandonado, sin decidir cuál iba a ser su destino futuro, solo por darse el gusto de cambiar por juegos más acordes a sus nuevos años. Los parrales que tan buena sombra nos daban en verano, ya desnudos, dejaban pasar generosos rayos que entibiaban los pies. No recuerdo bien a las personas que me acompañaban en el patio, debían de ser algunos tíos, mis primos Jorge, Carlos y Ricardo  que se metían por las tapias y algunos vecinos, personas de confianza que entraban por la puerta del garaje sin llamar y que habrían acudido atraídos por la novedad del nuevo nacimiento. (Yo tenía catorce años, ya me sentía una señorita y vos, mamá…¡todavía pariendo!). 
    Cuando papá se asomó al patio para decirnos ya nació, es una nena, a nosotros nos lo había anticipado el inconfundible llanto de un bebé.
    Hacía un año que me ilustraba más sobre los cómo se hace la vida y aquel acontecimiento me llenaba de respeto, me parecía menos misterioso pero más sagrado, mucho más sagrado, aunque en ese momento no supiera demasiado sobre esa palabra.   Yo sentía como un relámpago de luz en una mañana de sol, de resplandores. La recién nacida fue eso, un deslumbramiento rubio como el de ese día único, una vida espléndida y luminosa que vos, por suerte, no viste apagarse tan temprano unos años más allá de tu muerte.
    Bety tenía cuatro añitos tiernos y crecía, crecía como los otros, cuatro de los cuales, habíamos ingresado a la escuela secundaria. 

    Ocupando un lugar muy importante en la familia estaba nuestra tía Dolly, soltera aún, la hermana menor de papá. Ella era una buena lectora y una cinéfila entusiasta que en cuanto se estrenaba una película en el cine Premier de Cruz del Eje, me invitaba a acompañarla. 
    “Sangre y arena” con Tyron Power y Rita Hayworth excitó mi emoción llevándome al campo de batalla del amor, al sobrecogimiento de las corneadas del toro que enfrentado a los toreros siempre terminaba vertiendo sangre espesa.
    Pero fue la memorable película “La princesa que quería vivir” con Audrey Hepburn y Gregory Peck, la que con su delicado tratamiento del amor entre un periodista y una princesa,  me reveló el valor de los sentimientos, el triunfo de un auténtico  amor contra las intenciones que pudieron desviar al protagonista. El final de la película, que no fue, como esperábamos, un intenso beso sino una  tierna mirada de amor, respeto y reverencia, nos dejó una fuerte sensación de valía, de camino recto, de que el amor, cuando es verdadero,  salva de las atrocidades del mundo, aunque tuviera que ser sacrificado para que la princesa, continúe…  siendo princesa.
        Agradecí mucho a mis primas Suleika y Estelita una invitación que incidió favorablemente en mi desarrollo emocional. ¡Cuánta ola romántica me persiguió por meses en el recuerdo de ese delicado amor! La contemplación y donosura (como llamaba mi abuela la condición que hace del buen mozo tal), la mirada chispeante en el amor que la inocente princesa había despertado en el periodista representado por Gregory Peck, lo habían erigido como el galán soñado por muchas, en el príncipe azul que, según mi abuela y vos mamá, llegaría a nuestras vidas para desposarnos. Claro que tendríamos esa buena suerte, según ustedes, si conservábamos la virtud de la virginidad y desarrollábamos además la habilidad e inteligencia para el buen manejo del hogar. Encontrar un muchacho apuesto y gentil como el galán de la película fue el sueño de muchas. El mío, también. 
   Aparte de ir al cine muy de tanto en tanto, nos entretenían la radio y sus novelas, los libros y las revistas que intercambiábamos entre amigos, sobre todo con mi primo Carlos Romero, que vivía al lado de casa y que fue desde niño un gran lector. Tía Elisa o él mismo llegaban siempre con las últimas revistas, y fue la vitalidad de personajes como Superman, Mandrake, el mago, El Enmascarado Solitario, El Tony, El Pato Donald y el tío Patilludo, el noble cacique Patoruzú junto al porteño, pícaro y vividor playboy  Isidoro Cañones, un permanente acicate a nuestra imaginación de niños, una cantera riquísima de hechos más o menos ejemplarizadores. Otras revistas  como Billiken, Caras y Caretas, las Selecciones del Reader’sDigest, iban y volvían en interminables intercambios y comentarios, en tanto con mis amigas, Marta López Araya, Gloria Gutiérrez, Nidia Luna, y mis primas cordobesas, que eran las más cercanas en la edad y el afecto,  nos prestábamos libros. Los de la colección Billiken con títulos como Mujercitas, El niño poeta, María de Jorge Isaacs, que nos hizo derramar tantas emocionadas lágrimas, Amalia de José Mármol y los de Verne y de Salgari, y otros que comprabas vos, mamá, viajaron no sólo de casa en casa sino entre Córdoba y Cruz del Eje,  acompañados con la firme promesa de devolverlos.
    De esa manera pudimos sobrellevar una adolescencia de  ardientes siestas cruzdelejeñas, imposibles de soportar bajo el sol del verano, los altos dormitorios ofrecían unos grados menos de temperatura mantenida a fuerza de oscurecer los ambientes muy temprano, dejando encerrado el fresco aire mañanero. 
     En aquellas largas horas estaba permitido a cada uno de los menores dedicarse al juego que le apeteciera, siempre y cuando no molestaran con ruidos, mientras los adultos descansaban en el dormitorio, a gusto y placer.  Sueños sagrados eran aquellos, ni un chist se escuchaba, ya que el menor rumor provocaría, con total seguridad, ir a pasar la siesta en el rincón que quedaba en el dormitorio de ustedes, entre el ropero y la mirada de papá, que aunque parecía dormir,  siempre nos sorprendía en el momento  justo, justo  en que pretendíamos escapar.

    Cuando viajábamos a Córdoba, las hijas de mi generosa tía María Ángela nos recibían con visible alegría, a pesar de que arribábamos en una numerosa patota de ocho personas. Nunca supe cómo hacía mi tía para acomodarnos, y si bien algunos de mis hermanos partían a la casa de tía Beatriz o Julio o Sara, todos tan generosos y hospitalarios, la mayoría de las veces se tiraban colchones en la amplia sala de su casa, donde los preparativos para dormir y hacer las compras a la mañana siguiente, nos unían a los chicos, en un estado de alborotada algarabía.
    Los parientes cordobeses solían devolvernos la visita. Para nosotros la llegada de los tíos Méndez López, tanto como la de los tíos Seppi, era un renovado motivo de encuentros y fiestas. Ellos siempre estuvieron a nuestro alcance, y aunque éramos chicos, bien advertíamos el noble intercambio de ideas y hasta ayudas económicas entre los mayores que, según escuchábamos, favorecían al que estaba pasando algún apremio. 
     Por las noches de nuestros tres o cuatro días de estadía se organizaban reuniones en la casa de uno u otro de los tíos y allí íbamos, vestidos con las escasas ropas que vos,  mamá, habías cargado en las valijas para tres mujercitas, tres varones y dos adultos.
      Tío Julio era el super héroe familiar. Alto, robusto, de piel muy morena y manchada por una viruela que lo atacó en su niñez y que por la oportuna aparición de la penicilina no lo llevó a la tumba como a su hermano Aristóbulo un año antes. El tío siempre estaba acompañado de Minerva, su esposa, blanca, elegante, alegre, y siempre abrazándolo, haciéndole caricias en el cuello, en la frente, dando siempre, sobre todo a las sobrinas adolescentes, la imagen de una pareja perfecta. Tal vez por eso, o más bien por sus dotes de orador y su vocación política él convocaba la atención familiar.
     Chicos y grandes gustábamos atender sus comentarios diversos sobre temas tan distintos como porqué vuelan las moscas cuando queremos atraparlas o por qué había que rogar que la tiranía peronista acabara pronto. Demócrata cabal y convencido solíamos escuchar, con embelesada atención, sentados sobre el piso y a su alrededor, las enfáticas lecciones sobre el valor de la verdad, de la justicia, de la libertad, que acompañaba con enfáticos comentarios, cargados de convicción y fuerza ideológica. ¡Era un gran orador!

   “Pero en este país no hay libertad, queridos chicos, acá y hoy somos prisioneros de un tirano que llena de regalos al pueblo a la vez que les nubla los ojos del razonamiento con palabras endulzadas y su simpática sonrisa. No hay que dejarse engañar, chicos, y siempre someter acá -decía tocándose su sien -cada idea, cada propósito que nos transmitan. Hay que ser pensantes, muy razonadores, para no votar engañados. En la Argentina, la única justicia es la que pretende imponernos el peronismo…” Terminaba diciendo enardecido por sus propias palabras. 
   Algunos de ustedes, mamá, también papá, y los tíos se constituían en sus escuchas y hasta lo animaban, con preguntas intencionadas, para que nos dirigiera sus elocuentes enseñanzas. Abuelita Luisa lo contemplaba como si fuera Dios, su mirada se abrillantaba, sin preocuparse en disimular que era, tal vez como único varón, tal vez por sus dotes de orador, su favorito.
    Yo creo que vos, mamá, que manifestabas una gran admiración por tu hermano, disfrutabas en grado sumo el énfasis de sus discursos, pensando, seguro que sí, que muchas de sus lecciones, mucho de su exaltación de la honradez necesaria, de la limpieza de corazón, del valor del trabajo y el esfuerzo, prenderían como buen ejemplo en el alma de tus propios hijos.
   Y ahora, habiendo pasado varios años desde su muerte, en algunos de los primos que lo escuchábamos con concentrada atención, ha quedado el eco de sus enseñanzas que nos han llevado a entender que hay, para la auténtica felicidad,  una humanidad más digna que merece ser vivida, una vida más plena cuyas puertas nos abría con sus palabras sabias el buen tío Julio, tan querido por toda la sobrinada.          
       Lo cierto es que atraídos por tan cálida unión familiar, los viajes a Córdoba fueron una constante en nuestras vidas. Cuando ustedes, papá y vos los disponían, despertaban en nosotros grandes expectativas. En la ciudad nos esperaban reuniones familiares, buenos momentos compartidos en familia y la promesa de salidas al cine donde veríamos películas que se estrenaban mucho antes que en Cruz del Eje. El encuentro con los primos para todas las edades, preferencias y afinidades, producía tal alboroto familiar que, cuando llegaba a su clímax ustedes debían dar la orden de poner en pausa el aceleramiento emocional, tal como se hace ahora, mamá, con los videos, que me parece que no alcanzaste a conocer y tantos otros objetos de consumo actual que dejan de hacer ruido apenas se les aprieta el botón que los silencia.

    El coche motor que nos trasladaba a Córdoba partía a las seis en punto de la mañana. Don Espíndola, que venía a recogernos a las cinco y media, puntualmente estacionaba su taxi en la puerta de casa. En el inmenso baúl de su auto, cargábamos cada uno de los bolsos con las vestimentas y calzados que teníamos reservados para la ocasión, a lo que se sumaban canastas y cajas en las que se habían acomodado alguna torta y pan caseros, un pedazo generoso de jamón crudo y chorizos y aceitunas y miel, cuando no un lechón que papá había degollado entre grandes aspavientos o una gallina a la que vos, mamá, le habías retorcido el cogote.        
   (Así le haría yo a Perón, decías algunas veces en que te tocaba realizar esa faena culinaria, hay que retorcerle el cuello y listo, ¡qué favor le haríamos a la república!). Odiabas al caudillo, a Perón, líder de multitudes, cuyos movimientos diarios ocupaban, junto a los de Evita, gran parte de las noticias radiales).

      Luego, en el cochemotor, iniciada la aventura del viaje a un lugar que nos parecía tan remoto, Córdoba, íbamos encendidos por el entusiasmo, sin poder contener lo que nos andaba sobrando de ansiosa algarabía, a la que vos, mamá intentabas calmar con tus calmados silencio, chicos, nos van a hacer bajar.
       El interior del cochemotor nos fascinaba, sobre todo lo demás, sus grandes y cómodos asientos enfrentados, para dos personas cada uno y donde se ubicaban generalmente vos y papá, y dos de los más chicos, al costado, los cuatro más grandes.  Apenas nos ubicábamos pasábamos a desplegar una cómoda mesa, donde vos ponías algunas galletas o sándwiches para entretener el viaje.  Entre el trac trac trac del tren que se desplazaba por las vías y algunos silbatos estrepitosos que marcaban la advertencia de su  paso por las zonas urbanas, crecía nuestra ansiedad por llegar a algunos lugares de las sierras que iban marcando hitos en el camino. ¡Cada vez estábamos más cerca!  La Falda nos sorprendía con su iglesia visible a la distancia por su porte colorido y para nuestros ojos, monumental. Pero lo que más nos emocionaba, por lo menos a mí, era entrar a la zona del lago San Roque, ver y sentir la cercanía del agua y traspasar los oscuros túneles. ¿Cómo los construyeron papá?, ¿cómo pudieron ahuecar la montaña sin que se viniera abajo? Las preguntas arreciaban y papá, paciente, respondía. ¡Cuánto sabía y qué bien lo explicaba! Él también era un gran maestro, como vos mamá, que lo mirabas admirada.
     Pero los viajes que más nos gustaban eran los que hacíamos, muy de tanto en tanto, ¿dos o tres en nuestra vida?, en tren y en camarote. ¡Qué lujo para una familia tan numerosa! Papá había solicitado, a su tiempo, dos o más  de esos cómodos espacios con camas y hasta orinadores y mesas y algunos asientos empotrados… y entonces, ¡éramos tan inocentes e inexpertos!,  nos ganaba una sensación de poderío ilimitado.
      Sin embargo, ahora vuelvo a sentirlo, lo que más nos alegraba era el viaje de regreso. Habíamos conocido San Juan o Mendoza pero nada igual que escuchar el ulular estridente de las bocinas del tren al traspasar  las calles de Cruz del Eje, divisar el gran cartel que anuncia el lugar de entrada a la estación y luego llegar, exaltados a casa. Y vos, mamá, siempre enseñándonos a agradecer: Den gracias a Dios, chicos, a Dios por permitirnos regresar después de un hermoso viaje; agradezcan a la vida…y a su padre, que nos ha regalado este paseo, concluías tu repetida recomendación.     
     Es que papá también era, como el presidente  que vos tanto odiabas, un caudillo  y vos estabas ciega con él, eras tan adicta a su autoritario partido doméstico que todo lo que disponía te parecía merecedor de elogios y de obediencia. Papá era el gran jefe dentro de los límites de nuestro hogar cuyo ordenamiento atornillaba sin gritos y sin más ruidos que la promesa de hacernos vibrar las carnes con el chasquido de sus cintazos que, de tanto en tanto, amenazaba descargar a causa de alguna falta grave, si bien y según recuerdo, salvo algunas históricas palizas que les propinó a Alberto por boca sucia y a Roberto por puro revanchismo de varón burlado, no hubo realmente muchos golpes de esa naturaleza en nuestro hogar.


  Aclararé eso de “varón burlado”. Fue ante una de las repetidas travesuras de Robertito, no recuerdo bien cuál fue la culpa, tal vez una escapada, una desobediencia, alguna mala contestación, lo cierto es que papá empezó a perseguirlo cinturón en mano por el patio.  La velocidad de las piernas de mi hermanito pusieron muy pronto a papá fuera de sus propósitos. Vos, desde la galería le pedías que se calmara, te va a hacer mal, Abraham, le decías percibiendo el desorden de su agitación. Papá, al fin desistió, se sentó en una silla que vos le pusiste cerca y desde allí, entrecortadamente y sintiéndose agitado y humillado, amenazó al atrevido: 
    -Ya vas a ver, la próxima vez te alcanzo y te doy el doble.

     A mí, que hasta mis diez años era la única mujercita que había en el hogar y por eso  muy mimada por él, nunca me tocaron sus bofetadas, según me dicta mi memoria, ni aquella cruel penitencia de los azotes con la que se pagaban las culpas, nunca llegó hasta mis nalgas a pesar de las tantas circunstancias en que lo merecí.
    Sin embargo, hubo un día en que estuve muy cerca del castigo por una falta que no cometí, pero que las apariencias se complotaron para mostrarla a los ojos de papá, como un pecado capital.

    Faltaban pocos días para que se realizara en el Tenis Club una gran velada de patinaje. Yo era una de las muchas chicas participantes y debía exhibir, ante un público numeroso formado por familiares y amigos, lo aprendido bajo la dirección del profesor Tomás.
     Él era un joven que viajaba desde Córdoba para instruirnos sobre el difícil arte de desplazarse volando sobre patines. Para mí se cumplía un sueño repetido. Las piruetas que había expuesto y nos quería enseñar el profesor, las volteretas en el aire y las arqueadas figuras no sólo perseguían mi imaginación agigantada desde que asistí a un espectáculo de patines sobre ruedas en la ciudad capital, sino continuaban desafiándome en mis sueños. Dormida, sentía que tenía alas y una sensación de liviandad celestial transportándome por las nubes. Soñaba ser una de esas patinadoras gráciles y livianas que se elevan sobre el suelo, dan decenas de vueltas en el aire y continúan andando sin perder el equilibrio ni el ritmo musical. 
        Pero la realidad de la pista me mostraba las dificultades de ese arte. Al levantar una pierna para dibujar en el aire la figura de la paloma, el cuerpo se rebelaba con pesadez y fue necesario que me impusiera mucha disciplina, una inclaudicable fuerza de voluntad para ir ganando desenvoltura y gracia. Así, con una práctica casi diaria, logré figuras difíciles mientras apretaba el acelerador de mis patines y doblegaba mis propias dificultades hasta que, ¡por fin!, Tomás consideró la posibilidad de dejarme participar en la fiesta final.
    Un día de ensayos, un muchacho mayor del que no recuerdo ni el nombre ni la cara, me pidió que lo acompañara en el intento de hacer unas pruebas de a dos, mucho más difíciles. Si lo logramos podemos llevarlas al espectáculo, me entusiasmó.
    Su seguridad me contagió y al salir a la pista tras su impulso me deslicé a una velocidad increíble y descontrolada. Era una sensación nueva, maravillosa. Tomábamos las curvas sin amainar entre sonoras y nerviosas carcajadas hasta que, de pronto, y sin saber por qué, mi compañero cayó y me fui sobre él al suelo. Supongo que formábamos una figura ridícula  que nada tenía que ver con las artísticas que, por mi parte, había logrado alcanzar y así debió parecerle a mi padre que, tal vez con la intención de buscarme  para ir a casa, se había apostado en una esquina, muy cerca del rincón adonde fuimos a caer.
      Al encontrarme con sus ojos endurecidos y severos, un fuerte temblor se apoderó de mí. Me separé del asombrado compañero de patinaje con un gesto brusco y un dejame, yo sé levantarme sola que él no habrá podido entender y volé a buscar mis zapatos. El te vas ya a casa con que se despidió mi padre dando media vuelta y retirándose con premura, martilleaba en mi mente adelantándome que, aquella vez ni vos, mamá, ni mis ruegos al Corazón de Jesús, me salvarían de su duro castigo.
    Sin embargo, ahora ya puedo contar el cuento, diré que lo encontré conversando con vos animadamente, que no pareció dispuesto a levantarse del cómodo sillón donde se encontraba, ni tampoco, (y eso sí me dolió), a dirigirme ni una piadosa mirada que aliviara la sensación de que había cometido un grave pecado. Yo tenía necesidad de explicarle que había sido, solamente, un inoportuno accidente.  

        Como ves y según lo que recuerdo, madre, mi adolescencia llegó haciendo mucho ruido, con fuertes remezones, como si en mi interior tuviera pesados muebles y alguien estuviera cambiándolos de lugar. Eran sonidos internos que se incrementaron con el ingreso a la escuela secundaria.  La  elegida, la que me recibió previo examen de ingreso, fue la Normal. Era inmensa. Levantaba un edificio monumental de dos plantas rodeado de grandes patios, galerías y un amplio parque. ¿Habría otra que le ganara en tamaño y majestuosidad en el país? Después supe que con igual plano y la misma distribución se diseminaron a lo largo y ancho de la Argentina. Méritos que debíamos  reconocer al gobierno de Perón.
    Recordarás, mamá, que para ingresar a la escuela secundaria, rendíamos examen  para asegurarnos un lugar, y que aparte de las lecciones que vos me dabas y tomabas como la tan difícil conjugación verbal, hubo que echar mano a la ayuda de la Señorita Elena, maestra especialista en el tema. ¡Y qué brava era! Brava y enérgica. A pesar de su fortaleza y de sus cuarenta años a nosotros nos parecía una viejecita muy cercana a la definitiva expiración.
   Lo cierto es que rendí el ingreso con buenas notas y que en la gran Escuela Normal de Cruz del Eje me hice maestra  a los diecisiete años después de haber vivido momentos de gran alegría y extremos duelos en el transcurso de mis estudios secundarios.
   ¿Te resumiré lo de las alegrías mezcladas con las dulces sensaciones del crecimiento o sólo las enumeraré para abreviar esta larga carta? Me decido por hacer un recuento detallado y vivencial. Deseo volver a sentir lo que viví, tan bueno y tan profundo,  y deseo también, mamá, que vos lo sientas, que te pongas en mi lugar porque, creeme, aunque me preguntabas a mi regreso de la escuela y parecías interesarte en la respuesta al ¿cómo te fue? con que me recibías, muy pronto, algo desviaba tu atención, apartándote. Ahora que lo pienso, me parece que aquélla fue la razón por la que fui perdiendo los deseos de contarte otras experiencias que fueron modelando una etapa tan significativa.
     Mi memoria se siente atrapada por las vivencias, ¡tan sobrecogedoras! de los primeros días de clase. Recuerdo que me sorprendió  la novedad de que la escuela era mixta, si bien los varones tomaban su recreo en un patio aledaño al de las niñas, una medida sobre la que nunca discutimos con mis compañeras. ¡Nos parecía tan natural! Sin embargo, ¡qué absurdo se ve desde las costumbres actuales! Los mayores eran muy prejuiciosos y desconfiados. ¿No hubiera sido mucho más inteligente preparar a las niñas con las verdades de la vida que, cuando son bien dictadas enseñan, alertan y sobre todo despiertan amor a la existencia propia y ajena y respeto por el propio cuerpo? ¡Qué error! ¿Acaso no compartíamos por horas las clases en las mismas aulas con nuestros compañeros?
     En el recreo estábamos todos, de primer a quinto año, las niñas por acá y los varones a una distancia prudencial, enviándonos mensajes con la mirada y los gestos, sistema de comunicación que hoy, mamá ha sido sustituido por nombres que, imagino, te parecerán muy extraños: el chat, facebook, Messenger, email, whatsApp… ¡Cuántos medios para reemplazar la elocuencia de las miradas y sonrisas que hace más de sesenta años nos prodigábamos con el sexo o sexo  opuesto!                                                           
       En mi adolescencia yo vivía muy alborotada, enamorada del amor, hasta en sueños. Entre los muchachos que cruzaban alineados  para entrar a sus aulas del segundo piso, hubo uno que demoró, al pasar,  su mirada en mí y hasta se dio vuelta sin dejar de observarme. Yo necesitaba poco para conmocionarme y el interés que demostró volviéndose para sonreírme me sobresaltó y puso en un loco estado de agitación mi corazón todavía indefenso. Nunca lo conociste y, ¡era muy buen mozo! 
   Por mucho tiempo, diría que a lo largo de meses, la ilusión de encontrarme con sus ojos me llevaba puntualmente a la escuela y a los recreos. Nos mirábamos, simplemente, ¡y nos decíamos tanto! A veces, sentada en las arcadas de las largas galerías, podía levantar mis ojos para encontrarme con los de él, que fiel a la cita, tramitaba el encuentro sin palabras desde su aula del segundo piso, pasando un examen visual por el patio, buscándome, hasta que, al dar conmigo, dejaba caer su mirada y la aquietaba, largo rato suspendida en el aire que nos separaba.
    Por nada del mundo hubiera faltado a ese encuentro diario, que, además de poner la mejor nota a nuestra puntualidad, reforzaba mi autoestima, me transmitía confianza, fuerzas, impulso para ser lo mejor que podía ser en nombre del amor. ¿Sentiría él una idéntica emoción? Nunca lo supe, nunca pudimos decírnoslo porque nunca llegamos a sostener un diálogo que superara uno o dos cortos párrafos, como te contaré más adelante.
    Desde la distancia de los años, madre, aprecio la lentitud con que caminaban las horas, los días y hasta los meses en tiempos de mi adolescencia. Era como un tiempo amodorrado, sin apuro, sin prisa y así, demorado en esa laxitud, fue como llegó septiembre con sus fiestas primaverales y estudiantiles propiciando que Julio, (ése era y espero siga siendo el nombre de mi primer amor platónico), se me aproximara.

    Fue en el Club Independiente donde festejábamos el día del estudiante en que se dio la ocasión propicia. Vos, mamá, terciaste ante papá para que me dejara ir con mis amigas que pasarían en grueso pelotón a buscarme: Gloria, Bety, Yeyé, Buby, Belky, Olga y las tres Beba que había en el curso vendrían desde sus casas, tan cercanas unas de las otras y nos concentraríamos en la plaza Armesto, a pasos de la nuestra. Parecía un complot, y lo era, porque hasta el Negro, alumno de segundo año, se comprometió diciendo yo estaré cerca, yo la cuido. Déjenla ir. ¿Cuidarme? ¡Y yo que me sentía tan señorita!  Papá solamente dijo que era muy nena para ir a un lugar donde, seguramente, nos rondarían los muchachos como la mosca a la miel, pero si tu madre te deja ella sabe, aunque después no me vengan con problemas, María Luisa, sos vos la que le estás dando permiso,  dijo dando por terminada una conversación que volvía a punto cero el pedido de su conformidad.
    Sin embargo, logrado un permiso a media voz, todo fue exaltación y disfrute desde el primer momento y aún antes, en la previa que teníamos en esos tiempos. ¡Cuánta alegría pusimos en los preparativos, en las elecciones de este u otro manjar que llevaríamos al tan esperado picnic! Un contentamiento que se nos escapaba en cada gesto y movimiento. ¿Vos prepararás milanesas? Bueno, yo llevaré tres picadillos de carne Swif,  yo, unos  sándwiches para tres- decía Gloria, y yo algunas bebidas aportaban Tití, Coto y Bety.
     Ya en el gigantesco Club Independiente, nuestro alborozado curso desplazó platos, vasos y viandas sobre una mesa ubicada bajo una frondosa morera, muy cerca de las escaleras que llevaban a dos inmensas piletas de natación.
     Me ubiqué al lado de las escaleras con gran expectativa. ¿Habría llegado él? ¿Lo vería? ¿Podríamos hablar?
     Un rato después apareció en la parte alta. Al verlo  y como él ya se venía acercando, me paré de un salto, dejé el sándwich que me aprestaba a mordisquear y sin mirar para atrás donde mis amigas estarían cuchicheando, esperé que bajara hacia mí. 
    Entonces sobrevino la primera y gran desilusión. No te lo había contado, ¿verdad? La voz con la que respondió a mi hola, ¿cómo te va?, me sonó como la de una flauta desafinada, rota. La voz, mamá, le salía a aquel muchacho corpulento y de apariencia tan viril, como soplada en un instrumento de tono tan débil y afeminado que molestó mis oídos e hizo añicos mi ilusión. Sentí entonces mi primer fiasco amoroso. No pude disimular el impacto y, decepcionada, apenas oculté en unas cortas frases convencionales mi desencanto y malestar.
    Supongo que Julio debió de notarlo, seguramente presintió el frío en mis respuestas, que también se quebraban y que quedaron suspendidas en un silencio molesto. Nuestra incipiente comunicación naufragó apenas puesta a andar y así quedé yo, sola en medio de tanto bullicio cuando con un pretexto cualquiera Julio se alejó; así habrá quedado él, pienso ahora, pobre muchacho, habrá quedado ya sin esperanzas de volver a repetir a partir del día de regreso a clases, la bonita aventura de los ojos que se buscan haciéndose promesas.
     Tal vez te preguntes si ese episodio me causó dolor, tal vez quieras saber cuál fue la medida de esa primera desilusión. ¿Querés que te diga la verdad, madre?  Creo que por unos días anduve emocionalmente desorientada, hasta diría, triste. Pero fue por unos días, nada más. ¿Será porque en esa maravillosa edad sólo interesa llegar al después, a ese horizonte tan lejano aún, donde está la mayoría de edad? ¿O será porque muy rápidamente me encontré con otros ojos?
       Lo que rememoro es la imagen desconcertada de Gloria, que, habiendo sido testigo de la frustrada escena de aquel desencuentro, se acercó con cariñosa preocupación para consolarme. Así sellamos una sólida relación de amistad que dura hasta hoy.
   ¡Qué importante fue, para ambas, sentir la lealtad de la otra! Tanto ella, como Martha soportaron por varios días mis largas peroratas sobre esa primera desilusión,  hasta que logré disipar el disgusto.
    Ahora, mamá, en que el recuerdo ha venido a deslizarse en el presente de mi memoria pienso que ni vos ni papá advirtieron cuánto cambié a partir de aquel picnic. Hoy, observando los hechos en la panorámica de mi pizarra mental y emocional, pienso que ustedes, tan amantes padres los dos, estuvieron, sin embargo, lejos de enterarse de sucesos internos que hubieran podido causarme una  frustración. Pero, tranquila, aquél no fue nada más que un raspón, una de esas heridas superficiales que se dan tal vez para que el adentro, donde anida lo que realmente forma nuestro carácter, se vaya haciendo un poquito más fuerte, más resistente a los desengaños que vendrían después.

    Ahora, con los años que me han vuelto observadora y más reflexiva, pienso en el peligro que corríamos las mujeres de mi tiempo: enamorarnos o sentirnos enamoradas de alguien apenas conocido, juzgando por la apariencia física, por el garbo y hasta por la familia y por la casa y por el auto que se tiene y por lo que se muestra y otros etcéteras. 
     Ustedes, vos mamá y la abuela, sin embargo, se guiaban, como te escuché aconsejar, se dejaban ganar por ciertos vanos valores (ojo, lo digo desde mi presente maduro) como es la potencial herencia, según la riqueza o pobreza de sus padres y un sin fin de ponderaciones que no debieron haber sido, nunca, la medida para juzgar al muchacho que se acercara. 
         Ahora, más atenta a analizar y deducir, creo que ese equívoco fue, en nuestras épocas juveniles, ¡y cuánto peor en las tuyas!,  la razón por la cual muchas ilusiones se transformaron en fracasos; muchas pasiones, en desamor y hasta desprecio; muchos matrimonios, en una pesadilla de odios y malentendidos hasta que la muerte los separó. 
       Las costumbres y pruritos de la época, ¡condicionados por las miradas y chimentos ajenos!, ocultaron amargas relaciones matrimoniales que perduraron, sin cura y sin remedio, sólo para cumplir con un dogma social. 
      ¿Estas palabras te hacen fruncir el seño, mamá? Bueno, creo que, aplicadas a tu matrimonio, se truecan en ponderaciones positivas: vos, madre, fuiste muy sensata, supiste mantener  a salvo tu relación valiéndote no sólo de perdones sino de justificaciones auténticamente sentidas. ¡Vos lo hacías de puro corazón!  Siempre pensé que fue tu imponderable amor y tu capacidad para tolerar y ocultar en el silencio situaciones olvidables, lo que mantuvo, para suerte de la familia, tu matrimonio en pie. Ahora, lo agradezco, eso fue muy bueno para tus hijos. Gracias, mamá.
     Sin embargo no hay circunstancia que no se transforme en consecuencia. Creo que en mí, aquel desencuentro  con el muchacho de quinto año provocó una reacción en la que reparo mientras estoy escribiendo. Mi mirada, mamá, que sin querer y hasta por costumbre se subía hasta el primer piso de la escuela buscando su presencia, fue bajando poco a poco, y aunque me encontré con otras en el camino, empecé a poner más atención en los libros, en donde vos y papá, insistían, estaba la obligación de mi edad, mi suerte futura y hasta mi destino.
   Y tal vez fue por eso que me transformé en una buena alumna. ¿La mejor del curso? No, siempre estuve en el segundo o tercer puesto, siempre me faltaba una nota, un  detalle de terminación, una puntada de remate, un pulido.  Me gustaba estudiar, sí, pero no llegaba a gobernar, aún, la disciplina que perfecciona a los que logran cumplir grandes proyectos.
     Recuerdo que los amplios veredones que separaban los rectángulos de tierra de nuestro patio se transformaron, sobre todo en los días cálidos, en mi lugar habitual de estudio. Transitándolos en idas y vueltas interminables iba repitiendo lecciones parceladas, (como había sido la geometría de nuestro jardín), en oraciones breves, luego en párrafos, hasta que en un fino rastrillado, repetía la lección señalada y cortada por los profesores en cualquier punto que a veces nos dejaba sin saber las conclusiones o el final de una historia.
     Es que la enseñanza de aquellos tiempos, tan ponderada por los que se quedaron prendidos del pasado, era muy memorística y la mayoría de los profesores nos exigían las lecciones de un “desde” a un “hasta”, valorando, ¡vaya pedagogía!, el esfuerzo y atención puestos en recordar.   Demasiado pedir a la memoria lo que se debería pedir al razonamiento; demasiado pedir al docente clases dinámicas para alumnos inmóviles. Salvo, ¿cómo voy a olvidarlos? aquellos educadores intuitivos que empleaban una metodología que recién en estos tiempos empieza a aplicarse: la actividad del alumno como centro. 
    Sin embargo, en este largo recorrido que hace la vida, puedo afirmar que la educación no ha llegado a su punto ideal, no ha logrado que los alumnos actúen realmente motivados, que quieran aprender y que no lo hagan por la nota, ni por el profesor sino por sí mismos, convencidos de que cada palabra, cada lección deja profundas huellas en su cerebro para facilitarles nuevos y crecidos aprendizajes.

    Los años siguientes de mi secundario fueron acumulando momentos inolvidables, travesuras de las que participaba dejando aflorar la niñez inacabada, aunque a veces y muy de tanto en tanto se preanunciaba la jovencita que llegaría a ser. ¿Contaré los episodios de que fui protagonista y que provocaron más de un llamado de atención de la señora Clotilde de Schulz, la adusta, severa y respetada directora de la escuela? Nunca llegaron a ser tan graves como para llamarlos a ustedes, mis padres, a que comparecieran en la dirección. Ustedes, mamá, ni se enteraban y distraídos como estaban con la crianza de los menores, apenas repararon en las heridas que mi propia autoestima debió ir sanando, sin aspavientos, para seguir creciendo en estado de buena salud.
     Un día de esos, el recuerdo se me acaba de presentar, el Negro me obligó a contar, en pleno almuerzo, lo que había comenzado con una indiscreta pregunta: ¿Por qué andabas corriendo por el patio con tres o cuatro compañeras que te perseguían y con tantos gritos y alharaca que llamó la atención de los que estábamos en clase? Recuerdo que papá dejó de masticar y me miró interrogativamente. Entonces tuve que ampliar detalles sobre el incidente. La profesora de botánica se había atrasado. Teníamos que llevar ejemplos de la savia de las plantas y  una de mis compañeras andaba con una hoja pegajosa que nos pasó a varias desprevenidas por la cara. No saben cómo picaba. Le quité la rama y repetí la gracia manchando a otras que empezaron a perseguirme con intención de golpearme… ¿Y?, preguntó papá. El asunto es que corrí al patio entre gritos amenazantes, di unas volteretas sintiendo que estaban a punto de alcanzarme y cansada de correr volví a buscar refugio en el curso donde… donde estaba dando un sermón la mismísima señora de Schulz.  Paralizada, no supe responderle cuando me increpó: pero, señorita, ¿qué está haciendo? ¿Dónde cree que está?,  ¿cómo entra en ese estado al curso? Mis perseguidoras se incorporaron después del reto, ya advertidas y haciéndose  las modositas.
     Eso fue todo, papá. Ya ven, ni siquiera me amonestó, terminé, mientras le hacía un gesto burlón y grosero por debajo de la mesa,  a mi hermano. 
                                                   
     Fue en cuarto año cuando lo conocí. Fue a los dieciséis años cuando me habló por primera vez; fue bailando muy juntos, mi rostro apoyado en la tibieza del suyo, sintiendo la suave presión de sus dedos en mi espalda y un dulce escozor andándome el cuerpo, cuando me di cuenta de que en su piel cabía la mía, que ambas se daban calor, que su olor me resultaba extrañamente familiar, que era el hombre tantas veces soñado.
     ¿Estás tratando de adivinar quién era? Vos mamá, que permaneciste ignorante de mis primeros y ya lejanos escarceos amorosos, esta vez fuiste la primera en enterarte de mi estado emocional. 
     Al regresar a eso de las doce y media de la noche a casa con Perla, la prima que había llegado de Buenos Aires a visitarnos y que provocó la reunión, me llamaste a tu habitación para preguntarme cómo me había ido. ¡Me llega tan fresco el recuerdo! Papá dormía acompañando su sueño con suaves ronquidos y Perla se había dirigido a la habitación que compartíamos así que, bajando la voz te fui contando lo sucedido.
     Conocí a un muchacho hermoso, te dije, se llama Rubén, ha vivido acá  pero ahora su familia está en Córdoba. Estudia ingeniería, tiene diecinueve años, me sacó a bailar prefiriéndome a Perla que es tan bonita y que, no sabés, mamá, cómo se disputaban los muchachos el  bailar con ella. 
    -¿Me decís que vive en Córdoba? ¿Y tiene familia acá?, ¿la conocemos? 
    -Yo no, te respondí, pero sé que viene a la casa de su abuelo que se llama Juan Fernández Santiago y vive en una casa muy linda, la única de dos plantas que hay acá, mamá, y,  además, que es un hombre muy rico…
    -¡Ah!, ya sé - me respondiste meditativa. -Sí, es muy nombrado, y claro que es muy rico. Se solía pasear por las calles en su auto Ford, uno de los únicos que había en el pueblo y levantaba una gran polvareda, porque las calles todavía no estaban asfaltadas.
  -El que más sabe de él es tu padre, preguntale a él…- Me dijiste con evidente intención, pero enseguida, como si te hubieras arrepentido de hablar cortaste tu comentario y me alentaste a seguir contándote. 
     -Me gustó desde que lo vi entrar, mamá. Estábamos en la casa de Martha. Su mamá, a pesar de que vive vigilándola, esa vez la dejó invitar a todos los amigos a su fiesta. Cuando Rubén entró el ambiente se llenó de suspiros. Ay, mamá, ¡es que es muy lindo! Además, apenas lo vi reconocí al buen mozo que pasó entre las filas de alumnos en el desfile del 9 de julio. Tal vez en ese momento yo y muchas de mis compañeras, estoy segura, quedamos embelesadas por su apostura…y el uniforme de la escuela militar con una gran capa… ¡le quedaba tan bien!
     -¿Llegó con uniforme a la casa de Martha?- me preguntaste un tanto desconcertada.
   -No, no, pero con uniforme o sin él es realmente un budín. Después nos presentaron. Él me sacó a bailar a mí. Cando Martha, lo llamó para presentarle a Perla, la bella homenajeada, él, dirigiéndose a mí, dijo: a ella tampoco la conozco e inmediatamente me pidió que bailara con él. ¡Y fue tan emocionante! 
     Todo esto te lo confié en un discurso de atropelladas palabras porque quería contarte todo de una vez.
    -Parece que el vestido que te trajo tu padre te ha dado suerte, ¿no? -me dijiste acariciándome el brazo que había apoyado en tu almohada.
    El vestido marrón, ¡oh, sí! ¡Era tan bonito y sentador! Papá lo había traído hacía un año de Chile pero por un error de cálculo quedó reservado hasta que yo creciera.
    -El vestido, sí, me queda muy bien, balbuceé-. Vos fuiste la primera en compartir mi juvenil alegría y en tratar de calmar mi indisimulada excitación. Andá a dormir, me dijiste, y dormí tranquila.
    Lo que nunca supiste es que en aquella noche, que hoy recuerdo muy bien, el insomnio me hizo dar mil y una vueltas en la cama y mi cuerpo y mi cabeza eran movidos por intermitentes sacudimientos. No podía despegarme de  la grata y perturbadora  imagen que  me perseguía, manteniéndome alerta durante aquella larga noche.

   Desde ese momento, supe lo que es levantarse alegre,  compartir confidencias con Perla, revivir cada instante de lo vivido con Martha y Gloria, en un estado de sana, estimulante  excitación. Era como si sólo pensar en él me hiciera sentir segura y feliz, como si me barriera los malos humores, los miedos, los malos presentimientos y me dejara nuevecita en el palpitar y sentir. Era el recuerdo de Rubén al que, en un mes o más no volví a ver, porque al día siguiente regresó a Córdoba. 
     Córdoba, ¡tan distante, a sólo 150 kilómetros! Martha acercaba esa distancia. Era estudiante en la universidad y volvía a Cruz del Eje cada fin de semana. Entonces comentaba pícaramente: mi primo Rubén, al que tan poco veía antes, ahora se me aparece a cada rato con una pregunta sospechosa: Martha, ¿qué noticias tenés de Cruz del Eje? 
     ¡Qué etapa feliz estaba viviendo!, mamá, sin embargo, sin embargo…


     Es la palabra presentimiento la que me lleva a recordar episodios que  entremezclaban en una agridulce combinación, el sentimiento del amor que recién nacía, con muy turbios, dolorosos avisos familiares. 
    Papá, que apenas había cumplido cuarenta y seis años, una noche llegó a casa con una extraña agitación.  El médico, que acudió a nuestro llamado, diagnosticó: ha tenido un pre infarto, su corazón está muy dañado. Tal vez la razón estaba en su vida acelerada, tal vez en su desaprensiva alimentación a la que nunca ponía límites, o tal vez en la total ignorancia sobre los daños que le producían sus desarreglos emocionales. Fuera como fuera se produjo lo irreparable.  La enfermedad de papá, que vos sufriste intensamente, produjo un inesperado cambio en nuestras vidas. No fueron solamente los viajes de ustedes a Córdoba, sus ausencias periódicas, los gastos extras, lo que acrecentó el clima de nerviosismo sino la necesidad de cuidar el tono de la voz y disimular cualquier eventual discusión familiar. Nada debía alterar  la tranquilidad que papá necesitaba.  Entonces, la tensión se acumulaba y, cuando él no estaba, la familia estallaba en palabras hirientes, en discusiones y  cuestionamientos, que, como sin querer y por pura ignorancia del daño que nos infligíamos, se hicieron habituales.
     Vos, con tu acostumbrada prudencia, silenciabas al que dirigiéndose a uno u otro, parecía aliviarse dejando escapar palabras culposas y reproches mutuos.
     A veces las culpas se repartían mal y eran injustas, por lo menos así me pareció cuando el Negro, sintiendo tal vez que yo permanecía callada y con cara de  “no hice nada malo”, me hirió con un comentario socarrón y hasta debo decir, tonto: ese nuevo pretendiente que vos tenés, hermanita… (ante mi gesto sorprendido e interrogante continuó), sí, sí, no te hagás la inocente, bien sabemos que la madre de Rubén fue una novia que papá quiso mucho en su juventud, y justo, justo aparece en tu vida el hijo, eso es lo que debe haberlo afectado mucho, ¿no te parece?
     Mi hermano no me respondió al ¿y?, que repetí varias veces sobrecargando la interrogación: ¿y?, ¿y con eso qué?  Yo, ¿qué culpa tengo? ¿Sos tonto, vos?     

         En tanto, papá languidecía. Perdida su voluntad de trabajar, de licencia en el ferrocarril y derivada la atención de sus quintas a mis hermanos, sólo quería estar sentado, y paseando su mirada distraída por el jardín o fijándola en un punto indescifrable del cielo infinito. Apenas respondía a tus desesperados esfuerzos por entretenerlo con temas de interés, con lo que habías escuchado en la radio, con lo que premeditadamente elegías como una grata novedad. ¡Cuánto hiciste por él, mamá! Por su tranquilidad, por su salud, por su recuperación. 
      En esas malas horas y en compensación de tantas buenas que pasamos juntos, tus días fueron de total entrega, de inconmensurable paciencia, de inquebrantable tenacidad y afán de seguir educando a seis hijos que, cuando mejor debían comportarse, se habían vuelto unos díscolos insufribles.
    Nunca, como entonces, le llovieron tantas oraciones, tantos ruegos a la imagen del Corazón de Jesús que estaba en mi dormitorio por indicación del sacerdote que, al momento de consagrarlo, determinó que no debía ser testigo de la intimidad de tu matrimonio. Nunca antes habíamos sentido el peso de una orfandad anunciada; nunca nos habíamos sentido tan sin rumbo, tan incapaces de sobrevivir  a una posible desgracia.
      Jamás, como en aquellos últimos meses del 1955, aceleraríamos tanto los pasos de cada mandado, de cada salida para asomarnos a la calle de nuestra casa, la Maipú, donde los vecinos acudirían cuando hubiera ocurrido lo peor. Es que, por desgracia, esperábamos lo peor. El doctor Funes te había prevenido, sin rodeos: en cualquier momento su corazón se detendrá. Debe estar preparada. Y vos, dolorosamente,  nos lo comunicaste. 

    A mediados de septiembre las radios atronaban la noticia: aviones de combate sobrevuelan la ciudad de Córdoba y Cruz del Eje. La rebelión contra el general Perón ha llenado de insurrectos las calles, de pelotones militares los lugares públicos y de aviones el cielo. El ferrocarril de Cruz del Eje, sospechado de transportar soldados a Buenos Aires  es uno de los puntos amenazados por posibles bombardeos, decían las radios que no escuchábamos en casa para no perturbar al enfermo, pero que, con inocente comedimiento, la Negrita Rodríguez, desesperada por el peligro que corría su amado Perón, desparramaba como terrible noticia.
       Fue entonces cuando, ¡imposible mantener a papá en la ignorancia!, la situación hizo crisis y todos, alarmados  por un potencial bombardeo sobre nuestra ciudad,  sentimos  la necesidad de huir.
    -Preparen lo necesario- aconsejó papá-, en menos de una hora nos refugiaremos en la casa de la quinta, allí estaremos seguros.
     Después fue una lenta mudanza trasladándonos con todo aquello que pudiéramos necesitar por unos días. No sabíamos cuántos. Algunos tíos nos siguieron; invitamos también a algunos vecinos, habrá lugar para todos aunque la casa es pequeña pero lleven sólo lo estrictamente necesario, advirtió papá.
    Así fue como por dos noches, las pocas habitaciones con que contábamos se transformaron en una verdadera tienda de campaña.
    Desde allí, a tres kilómetros de la ciudad tratábamos de adivinar qué sucedía en ella. Sin radios ni otro medio de comunicación, sólo nos quedaba mirar el cielo desde donde hipotéticos aviones dirigirían sus bombas al ferrocarril. Al segundo día, seguro que lo recordarás, mamá, llegó tío César en su bicicleta, para avisarnos que el peligro había desaparecido.

     El 25 de noviembre de 1955, el calor era bochornoso. Vos y papá, desde muy temprano, sentados en el living practicaban sus acostumbrados diálogos. En los dormitorios dormían mis hermanos, en tanto yo, puesta la cabeza contra la puerta para aprovechar la luz de un día luminoso, leía. 
    Fue solamente un grito: ¡Abraham! ¡Chicos! Todos corrimos hacia el lugar. Papá, sus ojos de regreso a paisajes sin nombre y sin forma, daba sus últimos estertores, mientras vos, mamá, abriendo con esfuerzo su boca volcabas en ella alguno de los remedios recomendados: coramina, tal vez. Luego corriste hasta el Corazón de Jesús y a coro con los que te seguimos, imploraste, por favor, Dios mío, salvalo, que no se muera, por favor Dios, ¡lo necesitamos!, gritaste, ¡Dios, hacé que viva!   
   De rodillas, de pie, con las manos extendidas y tocando el corazón sangrante de la figura, rogábamos a Dios por una vida que ya se había ido de nuestro lado. Mis hermanitas lloraban sin saber por qué, eran demasiado pequeñas para entender  sobre la muerte y vos, mamá, que siempre estabas atenta a ellas, las abrazaste fuertemente. 
   El Negro había corrido a la iglesia, al doctor, a los vecinos que empezaron a llegar con sus abrazos y musitando  sus consabidas condolencias: lo siento mucho, qué pena, era tan bueno y tan joven. 
     Pronto empezaron a llegar las flores, las lúgubres coronas que nunca como en ese caluroso noviembre nos darían la repetida lección de la fugacidad de la vida.
     Todos juntos alrededor del gran féretro, nosotros, los siete, abrazados, llorábamos. Éramos irremediablemente huérfanos de padre y vos, una viuda desgarrada.
      Cuando papá fue trasladado al cementerio San José en una gran carroza tirada por  caballos negros, las sirenas del ferrocarril, atronaron aquella vez a las seis de la tarde, hiriendo el silencio del lúgubre cortejo. Eran las mismas sirenas que por años nos habían acompañado con su ulular de las seis de la mañana llamando a los ferroviarios a sus puestos de trabajo y señalando el final de la jornada a las dos de la tarde; eran las mismas sirenas de la vida que ahora marcaban el final de aguien que amó, entrañablemente, al ferrocarril.
                                                                                               
          La muerte de papá vació la casa. Sentimos el cruel significado de la palabra orfandad en el paso de los días, en la hondura de su ausencia, en su silla vacía junto a la mesa, en su voz perdida vaya a saber en qué lugar desde el que no nos llegaba, no nos respondía ni respondería por un definitivo nunca más.
    Nuestra vida se puso de patas arriba. ¡Y qué feliz había sido hasta entonces aunque no nos hubiéramos dado cuenta, aunque no la hubiéramos vivido a conciencia! No era solamente, pienso ahora con la interposición de más de medio siglo, el desgarro de la ausencia de papá y el sentimiento de incompletud que a mí y a mi familia nos fue ganando. Eran los aguijones de preguntas que no nos atreveríamos a formular y a las que nadie podría contestar, lo que también nos mortificaba: ¿por qué tenemos que morir? ¿Nadie está seguro acá en la tierra porque de un zarpazo se nos arrebata la vida? ¿Hay derecho a que Dios se meta en nuestras vidas y las haga añicos? 
    Me asombra la claridad que me han dado los años para formularlas hoy con más serenidad. Entonces, cuando tenía dieciséis años y me sentía ya mayor, inquiría en silencio, hablaba confusamente, no tenía claridad sobre lo que me intrigaba y mortificaba.
     Era la muerte, madre, era la muerte que siempre nos sorprende por más que, para la de papá y sin saber qué era en realidad, estábamos avisados. Pero, ¿acaso, saberlo con anticipación nos sirvió para algo?
     Ahora sé y lo tuve más claro después, con otras muertes que me sobrecogieron tanto como la de mi padre, que lo peor de esos días fue perder el sentido de la vida. El sentido, ese profundo significado que no se había incorporado al diccionario de nuestra adolescencia, de la mía, por lo menos. Hasta entonces había sido una entusiasta jovencita, sabía que hay que ir hacia los desafíos de cada día y hacer y construir. Y lo hacía. No sabía lo que es perder el rumbo, las ganas, la razón por la que hay siempre que mirar hacia adelante, proyectar, estudiar y esforzarse. Los motivos que orientan nuestra vida, el puerto hacia el que hay que llegar, se habían evaporado en una neblina. Por cierto es mi ampliada cosmovisión de hoy lo que me permite ver con más claridad y hasta expresarlo. Y protestar también.
    ¿Cómo no apuntar a una costumbre que, por suerte, los años llevaron al olvido como fue la obligación de usar luto? ¡Cuánto para abrumar!  Las mujeres y por un tiempo de un año o más debíamos llevar ropas negras que, pasado un tiempo, aligeraban su pesadez con detalles  grises y luego  blancos hasta que el período oscuro terminaba. ¿Terminaba para quién? ¿No pesaba ya demasiado la pena por la ausencia para que tuviéramos que manifestarla a los vecinos y conocidos?   No,  había que sufrir y mostrarlo a la gente.  Y en ese clima de pesadumbre, llevado al extremo de no poder escuchar música, se daba el rezo del novenario. Los menores- (me atrevo a hablar por todos) no entendíamos demasiado, sólo que deseábamos el final del suplicio. ¿Lo entendían los adultos? Arrodillados, y sin escapatoria posible, repetíamos las largas oraciones que los años habían mecanizado borrándoles su significado original. 
      No acababan allí nuestras tristezas. Con el luto familiar se acabaron los paseos domingueros por la calle San Martín y por un tiempo no volvieron a darse las noches de las charlas con los tíos sentados en un banco de la plaza, ni sus llamados ¡Abraham!, ¡Abraham!… que cruzaban la tapia para saludar, ni  las idas a la quinta.  La ausencia de papá podía palparse a cada momento pero sobre todo en vos, mamá, en tu infinita tristeza.

    El 31 de diciembre del mismo año fue particularmente triste. Habíamos viajado a Córdoba para compartir las fiestas con los Méndez López. Todo era alegría en la reunión en que tíos y primos llegaban con sus regalos y saludos. La mesa de la gran familia estaba tendida en el patio de la casa de tío Julio y era tal la algarabía que nadie parecía recordar que hasta el mes anterior papá era una de las presencias más entusiastas. Alguien dijo como al pasar lástima que no esté Abraham, tan alegre el gordo, pero pronto calló, seguramente para no aventar nuestro dolor, sobre todo el tuyo. Solamente abuela Luisa, sentada en la cabecera seguía tus movimientos con ojos inquietos y entristecidos, sin  pronunciar palabra.
    La mesa abundaba, como siempre, de platos que cada familia había preparado con esmero y los aromas domésticos se mezclaban con las charlas y los comentarios  y con el alborozado juego de los más chicos. ¡Éramos tantos! Cerca de las doce de la noche te vi levantarte y  dirigirte a las habitaciones. Te alcancé cuando ibas a cerrar la puerta y te dejabas ganar por un llanto desgarrado y conmovedor que te arqueaba el cuerpo ya tumbado sobre la cama. Me uní a vos, mamá, te abracé con mucha fuerza y lloramos juntas. Apaciguados los sollozos, nos quedamos  escuchando el bullicio de la vida que nos parecía lejana, en el patio, mientras la habitación se llenaba de oscuridad y silencio, sólo interrumpido, de a ratos, por nuestros suspiros.                             
                                                                                 
    La muerte de papá, ya lo dije, nos cambió la vida. En febrero del año siguiente mi hermano mayor partió a Córdoba para ingresar a la carrera de ingeniería y yo, en quinto año de la Escuela Normal, inicié mis prácticas docentes. Entonces me di cuenta de cómo muda el rostro de cada día, (o mejor decir: me doy cuenta ahora). En los meses que siguieron, tan cercanos a la muerte de papá, descubrí que había en mí una gran vocación por la enseñanza. Y entonces me distraje un tanto del dolor del ausente y me apegué a  nuevas motivaciones.
     Era mi incipiente inclinación intelectual la que afloraba, y a pesar de que no sabía lo que ahora sé, comenzaba seguramente a definirse la razón que le daría sentido a toda mi vida hasta hoy: enseñar, ser docente, para mucho más tarde escribir. Tal vez vos, como me pasó a mí, no lo advertiste porque no recuerdo que habláramos sobre el tema. 
     La preparación de las clases me demandaba horas de investigación y afanosas búsquedas de recursos para motivar a los alumnos de la escuela primaria y mantener su atención. Recuerdo una de esas clases sobre el libro Tabaré de Juan Zorrilla de San Martín. Había podido transmitir mi propio entusiasmo por una obra que me pareció bellísima, había podido contagiar mi admiración a los alumnos de un sexto grado despertando su gusto por la lectura. Fue un pequeño gran éxito que me afirmó en lo que había descubierto. Tan silencioso el mundo interior, mamá, y al mismo tiempo bullente de emociones y sensaciones nuevas.
   Sí, me afirmé en el camino de una vocación que se acentuó más, mucho más, cuando llegué, años después, al profesorado de letras en Córdoba. 
   Las cartas de Rubén, semanales, sencillas, breves y lacónicas se constituyeron en brotes de luz que ponían alegría en un año cargado de mal disimuladas pesadumbres. Sus visitas a Cruz del Eje se demoraban entre treinta o más días, que a mí me parecían eternos. La preparación de clases ponían sus cimbronazos emotivos a un tiempo que se alargaba entre almuerzos silenciosos, conversaciones desteñidas y siempre, siempre tus reconvenciones y consejos.

    Un día de julio, en que conversábamos con Rubén en la puerta de calle, era invierno, vos te asomaste y nos pediste que entráramos, hace mucho frío acá afuera, dijiste. Y ése fue el pasaporte a los besos que, en la vereda, expuestos a las miradas curiosas de los vecinos espiándonos tras las cortinas o persianas, no podíamos prodigarnos. Rubén, no, no, que nos están mirando, contenía yo su varonil impaciencia.
    A los diecisiete años ya era una novia oficial que esperaba las visitas mensuales de su novio en el sillón del living central de la casa; pero en septiembre de ese año me llegó una carta de Rubén y toda la ilusión, inesperadamente,  se desvaneció.

 Córdoba, 23 de noviembre de 1956

Querida Gladys:
                        Hace más de dos meses que no nos vemos y seguramente estarás recriminándome el tiempo que dejo pasar sin ir a visitarte. Eso me lleva a decirte algo que sé te va a causar dolor pero que debe ser dicho.
   He conversado con mi padre largamente sobre nuestra relación y él me ha recomendado- no voy a decir exigido- que hagamos un paréntesis. No creas que es porque no están conformes él y mamá con vos, al contrario, saben que sos una chica excelente y muy bien criada, hija de una gran amigo de mi padre, pero por eso mismo  consideran, y les he dado la razón, que somos muy jóvenes, que yo recién voy a segundo año de ingeniería, que me faltan varios más para poder mantenerme y sostener luego una familia, que los viajes me distraen del estudio y que te estoy comprometiendo, sin poder ofrecerte nada más por ahora.  Ellos (digo ellos porque bien sé que papá me habla sobre lo ya conversado con mamá), opinan que debo distanciar mis visitas, que si de verdad nos amamos como yo creo amarte y sé de vos, la vida nos volverá a juntar.
       He decidido tomar en cuenta estos consejos por lo que te pido que por un tiempo nos consideremos nada más que buenos amigos, ya que amistad es lo único que puedo ofrecerte por ahora.
      Espero no causarte tristeza. Será hasta que el destino nos vuelva a poner en el mismo camino. 
     Te mando un abrazo fraternal. Rubén. 

        Pasaré por alto el relato de los días negros que sumaron a la reciente muerte de papá, el sorpresivo corte de mi primera relación amorosa. En medio de esas neblinas yo me prendía a tu presencia, mamá, que, a pesar de tu duelo te mostrabas activa, fuerte y optimista.
   Con el paso de los años comprendí lo que afirma la sabiduría popular: se educa con el ejemplo. Me acompañaste en mi crisis amorosa tratando de no cargarme con la tuya, tan definitiva, y te fuiste levantando y reemprendiendo las tareas habituales. Eras maestra, pero en aquel noviembre del 56, las clases habían terminado y ahora tenías que ocuparte solamente de tus hijos. 
    ¡Qué buena madre fuiste! Te veo moviéndote en el hogar que nos vio nacer, te veo disponiendo el desayuno al que nunca le faltó el pan amasado en casa, algún dulce casero de  duraznos, higos, naranjas y hasta sandía;  te veo, madre, preocupada por las tareas que unos y otros debíamos realizar, especialmente la de  los exámenes finales.
     El Negro había pasado ese año en Córdoba. La carrera de ingeniería era lo suyo. Nadie más práctico que él para superponer estructuras, proyectar caminos y puentes, modelar viviendas pequeñas en el patio de la casa, levantar una ciudad para borrarla después porque tenía una idea mejor. Indudablemente vos y papá habían contribuido al despertar de su vocación. Fue muy acertado regalarle cuando era niño, un mecano y otro y otro más para que ejercitara las que sin dudas eran sus habilidades y sus dones.
   ¿Y yo? Todavía cursaba el último año del secundario, y aunque prevalecía mi gusto por enseñar, ¡me gustaban materias diversas! La profesora de matemáticas, por ejemplo, nos daba teoremas y yo buscaba demostrarlos por otro camino, siguiendo mi intuición, y eso, ese atrevimiento… cómo enojaba a la señorita Irma, obediente a los cánones preestablecidos,  encerrada en los moldes aprendidos. ¡Tan dogmática!
     Me gustaba también y mucho la biología. El Dr. Cena, Marcelino era su nombre, mantenía cautiva la atención de los alumnos que admirábamos su saber, describiéndonos la maravillosa concertación de los huesos, descubriéndonos la razón de ser de cada parte del sistema nervioso, o la prodigiosa máquina de la vida, el corazón. ¡Cuán grande, maravillosa me pareció, entonces, la creación de la existencia! ¡Cuánto admiré al Gran Arquitecto que estaría, supongo, en el cielo, generando  vidas, dirigiendo la marcha del universo!
    Había muchas materias que me entusiasmaban, había increíbles campos del conocimiento que me hubiera gustado descubrir y penetrar, sobre todo, la filosofía, que me explicara qué es la vida y qué es la muerte de la que sólo sabía que es oscura e incomprensible, quería estudiar alguna otra materia que me dijera por qué la existencia terrenal de mi joven padre había llegado a su fin.
     Mientras tanto, una importante etapa de nuestra familia finalizaba su ciclo de permanencia en nuestra ciudad natal, en nuestra querida casa de Maipú 652 de Cruz del Eje.








II

Córdoba. Segundo hogar








      -Te está quedando muy linda - me dijo Alberto deteniéndose en la puerta de la habitación que elegí.  Me gustaba la nueva casa en barrio General Paz. Tenía puesta una antigüedad severa en sus puertas altísimas, en sus ventanas y en la amplitud de sus habitaciones. Sus mosaicos denotaban la época de su construcción, decorados por figuras geométricas que iban repitiendo igual diseño en todas las habitaciones, dos dormitorios en la planta baja y dos en la superior, separados por un pequeño hall. La casa, rodeada de altos edificios, era muy espaciosa, pero la luz del sol se mezquinaba en su patio que, aunque de buen tamaño solamente tenía un reducido jardín bordeando sus orillas.
    Mi habitación, que terminábamos de pintar, estaba en el primer piso, era amplia y con una gran ventana que daba a la calle Lima de Barrio General Paz. La ilusión de decorar este nuevo hábitat borró en parte el desgarrón que sufrí al dejar la casa de Cruz del Eje. Creo que nos pasó a todos, ¿verdad, mamá? Nuestro antiguo hogar estaba apegado a nuestras vidas, a cada tramo de la historia que hasta este momento veníamos compartiendo juntos. Yo, particularmente, me sentía inseparable de sus rincones, de su galería y de su jardín gozosamente recorrido y disfrutado. La sentía histórica, eterna. ¿Cómo no habría de ser así si fue la que estrenaron al casarse vos y papá,  la que  fue testigo de  nuestros nacimientos, la que nos vio crecer? ¿Cómo no sufrir dejando la casa que guardaba la voz, los pasos, los cuentos que papá nos contaba y el hermoso amor de ustedes quebrado por la muerte? 
    Abandonarla era, sin embargo, como una obligación del destino. Un cambio necesario.  La casa de la calle Maipú 652 atravesó nuestras vidas, nos acompañó en las etapas de crecimiento, presenció duelos y alegrías, y  ahora había que declararla cosa del pasado. Íbamos a un futuro que nos ofrecía a los seis y a vos, mamá, la posibilidad de cambiar y crecer.  Crecer, madre porque a eso apuntaba este gran cambio  que vos  propiciaste como la buena madre que fuiste.
   Vos, madre, pudiendo quedarte en la comodidad de una casa luminosa, en una ciudad tranquila como era la que nos vio nacer, rodeada  del cariño y el respeto y la consideración de los vecinos que ponderaban de mil maneras tu inteligente guía familiar, pudiendo llevar, en fin, una vida más tranquila y segura, enfrentaste los trajines del gran cambio. Y fue sólo para acompañarnos.

   En Córdoba empezaba una nueva vida que esperábamos fuera más buena. Vos habías utilizado todas las influencias hablando con parientes y amigos para tramitar tu traslado de maestra a la ciudad capital donde tus hijos mayores habían emprendido  estudios universitarios.
   Remodelar la vieja casa recién comprada con lo heredado de papá se constituyó en un gran proyecto que volvió a unirnos a todos. Yo empecé a averiguar sobre las posibles carreras a seguir, ¡había tantas!, y mis hermanos menores fueron inscriptos en las escuelas más próximas a nuestro nuevo domicilio. Cada día nos sorprendía con alguna novedad, estábamos juntos, realizábamos diversas tareas, como pintar las habitaciones, por ejemplo, porque la compra de la casa había terminado con los fondos de seguros de vida y con otros recursos. Había que poner trabajo para compensar los pesos que empezaban a faltar. Mis hermanitas menores, niñitas aún, seguían a uno u otro en sus quehaceres, alcanzando herramientas o tomando la escoba para barrer. En todo, y según tus propósitos educativos, se las dejaba colaborar.
     Pudieron haber sido momentos duros para mí, pero no, diría que fueron de un positivo aprendizaje. Ya no estaba Rosa para hacerse cargo de las tareas domésticas y éramos los hijos mayores quienes debíamos realizarlas. Había que distribuir mejor el tiempo para limpiar cada día los espacios comunes ya que cada grupo se hacía responsable de una habitación compartida, alguien debía cocinar porque vos trabajabas en el turno de la mañana y llegabas pasada la hora del almuerzo.
    Lo repito: para nada pongo en esos días un recuerdo penoso, no, al contrario, pienso con admiración en las maravillosas energías que se tienen en la juventud y cuánto nos ayudábamos entre todos. Vos fuiste al fin trasladada como directora de una escuela primaria, ¡gran responsabilidad!, y yo empecé a asistir a las clases de profesorado para conocer de qué se trataba, dejando alguna tarea adelantada en la cocina para que el Negro, que salía por la tarde, se dedicara a la preparación de guisos diversos, tartas,  bifes a la criolla, recetas fáciles, sencillas y abundantes a las que se animaba y que servía, a las doce y media de la mañana a los que iban a la escuela por la tarde. Nuestra organización familiar estaba bien orquestada.
     Además, ¿cómo no íbamos a disfrutar de nuestra gran familia si teníamos tan cerca a nuestra abuela Luisa y a los queridos tíos y primos? ¡Cómo alentaban, con su sola presencia! Recuerdo que estaban preocupados por ayudar a  resolver algunos temas  a los que les faltaba atención, como eran mis viejos y desteñidos vestidos, (nunca te preocupaste por el tema, mamá,  como te lo vengo repitiendo).

     Cierto día, tía Sara y Beatriz me llevaron a una boutique conocida con el nombre de Fedora. Recuerdo que me vestí con un traje amarillo bordeado de una cinta marrón, confeccionado por una modista de mi pueblo. Era lo mejor que tenía y usaba en combinación con un viejo suéter del mismo color. Estaba bonito, pero… lo malo fue cuando debí desvestirme para probarme lo que me regalarían y tuve que mostrar, ante las escandalizadas miradas de mis tías, los desprolijos agujeros que el mal lavado y el tiempo habían causado, no sólo en mi pullover sino también en la descolorida camiseta.
     Papelones. No obstante, aquellos fueron tiempos buenos. ¿Cómo no habría de sobreponerme al amargor de esos incidentes teniendo tías tan cariñosas y dispuestas a disimularlos? 
     Creo que para ellas tenía un gran valor nuestra vida llena de proyectos, unida para construir  y embarcada  en hacer todo juntos; creo que mis tíos admiraban la crianza solidaria que vos cultivaste, la unión en que mucho pesaba el cuento de las varas de mimbre que no te cansabas de narrarnos una y otra vez. Y aplicar.

     Fue por ese tiempo cuando abuela Luisa se puso más cerca viniendo a vivir a casa. Y a todos, especialmente a vos, mamá, nos alegraba su compañía.  Vivaz, alegre, lectora incansable de La Voz del Interior, Los principios y La Prensa de Buenos Aires nos enteraba de las noticias, resumía los acontecimientos del día y terminaba contándonos orgullosa sobre los logros de alguno de sus luchadores hijos. Sobre todo los del tío Julio. 
     Abuela Luisa era muy orgullosa. Sí. ¿De bienes heredados?, ¿de un apellido ilustre?, ¿de vivir en una casa espléndida? De ninguna manera. Ella, como vos sabés, solía contarnos a los nietos que, si bien disfrutó en su niñez y adolescencia de los privilegios de pertenecer a una familia acomodada, al casarse a los veintisiete años con el amor de su vida, Aristóbulo, los perdió.
     -Tal vez sea porque la vida me dio sus golpes, tal vez porque tuve que luchar mucho, resaltaba, me preocupé porque mis hijos cultivaran lo que ninguna tempestad puede derribar: los valores, la honradez y dignidad, la fuerza interior y el conocimiento. Eso es lo que he querido para ellos.- El lograrlo, quizás, la hacía sentir muy segura de sí. 
         Por aquellos días gobernaba la provincia el doctor Arturo Zanichelli, y Julio, que era un gran orador, participaba en las permanentes reuniones del partido radical. Un día llegó a casa con grandes novedades.
      -A ver, madre, (así la llamaba a la abuela), ¿a que no sabe qué cargo me han ofrecido?- y como hasta los sobrinos opinábamos sobre el lugar que ocuparía según nuestros cortos alcances, prontamente despojó de velos la intriga y nos contó:
   -Asumiré el cargo de Interventor de la CATA. Parece que hay muchos entuertos que deshacer en esa gran compañía de transporte.
     Abuela Luisa fue un brote de orgullosa alegría. Era bien consciente del triunfo de sus luchas en una Córdoba dominada por algunas pocas familias, que no estaban dispuestas a ceder un ápice de los cuantiosos beneficios logrados.
    Sí que era un personaje singular la abuela de una familia de cientos de descendientes. Ella, tal como lo había deseado, un 31 de agosto de 1959 repentinamente apareció muerta. Tenía ochenta y seis años y la última imagen que nos dejó como imborrable recuerdo fue su sonrisa serena y satisfecha. Había cumplido con la tarea que consideró prioritaria en su vida: criar y formar hijos que llegaran a ser dignos y probos en su lugar de acción, Córdoba.         
                                                    
        Fue poco tiempo después de la muerte de la abuela Luisa.
        La calle San Martín de Córdoba, reunía en su intersección con la 9 de Julio a muchos jóvenes que, tal como sucedía en la zona céntrica de cada ciudad, se juntaban a socializar, hábito que el tiempo fue diluyendo. Aquella vez nos había sorprendido la noche distraídas viendo vidrieras, averiguando, comprando y nosotras dos, tomadas del brazo y apuradas, nos abríamos paso  entre la gente. 
       Cuando pasamos por el lugar, algún muchacho te dijo: Adiós, señora, me gustaría hacerla mi suegra, y vos aprovechaste el piropo, que indirectamente me dirigían, para levantar mi alicaído ánimo.
   -¿Viste?- se te ocurrió decirme-. Pronto olvidarás a Rubén, hay muchos hermosos chicos en Córdoba y vos estás muy linda. Estoy segura de que volverás a enamorarte. Ya verás.
    Agradecí tus palabras, mamá, pensando pobre madre, se preocupa tanto por mí, pero si fuera una vidente podría penetrar en mis sentimientos y sabría cuánto recuerdo a mi grande y primer amor, podría seguir mis pensamientos que van siempre hacia él, que recuperan su imagen tan nítida, tan real como si estuviera a mi lado, sabría cuánto encendía mi cuerpo el recuerdo de la sensación de los besos a veces tímidos y poco a poco tan apasionados que me daba en cada visita y sentiría la delicada vibración interna que me producía recordarlo, y a la que me  gustaba volver sólo para que se repitiera en mí la arrobadora sensación de amar y ser amada. Eso pensaba, eso pienso ahora que pensaba.
    -Vos siempre tan distraída- creo que dijiste porque apenas podía conectarme con lo que pasaba en mi entorno. -Vos siempre…- Fue entonces cuando levanté la vista atraída por la suya. ¡La de Rubén, mamá! En ese instante lo vi, la mirada perdida en la calle donde mi aparición debió parecerle milagrosa o fantasmal. Vos debés haber percibido el fuerte temblor que me recorrió, vos, que pronto captaste la presencia que tanto me emocionaba, solamente dijiste: 
     -No se puede creer. Tranquila, hija.
     -Adiós- alcancé a decir casi sin voz. -Adiós, escuché que me respondía él, con los ojos llenos de luz.

      El tranvía que nos llevaba al barrio se deslizaba más lento que nunca y estaba bueno que así fuera. Había que pensar, dejarse conducir por el ruido parejo del transporte sobre los rieles. Era como un viejo y alargado vagón amarillo de paredes de chapa envejecidas y pintadas con mensajes de los pasajeros que pretendían asegurar su entrada en la posteridad grabando su nombre entre tantos otros. Numerosas personas nos apiñábamos, mientras el sonoro trac trac parecía marcar los tramos de un recorrido interminable y un lo amo, lo amo, que repetía el eco de mi interior estremecido.
    Te miré, mamá, estabas cansada pero un muchacho que pareció advertirlo, te cedió su asiento.
    Nos bajamos en la esquina de casa, como siempre, y caminamos la cuadra que nos faltaba para llegar, arrastrando los paquetes y los pesados pies. Mis hermanos nos recibieron curiosos. A ver qué compraron, decían ansiosos mientras ayudaban a desenvolver lo que traíamos, con el mismo interés y entusiasmo que nosotras pusimos para elegir y adquirir telas para las cortinas.
     De pronto sonó el teléfono que unos días antes nos habían instalado tras repetidos reclamos y espera.
     Como movida por un presentimiento corrí a atender mientras mis hermanos opinaban sobre las compras. Emocionada por la premonición musité un tímido hola al que me respondió la voz que secretamente esperaba con un hola tan desvanecido como el mío.
   Fueron pocas palabras: ¿puedo ir a visitarte? Tu tía Ángela me dio el número de tu teléfono, también me dijo que se han mudado a dos cuadras de su casa, pero no sé exactamente adonde. ¿Puedo ir a verte?, insistió con voz más firme.
     Ahora, que rescato la preciosa anécdota tras decenas de años de distancia, me sobresalta la imagen de tu mirada preocupada, observándome. Si recuerdo tan fielmente como quisiera, diré que no te presté atención, que subí apresuradamente a mi habitación pensando en darme un remojón y arreglarme. ¡Quería estar linda, linda de verdad! Y con ese fin dirigí cada movimiento pensando en él, en que vendría, en que tal vez me dijese que se había dado cuenta de que me quería, de que estaba arrepentido de aquella carta que había suspendido nuestro incipiente noviazgo. ¡Esperaba tantas palabras!
     Luego, ¡si la vereda de nuestra nueva casa pudiera hablar!, si hubiera registrado los pasos que dimos yendo y volviendo de esquina a esquina mientras vos, mamá, y tía Ángela, que, sospechosamente había ido a visitarte, sacaban sendas sillas para tomar el aire fresco de la noche, según dijiste como al pasar. Pasos, cientos de metros recorridos en un ir y volver sin fin, las manos juntas, las palmas, los dedos, frotándose y diciéndose las palabras que Rubén, siempre tan callado, apenas alcanzaba a articular. Pero, no interesaba su silencio, el amor estaba allí, entre nosotros, anudándonos y era cuestión solamente, de dejarlo respirar calladamente. Mientras tanto, ustedes, ojos vigilantes, sentaditas en la vereda, tan acaloradas, tan mironas y curiosas en esa noche de febrero.
      Yo, pegada a él, me volvía hacia su lado solamente para contemplar su amado perfil. Me llevaba una cabeza de alto y en su prematura calva que llevó a mis hermanos a bautizarlo con el mote de pelado, brillaban las intermitencias de las luces callejeras ya prendidas en aquel luminoso anochecer. 
    Rubén era mucho más alto que yo. Tenía un bello rostro, una boca carnosa y bien formada, unos ojos de mirar penetrante y profundo y una nariz respingada y pequeña. Y ahora estaba milagrosamente a mi lado, ahora, después de unos meses de voluntario destierro, había regresado. Ahí estaba, caminando conmigo, ya no era parte del sueño repetido noche a noche, podía tocar su mano, sentirla entrelazada a la mía, atender el mensaje que hubiera querido oír de su boca porque él callaba y ¡cuánto nos gusta oír a las mujeres que quien amamos nos diga te amo, te extrañé, quiero verte siempre, siempre!                                                           
                                                                                 
     ¿Amaba a Rubén? ¿Era el torbellino que me inundaba y crecía adentro, el verdadero amor? En ese tiempo ni me lo preguntaba, el sólo pensar que lo vería en algún momento encendía una desconocida exaltación en mí; su presencia me era necesaria, alegraba mis horas, me daba albergue y tibieza. Por él cada uno de mis días y mis actos tenía razón de ser.
     Muchos años después, debiéndole dar clase a mis alumnos de segundo y tercer años sobre el tema del amor, del verdadero, leí muchos libros que trataban de definir ese maravilloso sentimiento. Me quedé con lo que dice Erik Fromm en El arte de amar y les transmití  a los adolescentes las novedosas e irrebatibles ideas de aquel gran pensador. El amor es conocimiento, les decía, el amor se construye, el amor es cuidado y responsabilidad, repetía siguiendo las lecciones del maestro.
    Después lo apliqué a mi matrimonio, empecé a hacerme preguntas: el amor es conocimiento del otro, decía aquel consagrado autor, y yo, que declaraba a viva voz mi amor por él, ¿realmente lo conocía a Rubén cuando decidimos casarnos? El amor es cuidado, ¿nos cuidábamos mutuamente? El amor es respeto y también es responsabilidad. Había muchas cuestiones que, con el paso del tiempo, deberían tamizar la veracidad de los sentimientos. No las conocí antes, nunca me lo pregunté en aquella edad en que me floreció el amor, entre los dieciséis hasta los veintidós años y que duró mientras la vida nos mantuvo juntos. 
     Nadie, ni vos, mamá, ni las profesoras del secundario me habían hablado del tema. ¿Lo amás de verdad?, podrías haberme cuestionado alguna vez, pero no, nunca lo hiciste, nunca me llevaste a razonar sobre mis emociones.
      Me pregunto por qué, por qué ni vos, ni las madres de mis amigas, que yo supiera, hablaban sobre una cuestión  vital y para “el toda la vida” con el que se declaraban marido y mujer a los novios ante el altar. “Para siempre, hasta que la muerte los separe”, recitaba el sacerdote y nosotros, los contrayentes, sin haber pensado, ni una sola vez, en la palabra “amor” ni en “para siempre”, vitales significados. 
    Nuestra relación fue, de esa manera, fundada y sostenida por escasas palabras, sin pedido de mano, como la abuela nos decía a las nietas que debía hacerse. Era como un sobreentendido, una tácita aceptación de parte de los mayores, de vos y de la abuela, un me gusta el candidato porque estudia y va a ser profesional, porque viene de una buena familia y hay que mirar muy bien eso, hijita, que no es un mero detalle, al que adherían también los tíos tan metidos en nuestras diarias cuestiones. 
    Pero más allá de la aceptación tácita de mi noviazgo, lo cierto es que viviéndolo, me sentía revitalizada por una sensación de tibia protección, por una estimulante alegría cuando llegaba la hora de la visita de Rubén, y luego, en los después de cada noche, iba aceptando como natural la refriega de nuestros cuerpos que querían fundirse en uno y no podían hacerlo porque eran demasiados los ojos que nos vigilaban tras las puertas o en la vereda de las despedidas. Además, en aquellos tiempos, ¡era tan grande el pecado del amor mostrándose en público! 
   Sin palabras. Sin definiciones filosóficas pero con muchos deseos de ser libres para tumbarnos en una cama y hacer el amor, fue nuestro noviazgo y, como verás por las declaraciones que deseo hacerte, no había en nuestra decisión de mantenernos vírgenes, nada más que miedo, el que nos venía transmitido desde vos y la familia, el que imponía la sociedad, las costumbres, la iglesia. ¿Convicción? ¿Ideas claras? ¿Defensa de mi virginidad? No, no las teníamos, yo, por lo menos porque si hubiera sido por Rubén...
    Años después, ya casados, la convivencia, la cotidianeidad nos permitirían descubrir las diferencias de costumbres y gustos y crianza y hasta ideales familiares que podrían habernos separado pero que nunca fueron tan terribles como para decirnos uno al otro: con vos no quiero vivir más. Todo lo contrario. 
    Con Rubén nos uniríamos por un “hasta siempre...hasta que la muerte nos separe”.
    Después, mamá, ambas mediríamos la extensión de aquel futuro en que estaríamos unidos. Ambas sabríamos, con terrible dolor, que un día de aquel después tan lejano aún, la vida, ¿o la muerte? o las dos, a la vez, nos darían un sorpresivo zarpazo.

     Rubén llegaba temprano cada noche. Cuando el timbre lo anunciaba, en ese mismo instante, vos, viéndome salir a recibirlo, reiterabas, (¿realmente era muy insistente tu recomendación o recuerdo mal?) reiterabas, te decía, la misma recomendación: no te quedés en la puerta, y a eso de las diez y media das por terminada su visita. No te quedés en el zaguán. ¿Cuántas veces lo repetiste? Eras desconfiada. Tenías razón.
     El zaguán no tendría más de dos metros de largo, pero ofrecía, entre puerta y puerta la oportunidad de pegarnos en los besos. Él se prendía a mí, mamá, con  apasionada, amorosa fascinación. A Rubén le gustaba estar en mi boca, transmitirme, sin palabras, la fuerza de su amor, y así, sujeto a la sensualidad de mis labios, que también se fueron haciendo más elocuentes, decidores y conscientes del deleite, me enviaba los mensajes de su alma y de su cuerpo. Eran tiernos, eran un te quiero repetido, un me gusta venir  a estar con vos, y me gusta tu piel y envolverte con mi abrazo. Era un lenguaje que estábamos aprendiendo y puliendo, que cada vez nos sonaba mejor y que,  dulcemente, nos agitaba.  Un mensaje que repetíamos cada noche de visitas.
   Pero el peligro de la puerta hacia la que mirábamos en medio de nuestros fragores, el miedo a que alguien, de pronto, la abriera, me hacía temblar y prontamente me separaba de él y lo despedía.

     Cuando Rubén llegaba cada noche nos dirigíamos al pequeño living en cuyo centro estaba el sillón que era de dos cuerpos y al paso de todos, al paso de la visita de las tías que llegaban a cualquier hora con mis primos o primas, al de Suleika que era prima y amiga, al de mis hermanos que a cada rato salían y entraban a la habitación donde acomodamos el viejo comedor, o subían al primer piso o espiaban, descaradamente, por el espejo que, colocado en el descanso de las escaleras, reflejaba nuestras figuras.
     Rubén había aprendido, miraba disimuladamente hacia arriba y si distinguía sombras simulaba hablar de lo que no hablaba para después prenderse nuevamente a mis labios del que parecía beber, como de un surtidor de gracias, el manjar más apetecido.
    La verdad es que los dos queríamos juntar cada pedazo del cuerpo aunque en la boca debíamos parar. Llegábamos a los besos, a algún roce fugaz a  mis pechos en flor que disfrutaba entre suspiros en tanto yo, que repetía al unísono los gozosos estremecimientos que el contacto de sus dedos me regalaban, trataba de espantarlo con repetidos: los chicos nos ven, o mamá va a aparecer. Entonces parábamos allí porque vos mamá, como una incansable vigía, mandabas a tu séquito de entrenados espías a cuidar, a marcar el territorio vedado, pasen a cada momento por el living, les dirías, no vaya a ser que su hermana nos sorprenda con alguna novedad, te imagino diciéndoles. 
     Es que siempre fuiste muy sabia aunque no es necesario serlo tanto para saber que la fuerza de la naturaleza puesta en el amor, empuja a los cuerpos a ser uno, penetrándose y dándose al goce mayor que se pudo crear, justamente, para que la vida siga repitiéndose en nuevas vidas. Y ésa es una lección sin otro maestro que la propia existencia.

     Me río ahora, o me sonrío al pensar en cuánto descansan las madres jóvenes de hoy, que, llegadas sus hijas a la edad de enamorarse y no conociendo ni la sombra del terrible miedo que vos tenías a un posible embarazo que mancharía vergonzosamente el nombre familiar, solucionan la amenaza con pastillas y otros medios que aporta la ciencia médica para evitar posibles desbarajustes.
      ¿Te asombra? Pues es así. Mucha agua ha corrido bajo el puente desde tu partida, madre, y ahora no entenderías las  costumbres de tus descendientes, tan opuestas a aquellas de mi juventud. ¡Tanto ha cambiado la vida! Tan rápido se amolda el ser humano a los cambios o tal vez, simplemente,  y aunque no  estén de acuerdo, ( porque los viejos moldes aprietan bastante), los padres de hoy terminan dándole su tácita conformidad  a las anticipadas lunas de miel que ahora se acostumbran, sin que se les haya dado la oportunidad de intervenir  preguntando, aunque sea tímidamente: y usted, amigo, ¿qué intención tiene con mi hija?, como se hacía en mis ya lejanos, lejanísimos  tiempos. 
       La vida ha cambiado tanto, madre, que, estoy segura, si despertaras y lo vieras todo de golpe no podrías ni entenderlo, ni mucho menos tolerarlo. Pero, son búsquedas y  nuevos los caminos que se abren tras esas búsquedas. Te preguntarás si se van equilibrando tan opuestas maneras de resolver el  encuentro entre un hombre y una mujer.  Te respondería que no ha llegado todavía la especie humana en su espiralada evolución, hacia una acertada actitud que mejore los vínculos amorosos.  Estoy segura de que en algunas generaciones más, ojalá les llegue a tus bisnietos, en  esto de las relaciones de pareja, ¡tan esenciales de la vida!, se arribará a una plena conciencia de lo que es bueno y se actuará con una responsabilidad tal que cada uno, cada pareja, decidirá lo que, en el largo plazo, favorezca  la calidad de una relación vital. Sí, estoy segura, las nuevas parejas, construirán sus relaciones a sabiendas, mamá, no por miedo, como me sucedió a mí, no porque la prohibición y el temor al qué dirán sujete apretadamente las riendas de la castidad,  sino porque tiene más claridad sobre cómo construir una mejor vida.
    Hoy se vive la sexualidad como un hábito casi libertino que lleva a las parejas a acostarse libremente y a gozar de un sexo prematuro, a veces sin madurar ni saber lo que es el amor, y eso sucede apenas llegada la adolescencia y por contagio, porque la sociedad de consumo también ha puesto al sexo entre sus ofertas a degustar. Y, debo decirlo, se está sufriendo demasiado, mucho, por dejarse llevar, por lo puramente placentero. 
                                                                                                              
     -Vengan a ver el jardín- nos invitaste a Alberto, a Robertito y a mí-. Ha habido algunos cambios que ustedes todavía no han descubierto. Estábamos en la blanca cocina, digo blanca porque todas sus paredes estaban revestidas de azulejos de ese color. Vos habías preparado una abundante humita aprovechando que los choclos estaban muy baratos.  Salimos tras de vos, mamá, y nos dirigimos al rincón que nos señalabas. Mi hermano mayor había hecho un buen trabajo, reparando los costados del estrecho cantero que bordeaba el extremo del patio y renovando su tierra llena de cascotes, restos de revoques, hojas secas y basura. Nos sorprendió la prolijidad que el Negro había logrado y que no apreciamos en los días de su ejecución, poco amigos a salir al patio donde el sol escaseaba. Vos habías comprado algunas plantas de margaritas que empezaban a florecer y las ramas de la enredadera, una colorida Santa Rita violeta, trepaban por las paredes enroscándose en los alambres que habían sido colocados a manera de pérgola.
    En el patio, que tenía una superficie menor a la sexta parte del fondo de nuestra vieja casa, se advertía el progreso.
     Luego vimos los tres grandes macetones que habían sido adquiridos recientemente.
   -¿Y qué plantas pondrás en macetas tan grandes?- te preguntó Alberto, mientras vos te dirigías a una de ellas y quitabas de la tierra,  ya preparada, algunas hojas amarillentas que habían caído de la parra de la casa vecina.
    -Todavía no lo sé - respondiste-. Uno de estos días nos vamos al vivero de la otra cuadra y elegimos entre todos. ¿Les parece?                                                                                         
     La nueva casa fue cobrando un aspecto más alegre, llenándose de nuevos colores, aunque sentíamos la mezquindad del sol. 
    Era en momentos como ése cuando la reprimida comparación con la casa paterna que habíamos dejado se hacía presente. Así, sin querer o voluntariamente, nuestra imaginación volaba a la que fue por tantos años un hogar tan cálido, tan soleado y amplio y el recuerdo de las bajas paredes que la separaban de las casas vecinas y de los tíos, de sus llamadas desde sus patios, de la tranquilidad de la calle Maipú, volvía a instalarse a plena luz de la conciencia con el dolor de una pérdida. ¿Lo sentirías, mamá, también de esa manera? Nunca te escuché volver al pasado del que solamente rescatabas y bastante seguido, el ejemplo de papá que hubiera resuelto, a su inteligente manera, esta u otra situación. Sí, por cualquier motivo surgían las alabanzas al ausente: su padre tenía tan buen gusto, su padre era tan prolijo y trabajador, su padre… que terminaste por transformar su recuerdo en un fantasmal competidor al que nunca, nunca le llegaríamos a los talones.
                                                                                
     Fue una noche de esas cuando la presencia masculina y protectora de papá nos hizo más falta. Eran ya pasadas las dos de la madrugada y nadie dormía en casa. Lo supimos cuando la voz infantil de Bety irrumpió en el silencio de las habitaciones preguntando ¿ha vuelto el Negro, mamá?, inquietud a la que fuimos sumando las de cada uno.  Imagino que todos estaríamos con los ojos abiertos en la oscuridad, sin atrevernos a decir nada sobre la angustia provocada  por la inexplicable tardanza.
     Hacía poco tiempo mi hermano había empezado a  trabajar como maestro nocturno.  A eso de las seis y media de la tarde partía rumbo a una escuela de un barrio alejado en una moto que el tío Julio le había dejado como préstamo hasta que ustedes se acomoden mejor, según pretextó. Y las motos, también en ese tiempo metían miedo. No digo, mamá, que hubiera tantos accidentes como hay ahora, tiempos de temeridad, de apuros, de tránsito intenso, pero repito, las motos metían miedo. ¡Tantos nombres de jóvenes aparecen hoy en las necrológicas!  
      ¿Era temerario mi hermano? No, creo que la vida lo asentó de golpe en una madurez forzada, creo que asumió a sus diecinueve años el papel de jefe de familia y creo también, mamá, que vos lo pusiste, como tu primogénito, en un papel conveniente para auxilio de tu propia y pesada carga. 
      Aquella noche, el clima familiar estaba cargado de oscuras premoniciones y hasta Cristina, que apenas tendría cuatro años, insistía en el dónde estará mi hermano, que a todos nos preocupaba.
     Fue Alberto el dispuesto a salir en su búsqueda. Recorrería las calles en un taxi o a pie hasta encontrar al hermano demorado. 
     A eso de las cuatro de la mañana llegaron los dos irrumpiendo ruidosos en el living y luego en tu dormitorio y bromeando sobre las causas de la tardanza. Una improvisada reunión de despedida de un compañero, fue  la razón  de la demora  que tanto nos hizo temer.
     En aquellos tiempos, que ahora me parecen lejanos y  distintos, no había suficientes teléfonos, presentes hoy en todo hogar,  y a los que se ha sumado el celular que hasta los chicos llevan consigo. El celular, mamá, un increíble aporte tecnológico que no alcanzaste a conocer y que nos permite ahora, desde cualquier lugar, la calle, un taxi, el supermercado… pulsar los números y escuchar, al instante y con absoluta claridad, la voz requerida, aunque esté en el otro extremo del mundo.                                                                      
      Las ciencias han puesto el pie a fondo en el acelerador en estas tres últimas décadas y otra novedad que no deja de admirarnos es su avance sobre el cerebro humano. El cerebro, madre, ¿acaso escuchaste en tus tiempos que se hablara de él? Pues hoy es uno de los grandes temas de investigación y hasta difusión masiva. En esta última década los estudios sobre el funcionamiento cerebral abundan en revistas, libros e informativos, que dan cuenta de los asombrosos progresos científicos registrados, sobre todo, por las neurociencias. 
      Y, además, ¡hay tanta difusión de los descubrimientos!  Una verdadera revolución, mamá.   Cuando fui madre por una, dos…seis veces, por ejemplo, no sabía algo tan importante como es  que si un bebé no tiene la adecuada alimentación a su tiempo, ha de sufrir daños cerebrales irreversibles que disminuyen sus posibilidades de aprender.  ¿Acaso no es fundamental saberlo?  Pues, ese dato tan básico y desconocido, hoy es ampliamente divulgado para que ninguna madre se quede sin saber y actúe en consecuencia.                                                                                                                                                                                     Es inconmensurable la información que hoy se nos brinda.  Pienso en tu vida que se apagó entre libros y enciclopedias, entre revistas y noticieros radiales en donde vos buscabas temas y datos que, cincuenta años atrás, escaseaban. Ahora, en estos inquietantes tiempos a los que no llegaste, el conocimiento nos viene como un aluvión imparable, siempre renovado, siempre accesible al toque de teclas que responden, de manera inmediata, a cualquier curiosidad. Buscamos en Internet, mamá, “navegamos” y, en segundos, tenemos el dato. El mundo a los pies de quien desee saber más y actuar mejor y en las manos de multitudes,  ya que, aunque te asombre, las computadoras se reparten por miles en las escuelas de hoy. ¿Qué si se usan bien, madre? He ahí una preocupante cuestión. Siempre anda el diablo metiendo la cola en las bondades del mundo y lo que nos ofrece la computadora es bueno, y hasta debo decir excelente, pero también una puerta fácil a la entrada de la malicia, la morbosidad, la malsana curiosidad que ha ganado a demasiados chicos, a quienes, en lugar de encendérseles el deseo de saber más, se les va la curiosidad por canales pornográficos donde se exhiben  perversidades que los dejan librados a llamaradas de inoportuna voluptuosidad antes de tiempo.

    ¿Recuerdas? Fue precisamente en los años de mi noviazgo con Rubén cuando apareció la televisión. Entonces vos compraste la novedad, un aparato ancho como una gran caja depositada sobre una sólida mesa que soportaba su enorme peso. Por suerte, gozaste de ese adelanto cultural, ¡y cómo lo disfrutabas invitando a nuestras tías y a algunas vecinas! Cada una hacía su calculada visita al caer la noche para gozar del espectáculo increíble de ver imágenes en movimiento, personajes que representaban un tema, desarrollado en largos o breves parlamentos, música y un argumento que mantenía la atención en vilo. ¿Te acordás de la novela “El amor tiene cara de mujer”? Se la veía por las noches y todo el mundo desaparecía de las veredas para seguir las aventuras de sus protagonistas.
     Los adelantos a los que me estoy refiriendo, creo, son una maravilla técnica pero por otro lado estimulan por demás la vocación consumista y así la vemos desatada como nunca antes,  en la actualidad. Y esto es, así lo juzgo yo desde un estrecho punto de vista, como una trampa del diablo, un engaño para los avarientos, los que siempre piden, como niños insaciables, más novedad, más para mostrar, más para ser más ante la mirada ajena, porque algo que persiste (viene de antaño), es la preocupación por el qué dirá el otro, el vecino, el amigo no tan amigo, el envidioso.
    Vivimos en la era tecnológica y todos los esfuerzos humanos están puestos allí, en aparatos fascinantes, algunos de los cuales, fuerza es reconocerlo, nos facilitan mucho la vida. ¡Cambian tanto los tiempos, madre! Vos misma  experimentaste el lento y costoso trabajo de prender la vieja cocina a leña que teníamos en nuestra casa de Cruz del Eje. Rosa o vos se levantaban un rato antes a buscar combustibles y aventar el fuego. Llegó después la de kerosene que nos parecía un milagro y años más tarde la de gas. Cuánta gente agradecería el progreso del gas ingresando subterráneamente a las casas. No más colas, no más cargar una garrafa pesada, no tanto esfuerzo. Hemos llegado al disfrute de grandes comodidades, se aprieta un botón eléctrico y ¡paf” la hornalla se enciende. ¡Parecen actos de pura magia los de estos tiempos!
    Todo está muy bien, todo ha venido a regalarnos más confort, pero lo que más me enamora y agradezco, es el instrumento, vía computadora, que nos comunica al instante, permitiéndonos escribir cartas que llamamos email a personas que están cerca o muy lejos, en otros países, a miles de kilómetros. Este medio sí que me parece un prodigio. Imaginate, Nadia, una de las nietas que más te seguía en su infancia y que vos mimabas tanto y que vive hoy en Australia, nos escribe y al instante están sus relatos, sus palabras cariñosas en nuestra computadora. La distancia se achica cuando nos comunicamos al instante y hasta nos vemos los rostros a veces remolones y medio adormecidos mediante los nuevos teléfonos y otros medios
    ¿Cómo no asombrarnos ante la velocidad de las respuestas? No está tan distante la época en que, vos lo recordarás bien, el correo demoraba una semana en traerme las cartas de Rubén desde Córdoba. Ahora este cartero online, como le dicen, te las trae en el momento en que son enviadas. Sí, no te exagero, escribís la carta, apretás una tecla que dice “enviar” y al instante están las noticias y saludos en otra computadora, aunque esté al otro lado del mundo. ¿No es un avance extraordinario y una ventaja para la gente de hoy?  Sí, sé que a vos te asombraría. Siempre admiraste el progreso. 
    También existe Facebook, y, debo confesarlo, a mí me entretiene bastante, porque muchísima gente que frecuenté en algún tiempo y que había perdido de vista se manifiesta a través de él y vuelve a estar cerca y podemos saber sobre su vida. Muchos adelantos, ¿verdad madre? Y la mayor parte de estas novedades transcurrieron en estos  años de tu ausencia, tan es así que  según el diario La Nación, recién hace 25 años,  a poco de tu muerte, “la Argentina apareció por primera vez en la galaxia  Internet”. Casi nadie se enteró pero para el país fue un paso decisivo ya que se incorporaba a una revolución que cambiaría nuestra manera de vivir. Muchas más noticias tecnológicas y científicas han sucedido, mamá, pero no seguiré con este tema, que a mí me apasiona pero tal vea a vos te canse. Además estoy atenta a no caer en un defecto que muchos me cuestionan: A veces cansás cuando te dejás ganar por la maestra que quiere transmitir lo que va aprendiendo, a lo que respondo sinceramente. Perdón. No es mi intención.

     En medio de un mundo que empezaba a despertar a tan admirables progresos, yo elegí el profesorado de letras luego de desechar otras posibles carreras. Me gustaban las materias de medicina como la biología que el severo Doctor Sena nos enseñara en cuarto y quinto años pero no me hubiera gustado atender pacientes, ni cargaba con el temple generoso de los médicos; me llamaba la educación física porque había admirado a mis jóvenes, gráciles y dinámicas profesoras de esa materia en la escuela Normal; me gustaba también y hasta tal punto las matemáticas que era capaz de resolver teoremas por un camino ajeno al que nos señalara la señorita Irma. Me atraían  diferentes  destinos universitarios.
    Vos, a modo de ayuda y como improvisada guía vocacional, solamente nos decías a los tres mayores: su padre siempre soñó que sigan estudios superiores, piensen, busquen, prueben y elijan lo que les parezca mejor. Para que estudien en la Universidad hemos venido a vivir a Córdoba. A él, te referías a papá, le hubiera gustado tener un hijo dotor (dejabas intencionadamente la letra c escondida, en alusión al libro de Florencio Sánchez “M’ hijo el dotor”).    
  
 Elegí la carrera de letras, bajo tan limitada orientación y tal vez atendiendo a lo que el tío Julio me señalara en una fugaz conversación, mientras el Negro continuaba afirmando su vocación  por la construcción y la ingeniería.
     -Yo a vos, hija - me dijo aquella vez tío Julio-, te imagino dictando clases y alguna vez escribiendo algún buen libro. Extraña y profunda penetración en los entretelones del futuro que solamente una persona como él podía intuir.
      Con los días, asistir diariamente a la Escuela Alejandro Carbó, se constituyó en un entusiasta trajín. Enseñar era el destino que  me inflamaba con una juvenil alegría, así que en las clases de la mayoría de los profesores yo volvía a repetirme la frase que me había inspirado mi profesora de cuarto año de la  Escuela Normal, Lita de Alem: ¡Dichoso aquel que es llamado a transmitir conocimientos!
      Las clases de latín, materia que dictaba el profesor José Carranza, me hacían vibrar de  admiración. ¡Cuánto habla del individuo el idioma que creó, usó y enriqueció para comunicarse! Él nos condujo a descubrir la mente increíblemente inteligente del hombre romano; él nos hizo fácil las difíciles declinaciones; él encendió más nuestra admiración recitándonos con visible emoción los versos de Catulo dedicados a su amada Lesbia, acentuando sílabas que condensaban los sentimientos dolorosos que provocaba un inmenso e imposible amor. 
    Esos fueron años muy enriquecedores, mamá, y yo volvía a casa plena de entusiasmo y deseos de continuar aprendiendo. 
     Acentuaba mi diaria felicidad la posibilidad de encontrarme con los ojos de Rubén, que, muy temprano cada mañana, muy de paso, atrincherado en una esquina de La Cañada, enfundado en el invierno en su campera de cuero marrón y resguardándose del frío con una bufanda de lana beige, estaba atento a mi paso. Sabía que él, a la hora en que mi ómnibus me llevaba al colegio Carbó, estaría allí, esperando la camioneta que lo conduciría a su nuevo trabajo en la empresa constructora Roggio, con su flamante diploma de ingeniero civil. Tal vez, quizás, no sé, también él esperaba la mirada amorosa que yo le dirigiría al pasar deseándole el mejor de sus días en su nuevo trabajo, un beso enviado a través de la ventanilla y en mis ojos la promesa de darle mil, muchos más cuando llegara por la noche a casa. 
      Fue en ese tiempo, yo había cumplido diecinueve años, cuando tío Julio, ¡cuándo no!, me sorprendió con una propuesta de trabajo. Se había enterado de que en la vecina Escuela Normal Superior Dr. Agustín Garzón Agulla, que él nombró con todas sus letras, había una vacante en la biblioteca, y la podés gestionar vos, hija, a vos que te gustan los libros, que estudiás letras, y yo puedo ayudarte porque soy muy amigo de Juan Zanetti, el presidente de Enseñanza Media de la Provincia. De vos depende, yo daré el primer paso.
      Lo dijo todo de una vez, como yo lo escribo ahora y la novedad nos llenó de una fuerte conmoción. Yo también quería trabajar, yo también, como mi hermano mayor, quería aportar a la economía familiar, bastante mermada, porque faltaban los recursos extras con los que nuestro padre antes proveía a nuestro hogar.
    El Negro, mi trabajador hermano,  había dejado de estudiar porque una materia, demasiado teórica para su mente habilidosa y práctica, se había metido como una piedra infranqueable en su camino; la falta de desarrollo de habilidades cognitivas básicas, que se debieran adquirir en el secundario, le impedía elaborar abstracciones. Y fue una pena, él tan práctico y creativo debió dejar la carrera que todos creíamos iba a dominar. ¿Coincidís conmigo, mamá?

     Volviendo a mi posibilidad de trabajar, recuerdo que tío Julio recurrió  a sus amigos, gente de mucho predicamento e influencia, y que  muy pronto dejó en mis manos continuar con la tramitación de un nombramiento que, en esos tiempos, se hacía por puro acomodo político o recomendaciones de amigos… o una insistente perseverancia.
     Lo entendí así, y de esa manera me transformé,  lo digo con cierto pudor, en un tábano incansable y, supongo, cansador… Todas las mañanas, al salir de la Escuela Carbó me dirigía a Enseñanza Media, pedía hablar con el presidente, que, con increíble paciencia escuchaba mis promesas de trabajar intensamente y activar la biblioteca para despertar el interés  del alumnado por la lectura. También estudiar, además, bibliotecología.
      Mi persistencia triunfó, por fin, y en los primeros meses de 1958 me encontré ejerciendo el cargo de Directora de Biblioteca con la colaboración de tres bibliotecarias.

      -No crea que es nada personal, señorita. Me había opuesto a su nombramiento porque usted es muy joven para lidiar con bibliotecarias que ya tienen sus mañas. - Me había dicho la Señora María Saleme de Bournichón, Directora de la Escuela Normal Superior, en la primera reunión que tuvimos. 
      Aquella franca explicación fue como un acicate a hacer lo más y mejor que pudiera, para cumplir con absoluta entrega mi tarea. Tal vez porque me gustaba mucho trabajar, tal vez porque fue mi primer y gran desafío laboral. Las tres bibliotecarias me doblaban en edad y ¡vaya si tenían mañas! Su trabajo era como un lánguido bostezo que se prolongaba impúdicamente, hasta que, cumplido su turno, prácticamente escapaban del lugar. Cambiar esa indolente actitud se constituyó en mi primer desafío.
     Yo no podía entenderlas. Las tres mujeres portaban con un orgullo manifiesto los blasones de sus apellidos y hacían gala de sus aristocráticos orígenes. No las entendía, mamá. ¿Acaso las bondades de sus cunas y el supuesto plus de bienes heredados no las obligaba a ser mejores personas, a tener un trato más humano con los demás, a no menospreciar al otro y a trabajar con más  responsabilidad y empeño? Yo no las entendía y cuando  hablé con vos sobre un tema que realmente me preocupaba, me respondiste, como siempre, dándome una buena lección: 
    -Te va a costar mucho, hija. ¿Cómo compatibilizar maneras de ser, crianzas tan opuestas como la de esas niñas y la tuya? Ellas basan su valer en lo heredado, en lo logrado por sus antepasados; vos en tus propias fuerzas, conocimientos y virtudes. 
     Entonces recordé y te lo dije, madre, una lectura que por aquellos días habíamos analizado con la profesora de literatura. Se trataba de un pasaje del libro del Quijote.       Este sabio personaje, hablando con Sancho, su escudero, le dice: “…la virtud vale por sí misma lo que la sangre no vale, ya que lo heredado no es un logro personal, en oposición a la virtud que se conquista día a día gracias a la perseverancia y al esfuerzo personal”.
       ¿Te acordás, madre, cuánto ponderaste la cita? Sí, sí, está muy bien que lo recuerdes.  Un pensamiento de varios siglos y ya ves, ¡tan actual!, me dijiste. Esas niñas, que deben ser muy soberbias, no han sido educadas ni para el esfuerzo ni para su propia superación, ¡pues ya se les ha dado todo! Nos queremos superar cuando reconocemos las propias faltas y debilidades que deseamos superar, pero hay gente que no puede ver cuánto le falta a su desarrollo porque carece de humildad…- terminabas diciéndome.
     Para mí fue una verdad muy probada, ya que, cuando pasaron los años y se unieron a nuestra familia representantes de las clases más altas de la aristocrática Córdoba, dieron muestras de su idea de que ya nada les quedaba por hacer porque estaban protegidas por los lustrosos hechos de sus antepasados, de quienes estaban muy orgullosas. 
      Otra vez volvimos a hablar sobre el mismo tema.
      -¡Y si hubieras vivido en los tiempos de mi juventud, hija! Córdoba era fatal, entonces sí que se sufría una terrible discriminación de clases- me comentaste. 
     Yo lo advertía en la biblioteca. Recuerdo claramente algunas situaciones. Una de mis compañeras, representante de una de las familias más renombradas de Córdoba, una mujer de rubio muy llamativo y de hermosos vestidos, de carteras exclusivas, de apabullante elegancia, trataba a los alumnos con humillante displicencia: ¿tal libro?...sí, debe estar por allí, decía señalando un anaquel, búsquelo y seguramente lo encontrará, indicaba mientras volvía al limado de sus prolijas uñas. ¿Callar, dejarla hacer, sufrir sus atropellos que eran tanto para los lectores como para mí? La posible conducta a asumir ocupó por días mis secretas elucubraciones. Entonces resolví actuar con calculada naturalidad y cuando ella respondía tan trepada a su soberbia, cuando atendía sólo a su comodidad irritante, yo, premeditadamente, me levantaba diciéndole: no te molestés, ya voy yo. A mí no me cuesta nada. Acudía entonces a buscar el material solicitado, y, con medido cálculo, amabilidad y la mejor disposición en mi voz, hacía lo posible para que el alumno se retirara no sólo con un libro en sus manos, sino con un informe ampliado de otros que pudiera consultar y la satisfacción de haber sido respetado y considerado  un interesado lector. 
     No sé si comentamos sobre el buen resultado que me fue dando mi actitud, pero lo cierto es que gané,  de parte de ella y de sus compañeras,  la voluntad de cambiar y poco a poco mostraron mejor disposición en cumplir su tarea. Como era su obligación.

      Vos, que para esos años eras la directora de una escuela primaria de Córdoba, vos, que no descansabas para darnos un hogar cálido, una buena y siempre calentita comida, no perdías oportunidad de ofrecernos la lección del esfuerzo y del vale la pena. 
    En otros momentos volvías a reflexionar sobre cuánto te fortalecieron las humillaciones que debiste soportar en la escuela secundaria. Los profesores del Carbó, nos referías, casi todos pertenecientes a las clases altas de la sociedad cordobesa, favorecían sin disimulo a las chicas más conocidas haciendo sentir su menosprecio a las demás. Y nosotros, decías, ¡éramos tan humildes! Hijos de una madre viuda, empobrecida por un matrimonio inconveniente, tuvimos que soportar el desprecio a nuestro afán de estudiar para lograr un título y abrirnos camino. ¡Y cuánto  lograron los hermanos Méndez López, mamá!
     En cuanto a mi entusiasta tarea de directora de biblioteca,  recuerdo sonriendo los pícaros consejos de tía Sara. Ella, que trabajaba y bien lo sabés porque  era tu hermana, en la misma escuela como ayudante del gabinete de físico química, y tal vez cansada de haber entregado tanto y desinteresadamente a su labor, me repetía: Me gusta que seás tan responsable, hija, pero medí tu esfuerzo. Al fin no hay que dar por demás, como lo hacés vos quedándote fuera de horario a trabajar. ¡Es una exageración, hija! Además, ¿hay alguien que te reconozca y premie tus esfuerzos?

    Ahora pienso que, aunque en general, como política de estado o educativa  no se premia a los que trabajan con vocación, esfuerzo y dedicación responsable, siempre hay excepciones. Ése, madre, es un gran déficit que el paso del tiempo ha agudizado. ¡Si vieras cuánto desgano se advierte en los que realizan tareas públicas, hoy! No existen  estímulos para que el que pone el alma, la inteligencia y creatividad en su trabajo. 
       Sin embargo, yo tenía como ejemplos de abnegación, compromiso y responsabilidad a la señora María Saleme de Bournichón y a su sucesora en la dirección de la Escuela Normal Superior, la señorita Baroffio. Ellas pasaban horas trabajando, las encontrabas a toda hora y daban lo mejor de sí. ¿Por qué no imitarlas?, me preguntaba yo.
      La  Señorita Baroffio, tan alta física como moralmente, tan respetable, había impuesto en la Dirección de la escuela una nueva manera de trabajo.      
       ¿Todo bien, señoritas? Preguntaba cuando llegaba despaciosamente a la biblioteca. Acostumbraba abrir la puerta sorpresivamente y de una rápida mirada captaba el clima de trabajo y dedicación a los lectores que se encontraban  leyendo, investigando, escribiendo. Luego, en una charla improvisada, hacía recomendaciones que terminaban siempre en expresiones de reconocimiento.
    Con su calor humano, con el ejemplo de su trabajo sin tiempo y su natural disposición a decirnos palabras generosas como ¡qué bien están trabajando!, se habla mucho de la dedicación de ustedes y de los cambios de la biblioteca. ¡Son grandes constructoras de una humanidad enaltecida!, alentaba y renovaba fuerzas.
    Y la verdad es que estábamos trabajando mejor. Costó mucho lograrlo, pero poco a poco, las lentas horas que pasábamos en ese amplio lugar se volvieron más llevaderas y entretenidas porque habíamos descubierto que hacer lo que teníamos que hacer, con alegría, nos sumergía en un estado flwo, como le llaman hoy al que experimentan los que se apasionan por la tarea que realizan…y se olvidan del tiempo.
     La nuestra era naturalmente agradable y, si lo pensábamos con detenimiento, favorecía nuestro crecimiento personal. ¿Te imaginás?: asesorar a los lectores, facilitarles la llegada a los libros, propiciar el encuentro con los temas que desarrollarían y más información y hasta dar la página y las conexiones que pudieran encontrarse en otros libros, también ampliaba e incrementaba nuestros deseos de saber.
  Las ideas empezaron a brotar y a expandirse. ¿Qué te parece si formamos una comisión de biblioteca? ¡Qué bueno sería poner música en los recreos!, yo me encargo. ¿Y si hacemos una campaña para que nos donen libros? Y así, propuesta y acción acometían la pasividad impuesta por años de anomia y hasta nos volvimos un poco más amigables… y mejores compañeras. 
     Y vos lo sabías, mamá, porque participabas de mi entusiasmo, una confianza juvenil en el poder del trabajo que tiraba por tierra los consejos de tía Sara, pasalo bien, querida. Pasalo bien, no seás tonta.

       Yo amaba trabajar en la biblioteca.  Pero era otro tipo de amor el que entraba de lleno a mis noches. Era un amor derramado por Eros que me unía a Rubén en el esperado reencuentro de las tardes, a puro beso, a puro deseo. 
      Vos, mamá, habías reforzado tus incansables cuidados y tus actitudes de guardiana se empecinaban en la misma proporción en que arreciaban las arremetidas de mi novio, que iban ganando terreno a mi resistencia. Vos actuabas según los mandatos de tu crianza y las palabras que sembró abuela entre las mujeres de la familia: no dejen que los muchachos las tomen por amantes antes del matrimonio, no  dejen que las toqueteen porque, una vez iniciadas en el goce del sexo no existe resistencia posible. Además, su novio buscará otra mujer para casarse porque a ustedes las considerará  fáciles y p…, y, ¡cuánto énfasis ponía en la “p” que no llegaba al final de la palabra!
   ¿Anulaba mi enardecido amor ese persistente mensaje? No, el ardimiento era un acto instintivo, involuntario como el de respirar o toser, aunque se considerara inoportuno su estallido. Así debimos sentirlo una noche en que…

     La oportunidad se dio en el silencio que había ganado las habitaciones de la planta alta, donde dormían algunos de mis hermanos, también en tu callada presencia, en la falta de movimientos en toda la casa. ¿Dormirías, mamá? Rubén, entonces, sin pronunciar una palabra se levantó y casi alzándome me condujo, (¡y yo tan mansa!), a la oscuridad del comedor donde altas y gruesas vitrinas le ofrecían su oportunidad al deseo.
        El recuerdo de aquel momento prohibido me sobresalta aún hoy, madre, porque aunque con el paso de los años viví,  cien, mil veces, repetidamente, la fogosidad del acto sexual, nunca como entonces, el éxtasis se había apoderado de nosotros, que gozábamos con intensidad, deseos y ardor.
    Lo que ahora puedo declarar es que fue una de esas vivencias en que se olvida todo, los consejos, los miedos, las prevenciones…Ambos dejamos hacer al deseo y desde los labios,  enardecidos, nos abandonamos  al relámpago gozoso de mensajes que recorrían nuestros cuerpos, el suyo, el mío. Los dos sentíamos la misma necesidad de fundirnos en uno. Así, locos de tan fascinante alteración, empezamos a apretarnos las zonas donde la sensibilidad se vuelve extrema, mientras la sangre enviaba sus cartas exaltadas  de pasión desde la piel al alma. Sí, fue un momento único: Rubén me apretaba queriendo traspasar mi cuerpo y yo consentía apretándome a él.
    Fue entonces, (también me sobresalta ese recuerdo), cuando alguien encendió la luz del comedor y en un embarazoso instante nos desprendimos, quisimos disimular y reaccionar, y eso, que nos resultaba tan difícil, se pudo lograr cuando tu voz, templada, serena le fue diciendo, pausadamente, a mi ruborizado  novio:
      -¿No será hora de que te vayas a tu casa, Rubén? 

      Después de esa noche  siguieron otras muy intensas, diría.
     Rubén no cejaba en sus intentos, ya había recorrido el camino y sabía cómo llegar a la meta e inventó algunos artilugios para burlar tu incansable acoso, mamá. 
      De manera que, en una medida proporcional  a tus tenaces esfuerzos por vigilar, controlar e impedir, respondieron los de Rubén, que inventó salidas, huidas, cualquier pretexto para encontrarse a solas conmigo.
   Ahora me pregunto qué voz lo llamaba, qué delirio lo había poseído e incitaba a actuar a veces con un descaro impropio de él. 
   Cierta tarde me invitó al cine y vos, mamá, respondiste: claro, vayan, pero Alberto los acompañará. Luego en el flamante cinerama de la Avenida Colón, Rubén le pidió a mi hermano que comprara unos chocolates mientras hacíamos la larga cola de entrada. Tuvo, entonces una loca reacción, inmediata, sorpresiva e inesperada. Tomándome de la mano me llevó por unas escaleras que yo desconocía al subsuelo en el que reinaban las sombras. Yo sabía, él sabía, nos adivinábamos y empezamos a buscarnos. Fue apenas recorrido el primer tramo de aquel alucinante camino cuando escuchamos la voz de mi hermano que casi gritaba nuestros nombres muy cerca de dónde estábamos. ¡Pobre Alberto! Su voz sonaba tan desesperada que, avergonzados, subimos las escaleras para responderle. Bastante asustada y molesta por mi falta de límites, por mi falta de voluntad y otras acusaciones que con la fuerza de un relámpago me infligía, pensaba: ¿qué dirá Alberto de nosotros? ¿Cómo vamos a excusarnos?, ¿qué mentira podríamos inventar?  No hay derecho, le hicimos pasar un mal momento a un muchacho tan bueno. No hay derecho. Mamá tampoco debería ponerlo en esta difícil tarea de celoso guardián. 
  
     Las ansias de casarnos se concretaron poco tiempo después. La situación era propicia, ambos estábamos recibidos y trabajábamos;  ambos teníamos unos ardientes deseos de estar juntos... para siempre.
     Vos con notable entusiasmo, ¿también con alivio?, me ayudaste a completar el ajuar que venía armando, y que, como era costumbre aportar al matrimonio, estaba compuesto de sábanas y manteles bellamente bordados, toallas, camisones y ropa interior. Como si fuera poco, mamá, ante la suma que necesitábamos para alquilar, nos propusiste vivir, transitoriamente, (lo remarcaste), en tu casa. 
     Aquéllos fueron tiempos muy felices, vividos con atenta conciencia, tal vez porque tus hay que darse cuenta de lo que uno tiene cuando se lo tiene, por repetidos, había logrado que la mente hiciera el clic para atender cada segundo vivido y disfrutarlo a pleno.
    La noche de mi boda fue luminosa. ¿Acaso fui tan feliz como ahora lo recuerdo? ¿No estaré poniendo en el pincel de mi memoria un colorido inexistente y  un exagerado voltaje romántico? 
       Me acuerdo de la fiesta que vos preparaste con tanto entusiasmo y a la que no faltó nadie ni nada: desde los parientes que vinieron de diferentes lugares de la provincia, de ciudades lejanas como San Juan y por cierto los tíos y primos de Córdoba, hasta los más ricos bocaditos preparados por Confitería Oriental. 
       Evoco fielmente, tu alegría, tu rostro relajado y hasta te imagino exhalando un largo, profundo suspiro de alivio, un por fin se casan estos locos apasionados. ¡Habías controlado tanto nuestras ebulliciones juveniles! Seguramente, agotada tu inquebrantable voluntad de apagar los fuegos que el amor encendía, nuestro matrimonio llegaba para darte un merecido descanso junto a un sentimiento de  orgullo: tu hija mayor se casaba con un buen muchacho, una gran promesa. Habías cumplido con tu tarea de madre y la familia también estaba contenta.
       La fiesta de mi casamiento aparece en mi memoria hoy y me resulta intensamente agradable evocarla. Pero lo que más me conmueve, lo que  acelera mi corazón es volver a contactarme con el recuerdo de la noche de mi boda. ¡Me dejo inundar por él porque me hace mucho bien!
       Estaba preparada para hacer de esa noche un momento único. Y lo fue. Puedo recordar la llegada al hotel Crillón adonde nos llevó Lito, el hermano mayor de Rubén, quien, cumplida su misión de chofer, se apresuró a huir discretamente; puedo recordar mi vergüenza cuando ante la mirada maliciosa del conserje empezaron a llover algunos granos de arroz que aún tenía entre mi alborotada cabellera, denunciando, como si no se notara, nuestro estado de recién casados. Pero, lo que más me conmociona aún hoy, es evocar amorosamente aquella primera noche compartida en la misma cama con el hombre amado. 
     Rubén se abandonaba al placer de estar en cada recodo del camino, tal vez para disfrutar de los tibios estremecimientos que mi piel le devolvía a la sensibilidad de la suya. Y se demoraba. Debía resultarle muy excitante mi actitud de entrega y la certidumbre de nuestro mutuo regocijo…De tanto en tanto buscaba mi mirada y nos quedábamos así, los ojos agrandados por el deslumbramiento, por un momento único, cargado de resplandores.
     Hacíamos el amor, madre, sin apresuramientos, morosa, acompasadamente como si siguiéramos los mensurados movimientos del universo, de la noche, que era nuestra, que había sido largamente esperada y que, por fin, había llegado. 
         En el estremecimiento final, sentí como un relámpago de luz, como si el mundo, que se había detenido, se reiniciara en nuevos latidos; como si el cosmos, que había interrumpido su propia respiración, se inundara de un desconocido alumbramiento.

     Ahora, ¡tantos años después, madre!, emocionada por la fuerza de la evocación, me pregunto: ¿Por qué te cuento algo muy íntimo,  a vos, mamá, que eras extremadamente pudorosa y recatada?
   Y me respondo. Nunca conté a nadie semejante intimidad. ¿Será que al contártelo vuelvo a revivir cada paso de lo antes vivido? Sí, es por eso, pero hay algo de amoroso  revanchismo en mi actitud. Necesito contártelo a vos por todo lo que me guardé en mi juventud, por lo que nunca me atreví a revelarte, porque si algo no supiste hacer fue abrir las puertas de tu confianza a lo que deseaba compartir con alguien tan cercano como vos, madre. Pero no he de pronunciar palabras de reclamo, ahora. ¡Estaba tan feliz en ese momento! ¿Qué más podía pedirle a la vida? Tenía un hombre cabal a mi lado y sabíamos cómo disfrutarnos.

    Ahora, desde la altura de los setenta y siete años, pienso que Rubén tenía entonces veintisiete, demasiado temprano para ser cabal y maduro. Sin embargo, regresando a la mirada que tendría en esos años juveniles, sé que para mí lo era. En acotados diálogos resolvíamos, a veces juntos y otras no, las situaciones que se iban dando. El comer los dos solos en nuestra habitación, por ejemplo, fue una atinada determinación que facilitó mejores charlas íntimas, alguna discusión y encuentros sin la presencia de la familia numerosa que vos, mamá, capitaneabas no sin algunos ruidosos tropiezos.
    Tus peleas con Robertito, por ejemplo, con sus rebeldes trece años. ¡Cuánto te hacía renegar para estudiar!  Empecinada en que cursara aunque más no fuera el bachillerato te sentabas a su lado, zapatilla en mano, y le hacías repetir las, para él, arduas, difíciles lecciones, intentos que siempre terminaban en quejas y lamentos y en la franca determinación de mi hermano: no quiero estudiar, mamá, quiero ser mecánico de motos.   
   ¿Podrías vencer su resistencia? Desde nuestro dormitorio, al que yo subía nuestra vianda diaria, oíamos lejanamente las interminables discusiones y tus empecinados vas a estudiar, todos tus hermanos estudian, se construyen un futuro, ¡vos también vas a estudiar, caramba! (¿O decías “carajo”? No recuerdo claramente.
    Ambas sabemos sobre el fracaso de tus reconvenciones. Tal vez la incomprendida vocación de Roberto fue tan fuerte como para ganar la partida, tal vez fue su persistencia la que se impuso a tu empecinada voluntad de ayudarnos a todos y cada uno a buscar un título con el que vos creías que se nos haría más fácil la vida. Lo cierto es que mi hermano menor, con firme convencimiento, muy pronto estuvo armando su taller mecánico, arreglando motos y abandonando, ya sin disimulos ni peleas, sus estudios. 

        En cuanto a mi unión matrimonial con Rubén, ¿puede mi memoria recrear fielmente las vivencias inaugurales de nuestra propia familia? 
          Yo me había formado en el seno de una tradición romántica, ¡tan diferente a la actual! y consideraba como un bien mayor tener un esposo, compartir con él las noches y los días, los proyectos comunes y el abrazo que nos hacía un solo cuerpo en la intimidad.
     Nunca lo pensé antes como ahora, pero tengo por cierto que en nuestro poner tan encendida fruición en los encuentros, no hacíamos otra cosa que responder a un mandato de la vida y al llamado de los nuevos seres que irían llegando a través de las nuestras. ¿Acaso no son los hijos los que empujan desde adentro de nosotros mismos y desde un lugar ancestral, para acceder a su propia existencia? No hacíamos otra cosa, aunque sin saberlo, que llamar y facilitarles su llegada a ellos, los hijos, y así fue cómo se fueron dando los embarazos y los nacimientos, uno tras otro. 
    Sí, ahora estoy segura: son los descendientes los que empujan a los enamorados a fundirse hasta unir un óvulo con un espermatozoide, hasta dar aliento a un nuevo destino, hasta abrirle paso a través de la tan maravillosa genitalidad, a su arribo a los puertos del  mundo. 
    Sea como sea, nos entregábamos, gustosos a la oferta  del gozo que la naturaleza puso en la cópula humana y lo repetíamos en cuanta ocasión se manifestaba propicia…                
      Así como recuerdo tan nítidamente los encuentros amorosos también recuerdo con claridad los nacimientos de nuestros seis hijos, y en cada uno, mamá, tu amorosa presencia.
    El parirás con dolor se hizo fuerte realidad en la llegada ruidosa de cada vida, en su denodado esfuerzo por atravesar el canal estrecho que los llevaría a conocer la luz de la vida, un trabajo difícil para los primeros y que se fue facilitando a los demás. Así, fueron naciendo entre mis pujes y gritos y sus llantos en cada madrugada, porque los seis nacieron al comienzo de mañanas que así, se encendieron de promesas.
      Nuestros hijos fueron bebés sanos, espléndidamente llorones y demandantes. Fui madre a los veintitrés, a los veinticuatro, a los veintiséis y veintisiete años, en aquella primera etapa, y  luego a los treinta y dos y treinta y siete años, y vos, mamá, siempre, siempre estuviste presente.
     La última en nacer, cuando aún vivíamos en tu casa,  fue Carina;  un año más tarde estrenaríamos un departamento comprado con nuestros ahorros y el cuarto nacimiento, el de María Gabriela, nos encontró ya acomodados en la calle Colón al mil seiscientos.     ¡Qué felicidad fue tener esa niñita en nuestros brazos! Sus tres hermanitos mayores se arremolinaban alrededor de ella y teníamos que despegarlos a fuerza de no, no la asfixien, déjenla respirar en paz. Gabriela había llegado apurada y la enfermera debió arrancarme de un tirón la pollera de un hermoso traje que llevé al parto y que- lo recuerdo con pena- nunca más recuperé. Después, ya en el departamento, que se nos hacía muy estrecho, debió por fuerza compartir no sólo el dormitorio sino su chupete con sus hermanitos, ya que uno a uno fueron retomando, por contagio, su gusto por chupar y eso ocasionó verdaderas batallas entre ellos. Con harta frecuencia Rubén y yo andábamos buscando por el suelo esos cuatro calmantes insustituibles sin poder identificar, jamás, a quién pertenecían. 
    Gabriela fue la primera en nacer en un hogar de nuestra propiedad. ¡Nuestro pequeño primer hogar! Al fondo de un largo pasillo y tras la puerta de entrada teníamos un living de buen tamaño, un pequeño hall, dos grandes dormitorios y un patio de tres por tres. ¡Demasiada estrechez para niños que estaban creciendo y necesitaban espacio y sol!
   Las tardes, entonces, se hicieron en la Plaza Colón. Allí íbamos portando una canasta con lo necesario para merendar al aire libre y corretear a gusto. La plaza Colón se constituyó en un gran patio donde los cuatro jugaban mientras… ¿qué haría yo que ahora tengo tan pocos recuerdos de esos paseos? Sólo sé que me ponía feliz verlos gastar energías hasta el cansancio, que era bueno estar allí tanto como volver en nuestra pequeña renoleta celeste al departamento, donde nos esperaba la cena, el baño y la cama. 
      Rubén viajaba a dirigir la construcción de caminos de martes a viernes de manera que mis hijos pasaban la semana sin papá y yo sin esposo, lo que hacía muy esperados y  románticos los reencuentros.
    Fue durante ese tiempo cuando Rubencito (así lo llamábamos para establecer diferencias) empezó su jardín de infantes. ¿Recordás esos tiempos, mamá? Parecen tan lejanos, pero ahí están, forjando cada una de nuestras vidas resguardadas por los recuerdos. Apenas la caja de mi memoria se abrió, le pedí que recuperara alguna de las situaciones vividas, y de esa manera fueron apareciendo otras y otras más. ¡Y yo que, sumida en el torbellino de los días que siguieron, creía que todo lo que pasó fue pisado por el olvido! Nada de eso, apenas empecé a escribir esta carta para vos, las imágenes aparecieron sucesivamente, muy claras y con todos los protagonistas, ¡algunos de ellos ausentes hoy!, metidos y vívidos en la pantalla de mi mente que los registró para  que estén presentes en esta carta.

    Doloroso, trágico, vuelve a estar en mí el momento en que llegué después de visitar a Jorgelina Brandán, amiga de siempre. Vivíamos aún en tu casa, mamá y Rubén me esperaba en la puerta visiblemente mortificado. Yo traía en brazos a Rubencito, de apenas diez meses y en la panza a Juanca casi a punto de salir al mundo. Lo vi tan turbado que pensé va a retarme por algo, ha repetido varias veces que no debo llevar carga sobre mi embarazo. Pero no había leído bien en su rostro un anticipado mensaje que le costaba transmitir.
    -Tu hermano Roberto ha sufrido un accidente, -dijo sin poder contenerse más. 
    -¡La moto! -exclamé -, maldita moto, bien lo decía mamá…
    -Pará, pará - me interrumpió acercándome a él, no fue la moto, fue en la camioneta de tu tío Julio. 

    ¡Mi hermano Roberto! En la camilla del hospital colgaba parte de su pierna, el resto habría quedado en algún tacho de residuos. Fue una desgracia, una desafortunada forma del mal que cayó sobre mi hermano, en toda la familia. Y vos, mamá, que tanto temor tenías a la conducción temeraria de su motocicleta, vos que tanto le recomendabas que no atemorizara con su intrepidez a las vecinas que, apenas lo veían llegar en su rugiente vehículo, levantaban sus sillas de las veredas y prácticamente huían al interior de sus casas. Fue una desgracia, mamá, ni siquiera conducía él sino un primo en aquella camioneta de un rojo intenso que nos había llevado a tantos lugares en la niñez.
       Muchos meses pasaron sin que claudicara tu cuidado del hijo sufriente, abnegada mamá. Después llegó el tiempo de visitar a los médicos, a las ortopedias en busca de una pierna sustituta, de los dolorosos ensayos de Roberto para ponerse de pie y empezar a dar algunos pasos. ¡Por Dios, cuánto sufrimiento nos sobrecogía a todos! Era muy joven, un poco más de veinte años signados por una disminución física que no contó con ninguna ayuda psicológica. ¡Qué distinto hubiera sido hoy! Roberto solamente tuvo el recurso de nuestro cariño para su recuperación espiritual. El mal humor anduvo por algún tiempo entre nosotros pero lo peor, lo inconfesado que afloraba en cada actitud fueron los pensamientos negativos.  ¿Acaso voy a creer en el Dios atento a cada ser humano, del que hablan los fanáticos religiosos?, pensaba yo repetidamente. ¿Qué pudo hacer de malo un joven de apenas diecinueve años que trabajaba con entusiasmo en su taller mecánico para que del cielo le cayera una maldición semejante? Es cierto que conducía con peligrosa temeridad pero entonces, ¿no era más lógico que sufriera un accidente en su motocicleta y no  en una camioneta que manejaba otro? Por más que lo intentaba, no pude entender a Dios ni tampoco al Ángel de la Guarda, en aquella ocasión. ¿Adónde está el famoso ángel que nos cuida personalmente cuando pasan estas desgracias?, ¿dónde está cuando muere un niño?, me preguntaba. Estoy segura de que vos, mamá, que escrutabas a través de mis ojos llorosos, adivinabas la rebeldía que había dentro de mí,  porque en cierta ocasión me dijiste para consolarme:
     -Dios sabe lo que hace, hija, no estés enojada con él.
      Sin dudas tenías una fe a toda prueba, fanatizada e irracional. Hoy creo que la fe no nace ni se nutre de la obediencia ciega, pienso que todo lo contrario, la fe sigue la dirección de la intuición, de una voz que, muy dentro de cada uno, conduce a lo verdadero para luego transformarse en convicción, vía razonamiento.
     ¿Era una fe verdadera la tuya? Creo que no, creo que no te llegaba desde adentro, no. Te venía de afuera, de mandatos ancestrales, de imposiciones, de un “vos creerás” que sumergió a millones en una pasiva resignación, en la idea de que si Dios lo quiso no hay nada más de qué hablar. Hoy me pregunto: ¿ayudaría esa actitud a vivir mejor, a ser más feliz, más consciente de cada instante vivido? No, creo que una especie de anestesia mental adormecía el deseo de saber y la rebeldía del protestar y, sobre todo, de obrar por propia cuenta, con más independencia de un dios al que, finalmente, se lo cargó con el peso de todas las acciones humanas. Sobre todo de las equivocadas.

       Fue en uno de aquellos días, en ocasión de un cumpleaños en que toda la familia estaba reunida en nuestro pequeño departamento, cuando se dio una extraña situación que me mostró que vos, siempre tan complaciente y pacífica, también podías defender con firmeza tus ideas. 
     Se trataba de una maceta, sí, de una simple maceta, ¿te acordás? Juanca, tendría cuatro años y la había  embestido y roto con su triciclo echando a volar sus pedazos y los de las plantas que habían logrado crecer en abundancia. Las visitas llegaron en el momento en que yo llevaba sus restos al patio y mi suegra, fiel a su rigurosa concepción de la disciplina, opinó sobre la necesidad de castigar la infracción.
      -Estos chicos necesitan más penitencias,  atropellan, rompen como si nada. ¡qué paliza les daría yo! 
      Vos entraste en ese momento con mis hermanos y nos dijiste a las dos: 
      -Oh, no, perdóneme, Elena, no estoy de acuerdo con usted. Una paliza…¡no! …- y dirigiéndote a mí: -sos vos la equivocada, hija. Deberías tener menos adornos y plantas en este pequeño departamento. Los chicos necesitan espacio para jugar- dijiste mientras le acariciabas la cabeza a Juanquita que se había acercado manejando inocentemente su triciclo.  Una vez dicho esto te sentaste a la mesa cerrando la posibilidad de una discusión.
    Con el tiempo te di la razón y me cuidé de darles más espacio a los juegos de mis hijos; hasta les permití hacer de su habitación un mundo de construcciones, de maderas acopladas, de imaginerías diversas. Para facilitarles juegos más creativos buscaba en la carpintería de la escuela Normal,  donde trabajaba,  restos de maderas que, junto a latas de conservas y otras formas de desperdicio se constituyeron en sus principales juguetes.   Mis chicos no tenían el patio inmenso que tuvimos nosotros en nuestra niñez, ni la sombra de un gran árbol, ni la tierra que se dejaba mojar, modelar y transformar a nuestro antojo.  Ya ves cómo tus consejos, entonces, influyeron en mi pedagogía doméstica.   
                               
     -Gordita- tengo que contarte algo importante-, me dijo mi esposo uno de aquellos días. Regresaba de Cruz del Eje, lugar en el que desde hacía un mes dirigía la construcción del camino que llevaba desde la plaza del sur al dique.
     Lo escuché atenta y curiosa:
       -El señor Hugo Alem, el intendente, me ha propuesto el cargo de director de obras públicas del municipio, ¿qué te parece? No sé si te va a gustar porque tendríamos que mudarnos allá. Es un inconveniente, pero se acabarían mis largos viajes.
     Mi tierra natal. No lo dudé ni un instante. Rubén no tendría que viajar, alejarse de nosotros y yo volvería al lugar de mi infancia, a los numerosos afectos  que había  dejado años atrás. ¿Cómo los encontraría? ¿Cómo nos recibirían? ¿Harían un lugar para que entrara yo, la que se había ido y ahora regresaba con cinco más a su lado? Las expectativas crecieron y al otro día estábamos iniciando los trámites para la mudanza.
    Aún recuerdo la cara sorprendida y disgustada de mis suegros, tan metidos, para bien, en nuestra vida. Tan cercanos. Pero si acá está toda la familia, opinó Don Toño; qué van a hacer allá, todas las oportunidades de estudio están acá, afirmó Doña Elena y hasta mis cuñados, siempre tan discretos, se manifestaron disconformes con nuestra posible partida. No, no se vayan, dijo Lito, los vamos a extrañar mucho. Vos, mamá, en cambio, feliz con la novedad nos comunicaste: 
    -¿No les parece increíblemente casual? Nuestra casa se desocupará en estos días. Pueden ir a vivir allí.
     ¿Casual? Maravillosamente casual. La casa de mi  niñez y adolescencia, alquilada por años a una clínica, nos sería devuelta en esos días. Como servida en bandeja. ¡Las vueltas del destino!

                                 




III

Volver al origen





   La vieja casa. Una ruina. No era sólo la mano destructiva del tiempo la que había sembrado humedades y rugosidades aquí y allá;  era el descuido, la indiferencia de los ocupantes que acababan de dejarla, lo que le habían trazado su apariencia de vieja maltratada. ¡Una clínica! ¡Cuántos pasos la habrían transitado sin que una dueña de casa le pusiera la mano cuidadosa de su amor! Nosotros entramos a ella dispuestos a acondicionarla y embellecerla.
    Como vos recordarás, mamá, los cuatro chicos, niños de cinco a un año la menor, estaban felices y entusiasmados con la novedad. Ellos sólo tenían interés en el sol, en el aire, en los espacios inmensos que la casa les ofrecía, en el gran parral en cuyos caños pensaron que podríamos colgar hamacs como, en mi lejana niñez, había armado papá. Seguramente su imaginación infantil planeó levantar, bajo la sombra de la higuera, que se erguía aún con fuerza,  una ciudad semejante a la que, según habrían escuchado, sus tíos Negro, Alberto y Roberto habían construido en su infancia.
     A una cuadra estaba la plaza, la misma en que yo, de niña, jugaba a la payana, al viejo, a las escondidas, la misma de las rondas, las escondidas, el tejo  y del  vení aunque esté el diablo.
     Vos, mamá y mis hermanos que vivían en la capital, Alberto, Bety y Cristina, aparecieron el sábado de la primera semana ansiosos por ver nuestro nuevo domicilio que tiempo atrás había sido el suyo. Alberto era el que más recuerdos guardaba de la vieja casa, mis hermanas, tan pequeñas cuando nos fuimos a Córdoba tras la muerte de papá,  habrían grabado, en cambio,  las sensaciones y emocionles que despertaron en su más tierna niñez, los aromas a comidas caseras, los llantos por la muerte… ¡Vaya uno a saber!
     Lo cierto es que Alberto se involucró inmediatamente disponiéndose a colaborar con algunas de las múltiples  tareas que se requerían: demoler una pared era una de las  que yo había proyectado a espaldas de mi esposo. Sí, a sus espaldas porque, ¡por Dios!, ¡cuánto le costaba a Rubén deshacer para transformar o tirar para volver a levantar! Oponiéndome a su espíritu conservador le propuse a mi hermano voltear la vieja tapia que daba al amplio terreno del fondo transformado en el basural de los vecinos. Él, contagiado por mi entusiasmo, se colgó de los caños que sostenían el parral y hamacándose cada vez más alto y con gran ímpetu, dio varios, repetidos y fuertes golpes a la vieja, débil y descascarada pared, que ya en el suelo, y luego de las constantes arremetidas, mostró el gran espacio del fondo que ensanchó considerablemente el patio.
    Ése fue sólo el comienzo. Es cierto que durante bastante tiempo la casa parecía haber sido el blanco de un despiadado ataque aéreo, un lugar en ruinas que alarmó a los padres de mi marido cuando llegaron dos semanas después a visitarnos. 
    -Esto es un horror -dijo Don Toño siempre tan franco y evidentemente preocupado por el mal aspecto que daban tantos escombros y basuras.
    -¿Van a continuar viviendo acá en estas condiciones?- Insistió mi suegro, a pesar  de que nuestro entusiasmo era auténtico.
   Claro que sí. Nos íbamos a animar no sólo a vivir sino a transformar. Los  chicos, aunque pequeños, ayudaban, tiraban, sacaban, embolsaban; nosotros los dejábamos colaborar, como vos hacías, mamá.   
     Yo, particularmente, los miraba orgullosa, ¡me parecían tan comedidos!, sin embargo durante el almuerzo de aquel domingo armaron un tremendo desorden. Te cuento, ma: Carina  se había encaramado a la silla para alcanzar el pan e inclinada sobre la mesa derramó la coca cola que rebalsaba en el vaso de Rubencito.
    -¡Bruta! - gritó su hermano indignado al ver que su bebida preferida se derramaba en el mantel.
   Como Carina lloraba con un desconsuelo que iba en imparable aumento ante las burlas de Rubencito y Juanca que la azuzaban con sus llorona, llorona, sucedió que la que prometía ser una armoniosa mesa de familia se transformó en un griterío bastante inusual. ¡Y nosotros, que habíamos imaginado un día de encuentro feliz con la presencia de los abuelos cuya presencia imponía gran autoridad! Además, habíamos preparado muy ricos platos para la ocasión.
    Por un momento el locro exquisito al que se habían anticipado unas jugosas empanadas, quedó suspendido hasta que se restableciera el orden.
    -Bueno, ahora se callan los dos - dijo mi esposo levantando la voz-. Se enfría la comida, chicos, pórtense bien.
     Juanca había aprovechado la distracción para desaparecer y al momento lo vimos pasear con su triciclo por la galería, ufano, victorioso por el escape.
     -Vení inmediatamente a la mesa- gritó, ya fuera de sí, Rubén que casi nunca alzaba la voz, peo que ese día contribuyó al desorden con violenta y ruidosa reacción. Seguramente actuó molesto por la mala impresión que se llevarían sus padres, tan severos, formales y  rígidos en materia de disciplina familiar.
     También me preocupé. Si siempre se portan bien, me decía, parece que lo hacen a propósito, y yo que quería lucirme como madre, ¡qué chasco!
     Maleducados, debí de haber pensado observando la escena con otros ojos; maleducados, me parecía leer en los de mis suegros, que siempre estuvieron  atentos al cómo conducíamos la vida de sus primeros nietos.
    -De vez en cuando vienen bien unos buenos cintazos- dijo Don Toño mirando a Doña Elena que aprobaba con un movimiento de cabeza.
    -¡Han cambiado tanto las maneras de educar! - respondí como defendiéndome de lo que me sentía acusada, mientras buscaba algún gesto de complicidad en la mirada de mi marido, pero Rubén desvió la suya y me quedé sola con el argumento.
    El almuerzo transcurrió luego en un incómodo silencio; sólo se escuchaba el tintineo de los cubiertos, el raspar de cada plato, el ruidoso masticar infantil. Inhibidos, los chicos me miraban de reojo, entonces, enternecida, les guiñé un ojo. Fue suficiente para que me sonrieran, aliviados. Después de todo no ha sido tan grave, deben de haber pensado.
     Esa noche, en nuestra habitación le comenté a Rubén, preocupada:
   -¡Qué inoportunos los chicos! Me hicieron sentir muy mal,  si siempre son tan buenitos…Ahora decime, ¿tu papá te pegó alguna vez?, nunca hablamos del tema-. Él, muy seguro, lacónico como siempre, me respondió: -que yo recuerde, nunca.
   En fin, madre, ¿qué es educar y cómo se educa? Debiera haber escuela para padres.  Pensé después en cómo habrías reaccionado vos ante el comportamiento de tus nietos. Llegué a la conclusión de que no le hubieras dado importancia y que habrías terminado la cuestión con un hay que entender, son chicos, ya aprenderán. ¿Hubiera sido así, mamá, o me equivoco? Lo cierto es que los niños de hoy están indomables, suelen lamentarse padres y docentes y debe de ser así porque la indisciplina, la falta de respeto a los mayores se dejan ver por doquier. 
    Sin embargo no puedo menos que pensar en algunas nuevas teorías que hablan del progreso de la especie humana. A los tumbos y con algunos retrocesos, pero progreso, al fin. Ahora, ¡se ofrecen tantos argumentos para que sepamos más!  Sí, es contradictorio pero real, nunca antes como hoy (te hablo de mi hoy, ahora abuela septuagenaria) se sabe más sobre cómo conducir una familia, se sabe más, se publica, se puede leer y asesorarse sobre la crianza. ¿Es bueno tener hijos tan seguidos como yo los tuve? ¿Se los puede atender a todos por igual? ¿Qué huellas les marcamos en sus vidas con nuestra mayor o menor atención, dedicación y caricias?
    Dudas. La cuestión ha comenzado a corroer mi tranquilidad. Sin embargo, te cuento, que mis hijos, los nietos que tanto amaste por ser los mayores, dan muestras de tener un cimiento sólido, (acá hablo como mamá, claro). Sin dudar puedo decir que son excelentes personas, que me sorprenden con sus manifiestas actitudes éticas, con su inclinación al trabajo, con su empeño por seguir creciendo, con la claridad de sus decisiones y, más que nada, con su visión amplia y segura. Es como si la especie, en ellos y con respecto a mí, me mostrara un escalón más alto de la evolución. Pero, ¡están tan ocupados! Fluctúan entre el amor que tienen para dar, que es mucho y del mejor, y la ambición por autorrealizarse. El hombre pleno, el que vendrá en el futuro, ya asoma  en este tiempo, aunque las preguntas no sólo no cesan sino que arrecian más y más:
 ¿Hay que pegarles a los hijos o siquiera amenazarlos como lo hacía papá y sugirió mi suegro? ¿Es bueno, de vez en cuando, darles unos chirlos en la cola como aconsejó el Papa Francisco causando tanto revuelo con sus palabras?  Por lo menos ahora se discute lo que antes era indiscutible. 
   Rubén nunca les pegó a ninguno de nuestros hijos, ni un cachetazo, ni les impuso una gran penitencia. ¿Indiferencia? ¿Prescindencia? No, no lo creo. Más bien diría que de él emanaba una incuestionable autoridad. Recuerdo la armonía de nuestras mesas, recuerdo su mirada más elocuente que todas las palabras, recuerdo que se sentaba siempre en el mismo lugar desde el que mandaba, porque siempre mandó hacer a los demás. ¿Acaso esta idea educativa se puede sostener hoy? Te cuento que no, el contexto en que se mueven los niños, adolescentes, está totalmente influenciado por la televisión. Ahora todo es TV, madre, películas y novelas imprimen modelos de vínculos tan liberados de los anteriores que a vos te hubieran escandalizado. Y de autoridad, de respeto a los mayores, ha quedado poco. O nada.
    Por mi parte creo que es tiempo de reconocer los errores, las propias sombras, como dice Jung. Por cierto nosotros tuvimos algunas falencias como padres en la crianza de nuestros hijos; ahora sé que debiéramos haber aprovechado la diaria reunión de la comida familiar para hablar más con ellos, dejándolos, eso sí, manifestarse. Pero no, todo se daba por aprendido con el ejemplo y nosotros (tampoco hablamos de eso) creíamos darlo con nuestro trabajo, con el cumplimiento de la tarea diaria, con nuestra evidente honestidad, con el amor familiar y respeto a los demás y sobre todo con la disposición a enfrentar lo bueno y lo malo que nos va dando la vida. Pero, ¿Acaso nos creíamos perfectos? ¿Qué hay de nuestras falencias, ignorancias, falta de visión de lo que les exigiría el futuro? Además, si bastara el ejemplo, ¿no hay que sellarlo con palabras, con diálogo? Tengo mis dudas a pesar de haber llegado a la tercera edad.
    ¡Cuánta necesidad tengo de hablar sobre el tema! Siempre dialogamos entre amigos de asuntos tan interesantes. Uno de ellos también piensa que tanto aprenden los hijos con el ejemplo del hogar como con lo heredado y mucho con las palabras, con el diálogo. En una charla reciente sostuvo que vale fundamentalmente lo heredado,  pero no solamente lo de la familia, lo de los padres, fue mucho más allá, madre, él nos habló de un cerebro común a toda la especie humana,  adonde concurren todos los aportes que suman a su superación. No sabés qué novedosa nos pareció su información, cuánto valoramos su aporte. Es que este amigo, admirado por muchos, es una gran lector y está muy actualizado ¿No te parece extraordinario que exista un cerebro común de toda la especie humana, donde se registran lo vivido, generación tras generación, tiempo tras tiempo por el hombre? Pues a mí, sí. Me sorprende. Me maravilla.
     Son nuevos estudios que asombran, que a veces meten miedo pero sobre todo maravillan, como que un tal Rupert Sheldrake,  biólogo británico, asegure que cada especie, vegetal animal  y humana tiene un campo de memoria colectiva a la que todos sumamos, enriqueciéndola de generación en generación,  lo que explicaría por qué cada vez los niños parecen nacer más adelantados, más inteligentes. 
     ¡Es muy interesante y acertada esta teoría. Ahora, tiempo del homo tecnologicus, nos asombramos con niños que manipulan botones de los nuevos teléfonos celulares, las tablets, las computadoras, en tanto los mayores, que venimos del tiempo de las cocinas a leña o kerosén, convertimos a los menores en nuestros maestros y aprendemos, costosamente, de ellos.
    ¿No te parece fantástico, madre?  Todos sumamos, ésa es la idea fuerza, aunque, en el punto opuesto del crecimiento humano, muchos hombres, demasiados, masificados, sobreprotegidos, marginados, parecen estar en la existencia sólo para durar, apenas conscientes de su valor.
  Creo que a vos, que te fuiste de este mundo hace casi veinte y seis años, te sorprendería la sociedad de hoy.  La tecnología no para de crecer. Pero… deseo  transmitirte una pregunta que me angustia:  
     ¿Crece el hombre, su humanidad de la misma ponderable manera? Sí, claro, pero son pocos los que marchan en la vanguardia del mundo. Cuando digo esto pienso en hábitos, conductas que, por lo menos en nuestra familia, se vienen repitiendo de generación en generación.      

    Y hablando de hábitos me pregunto, te pregunto: -Me voy a dar una vueltita, enseguida vuelvo-. ¿Te dijo alguna vez papá esta frase que me decía Rubén cuando se iba al encuentro de amigos y de naipes en el Jockey Club?  Pues como dicen que las historias se repiten, a mí me tocó padecer esa experiencia tuya: un esposo inclinado a llenar sus horas de ocio con el juego.
   ¿Te mortificaba a vos esa afición de papá, madre? No recuerdo haberte visto reaccionar ante ella, ni pedir, ni rogar, ni protestar, como yo lo he hecho.
   Tampoco, pienso, debe de haber reclamado la abuela Luisa, tu mamá, cuyo esposo, mi abuelo Aristóbulo,  era afecto no sólo a los juegos de azar sino a las mujeres y a las fugas tras las artistas de cabarets que visitaban ocasionalmente a Córdoba.  Por Dios, ¡cuánto toleró mi abuela! Pues en esas marcadas diferencias entre tres generaciones, la de la abuela, la tuya y la mía, veo, madre, el progreso de la especie y bien claramente el de la mujer. Y si comparo con las mujeres que me siguen, mis hijas, por ejemplo… ¡no se puede creer! Los muchachos de ahora saben bien cuánto se ha acortado la soga de la paciencia de las esposas actuales. 
      Fue unos diez años después de tu muerte, ¿o más?, cuando todo las costumbres empezaron a cambiar.
      Sí, madre, los cambios llegaron mucho más tarde e invadieron todos los ambientes, aún los hábitos, los comportamientos, tal como lo hace el calor, tal como lo hace el frío, que invaden sin pedir permiso. En todo se nota el dinámico paso de la vida, para bien, para mal. Cuando nosotros vivíamos en  Cruz del Eje, era una ciudad chica, estaba como detenida en un tiempo que parecía durar más, ahora se mueve vertiginosamente, ha aumentado el número de habitantes y el movimiento vehicular, antes tan escaso, envuelve las calles con su vértigo. 
     ¿Te acordás qué tranquila, llana y monótona  era nuestra vida? Seguramente provocó que muchos, más desocupados, buscaran entretenimientos que, en el caso de los hombres los llevaba a hacer vida de club. En Rubén se hizo un hábito  que se metió en su destino y en el de la familia, por cierto. 
     Las nenas, en ese tiempo iban a la primaria al turno de la tarde, los varones jugarían tal vez en el patio, en la calle o en la plaza, yo dormía plácidas siestas dejándolos en confiada libertad, las puertas siempre abiertas para que entraran y salieran con sus amiguitos a su antojo, en tanto Carmen, la buena mujer que vino por esos días a ayudar en las tareas de la casa, les dirigía miradas de tierna, cariñosa vigilancia.
    En fin, la intuición, la confianza, el dejar hacer fueron las herramientas con las que  los padres de mi generación educábamos, ayudados, en parte por la elemental información intercambiada entre pares. Ahora, en cambio, tiempos turbulentos de ladrones y riesgos se educa a puertas cerradas y con extrema desconfianza.

    ¿Habrá sido por esos plácidos años cuando quedé embarazada por quinta vez? Sí, puedo hilvanar los recuerdos. De mi vientre, que empezó a crecer, nacería Silvina, trayendo nuevas alegrías a la familia. 
    En aquellos primeros días de febrero del año 1971 se celebraba la clásica Fiesta Nacional del Olivo, una tradición que, habiéndose iniciado en mi adolescencia aún se continúa festejando.
     El cargo de Rubén le exigía estar presente en los eventos a algunos de los cuales asistíamos en familia.  Desfiles coloridos con las chicas más hermosas de la ciudad y de lugares aledaños que saludaban desde vistosas carrozas a las que se sumaba el paso de escuelas y de jinetes.  Había también campeonatos de fútbol, de patinaje y hasta carreras de autos. Y allí estábamos todos disfrutando del alegre ánimo colectivo, íntimo, familiar, muy diferente del que solíamos vivir en las fiestas patrias de Córdoba. En nuestra pequeña ciudad, plena de amigos, de tíos y primos con quienes siempre nos reuníamos, se daba el encuentro social. Yo había vuelto con esposo y con hijos y me reencontré con viejos amigos de la infancia, las amigas de las que me había separado hacía tiempo, y algunos antiguos vecinos.
       Fue por esos años cuando Hugo Alem, el Intendente Municipal y luego director en la Escuela Normal, le propuso a Rubén que hiciéramos juntos un viaje a Bariloche. Iríamos en su auto las dos parejas. 
      Con qué claridad recuerdo ahora esos días de preparativos. La buena voluntad con que te ofreciste,  mamá, siempre dispuesta a cuidar a los chicos, la alegría que ellos tenían por la expectativa de tu llegada, mi satisfacción por compartir con Lita, esposa de Hugo y profesora de literatura de mi secundaria, que tanto admiré. Viajar con ella fue para mí como un regalo más.
     Creo que es el recuerdo el que va abriendo y poblando estas páginas en blanco. Mi ánimo de embarazada de seis meses, ya naturalmente sensible, vivió momentos de gran exaltación, y las exclamaciones de incontenible alegría que poblaron el viaje se soltaron espontáneas ante la belleza que nos iba entregando Bariloche. Ríos cristalinos ríos de transparentes aguas turquesas que permitían ver la profundidad poblada de matices diversos de  piedras y pececitos de colores. Un espectáculo nuevo de montañas y bosques de pinares  tupidos y verdes. El espléndido lago transformado en un gran espejo celeste, agigantaba la mirada y  la mente se poblaba de imágenes tan armónicas como sólo la naturaleza puede brindar. Agradecida, yo sólo atinaba a suspirar,  a apretar el brazo de Rubén, que contemplaba en silencio, a darle un fugaz beso en su mano que de tanto en tanto tomaba la mía. 
    Pero el viaje fue mucho más que contemplación y asombro, fue también encuentro, el despertar a la profundidad y transparencia de una amistad que nos duró toda la vida. ¡Y eso fue tan revitalizante como mirar las aguas translúcidas donde la vista se pierde intentando descifrar misterios!
        -El niñito que llevas ahí - me dijo en algún momento Hugo-, va a ser muy feliz. Aunque no lo creas está viviendo  tus mismas emociones, ¡Y son tan fuertes! Ya vas a ver.  Y así fue.
    Como recordarás, mamá, Silvina nació con esa impronta de río cristalino, apurada por correr, alegre, bien dispuesta a ganarnos con una sonrisa que siempre le iluminaba su  carita. Gabriela, que ya tenía cinco años y Carina, con apenas seis, querían levantarla, tenerla en brazos, acunarla y cantarle la eterna canción que venimos heredando desde los siglos. Inconscientes de su imposibilidad, ofrecían sus bracitos para que se la diéramos, la mayoría de las veces, ¡pobres!, tuvieron que conformarse con acariciarles las manitas o la cara. La escena era repetida, eran mis hijas levantando a su hermanita, como yo, hacía varias décadas, levantaba a las mías. Un deja vú eterno.
   ¡Mis hermanitas! Ellas, entonces, ya eran mujeres universitarias y muy pronto empezaron a visitarnos con sus novios. Maravillas que hace el correr del tiempo.

      La Negrita Rodríguez, nuestra vecina peronista, continuaba viviendo en la misma casa que tantas veces visité en mi infancia, en la misma casa donde ella y Cheli, su hermana, me ataron los primeros ruleros con trapitos, me enseñaron a tomar mate y a ser de Boca, el equipo de fútbol  del que eran fanáticas seguidoras.
     Pues la suerte quiso que ella siguiera allí, tan cercana y siempre dispuesta a brindarse y a informar. También a hablar de política. ¿Y qué me dicen de Lanusse y de todos los que siguieron a Perón? Estos son unos brutos que se atrevieron a derrocarlo, un hombre tan bueno, un gran general y presidente. Militares basura,-continuaba- creían que superarían a Perón, ya ves, ¡son un desastre!, terminaba sus largas y apasionadas arengas, indignada. ¿Acaso no estábamos mejor con Perón?- repetía una y otra vez.
    Recuerdo que, como vos, yo también pensaba pedirle que de política no habláramos, pero la discusión sobre esos temas  me interesaba y con esa intención, traía al diálogo el nombre de grandes demócratas. Nuestra conversación, por suerte, terminaba acordando que lo mejor era y sería siempre el gobierno elegido en elecciones democráticas.    
     ¡La Negra Rodríguez! Nos habíamos acostumbrado a su presencia tan afectuosa, tan cargada de cariño que volcaba en mis hijos, como en el pasado lo había hecho conmigo y alguno de mis hermanos. Ella seguía siendo un sostén, como un puente afectivo entre nosotros,  ocupados en nuestros quehaceres.
     Ahora vivía sola, soltera de siempre, en su casa también de siempre, cercana a la nuestra: Doña Lola, su famosa madre, fanática peronista, y Don Antonio, su padre, habían muerto unos años atrás. Al frente de su domicilio, seguía estando Rafaela Mateo, quien, tras la muerte de sus padres, había abierto un pequeño almacén y al lado, aledaña a nuestra casa, vivían los Ferreyra, una de las familias más respetadas del lugar. 
     ¡Cómo había cambiado el vecindario de mi niñez! Muchos ya no estaban. Yo, que los había conocido y disfrutado sus presencias más o menos cercanas,  pude recrear sus imágenes en mi memoria. Había gente nueva en la cuadra y estábamos muy bien rodeados. El cerco del afecto se completaba con la presencia bulliciosa de los tíos Roberto y César, tan presentes en nuestra niñez y que, ya envejecidos, aún permanecían viviendo al otro lado de las tapias de nuestra casa, a las que se asomaban cada tanto para ofrecer algún manjar: pejerreyes fresquitos recién atrapados por ellos en el dique o algún dulce casero elaborado por tía María.
     Más calorcito hogareño sumando a los leños de nuestro hogar. ¡Estábamos rodeados de familia! Pero yo había llegado con otras expectativas. Mi más cercano y amado pariente era mi hermano mayor, el Negro. Bien sabés, mamá, cuánto lo admiraba y quería. Pensaba que estaríamos muy cerca de su familia, pero, ¡qué equivocada estaba! De él puedo  y debo decir que siempre estuvo cerca. El Negro llegaba a casa para participar de los permanentes arreglos de nunca acabar, se quedaba por largos ratos, a veces horas, sacando del manantial inacabable de su creatividad, ideas de cómo mejorar la vieja casona tan venida abajo. De repente miraba su reloj y nos decía, me voy, mi mujer me espera impaciente, está afuera, en el auto.

     Muy diferente eran mis hermanos cordobeses: Alberto, tan cercano al título de médico, Bety, que le seguía atrás y Cristina, que iniciaba su carrera de bioquímica, siempre se hacían un tiempo para acompañarnos algunos fines de semana.  
    La sola promesa de su llegada alborotaba la casa: había que tenerla bien encerada, lustrosa y preparar las mejores comidas y los más ricos postres. Para todos, pero especialmente para los chicos, su visita y su amor, era el mejor nutriente que unido al nuestro constituían un cálido y amplio anillo de contención.
    Pero la dicha completa no existe, ¿verdad mamá? Siempre ha de haber alguna molestia empañándola. ¿De dónde venía la mía? A veces los seres más cercanos, los que más amamos son causa de infelicidad. ¡Y yo amaba tanto a mi esposo! Los años que llevábamos juntos habían aumentado mi cariño, mi dependencia, mis deseos de compartirlo todo en familia. Debiera reconocer que él también daba muestras de quererme, que, aunque poco afecto a las declaraciones, a las palabras, estaba atento a mí. Pero, ¡le gustaba tanto reunirse con sus amigos! Cada día y aún cuando llegaban las preciadas visitas de ustedes, apurando el momento del postre y desechando compartir la posible sobremesa, nos decía a modo de despedida, me voy a dar una vueltita, ¿ustedes se van a acostar? y, dirigiéndose a mí: Y vos, ¿qué vas a hacer?, me preguntaba, como si la preocupación hubiera de retenerlo.
   Se notaba una fugaz indecisión en su pregunta pero pronto desviaba la mirada, tomaba las llaves de su camioneta y ganaba la calle aligerando el paso. No vaya a ser, pensaría, que, como tantas otras veces, lo siguiera para pedirle, rogarle, que se quedara en casa, un rato más para compartir con nosotros. Yo evitaba decírselo delante de ustedes, mamá, además ¡lo había intentado tantas veces! Pronto llegó el tiempo de la aceptación y el ruego al Corazón de Jesús: Hacé que se le pase, que aprecie cuánto tiene en su casa.
      Lo que mi esposo tenía en su hogar era amor y del bueno. ¿Siempre lo consideré así, mamá? Sí, yo tenía un profundo sentimiento nacido en mi gran admiración por las muchas virtudes que manifestaba y que fue creciendo en la convivencia. Admiraba en Rubén, su serenidad, honestidad, veracidad, sus actitudes bondadosas y solidarias con la gente que lo elevaban.  Él estaba en mí, era uno conmigo, lo sentía tan adentro que sufría como propias, sus caídas y derrotas, como cuando perdió la gran empresa constructora que formó al caer en una de sus obras, un gran tanque de agua, hecho que lo obligó a vender su empresa para pagar perjuicios;  me alegraba con sus logros, como cuando rindió un difícil examen que le permitió trabajar en Vialidad de la Provincia. Estábamos juntos y el mutuo amor estimulaba nuestros deseos de ser mejores personas.
      Tiempo después, nos llegó un crecimiento realmente significativo  del lado económico. Rubén inició con el Negro el proyecto de poner un criadero de pollos. Mi hermano, que no terminó su carrera de ingeniería, se especializó en Buenos Aires en la crianza de aves. Emprendedor como era, pronto tendría la oportunidad de poner en práctica el aprendizaje adquirido. Fue entonces cuando vos  le ofreciste utilizar la quinta que habíamos heredado de papá.
   Vos, mamá, oportuna, generosa, ¡tan madre!, dispusiste que ya era tiempo de escriturar a nuestro nombre tus tres propiedades: la quinta pasaría a ser del Negro, la casa paterna, considerada más valiosa, pertenecería a Roberto y a mí,  y la casa de Córdoba, mejor evaluada, sería de Alberto, Bety y Cristina.
    La aceptación fue unánime y espontánea. Entusiasmados, dijimos ¡qué bueno!, a lo que agregamos casi a coro: ¿Y vos, mamá? 
     -Yo vivo en Córdoba y tendré el usufructo de mi casa hasta mi muerte - dijiste. Y así fue. Tan bien dispuestos estábamos entre los hermanos que pronto Roberto nos ofreció la venta de su parte. Podría así comprar el negocio con el que siempre había soñado.
    Y yo, ¿cómo no estar feliz? Tendríamos total libertad para concretar en obras, los cambios previstos en nuestros proyectos para mejorar la casa: levantar techos, cerrar la galería y la cocina con vidrios…  
    ¡Cuánto disfrutamos esas remodelaciones! Al cabo de un tiempo la casa lucía magníficas vistas. Desde la entrada al living asomaba el verde parejo y prolijo del patio. El olivo que papá había plantado en nuestra niñez ya era un árbol robusto y a su sombra Rubén hizo construir un asador lo bastante grande como para preparar exquisitos y abundantes asados, que compartíamos gozosos con ustedes, las visitas cordobesas de los fines de semana. También con amigos.
                                                                                                
    Pues con ustedes estábamos en una de nuestras acostumbradas reuniones familiares cuando escuchamos un aviso radial que nos sorprendió.
    Se había producido el golpe de estado que derrocó a  Isabel Martínez de Perón. Una Junta militar se hizo cargo del gobierno iniciando el llamado Proceso de Organización Nacional. Vendrían tiempos de miedo, opresión, inseguridad,  violencia, secuestro, tortura. El más oscuro, terrible y sangriento período de nuestra historia.
     Debieron pasar muchos años, hasta el advenimiento de la democracia, para que, recién entonces tomáramos plena conciencia de los horrores a los que había sido sometido el país.
                                                             
     Por mi parte, continuar ejerciendo la docencia me llevó a una nueva escuela: el IPEA N° 3 “Dr. Artuto Illia” que se emplazaba a unos diez kilómetros de Cruz del Eje, entre verdes plantaciones de olivos, maizales y cítricos. La escuela era una humilde casa a la que se habían adosado nuevas habitaciones, comedor y dormitorios para alojar a una treintena de alumnos internados. 
     A pesar de que al principio dudé sobre la conveniencia de aceptar el cargo por la distancia que debía atravesar fuera de la ciudad, el contacto con chicos campesinos, tal vez con algún déficit en sus conocimientos, pero con un alma cándida y con grandes deseos de aprender, fueron conquistando mi voluntad de brindarles lo mejor de mí. Y así lo hice. Los chicos querían dialogar, hacer preguntas sobre sus vidas, alejadas de sus padres, en el momento en que  los estaba sorprendiendo la novedad y urgencias de la adolescencia. Las clases se transformaron en un trueque silencioso: ellos cumplían con el estudio de los temas del programa; yo les daba un espacio en cada clase para que la vida y lo que a ellos realmente los preocupa, fueran temas a tratar en intensos diálogos. Entonces, yo los veía enderezarse en sus asientos, fijar sus miradas expectantes en mí, que aunque no había sido preparada para atender las cuestiones que me presentaban, intenté hablarles con el corazón y responderles con la única verdad que tenía, la de mi experiencia. Así desarrollamos teas tan diversos como qué problemas trae el beber de más para pasar a su relación con las chicas, qué hacer para conquistarlas, discutir sobre la amistad, el amor, sus expectativas con las clases de los diversos profesores y hasta sobre su sexualidad y los chicos “raros” que había entre sus compañeros...
    ¿Y qué querés que te diga, mamá? Fue un tiempo muy feliz en mi carrera. Creo que valoraban mi sinceridad y se empeñaban por cumplir con las tareas y hasta fue una siembra que algunos años fructificó en un libro que llamé “Charlas con los alumnos”. Ellos sacaban un tema, yo les daba mi opinión, algunas veces discutían mi posición y hasta me convencían de la suya. Amé mucho a esos alumnos, aprendí a ser humilde, respeté sus puntos de vista y cuando no sabía qué responder o qué aconsejar les prometía estudiar la respuesta para la próxima clase.
    En medio de esas charlas, un alumno de quinto años, Fernando me preguntó:
    -¿Vio profe? , ¿no le parece que nuestro país, está muy revolucionado y que hay que intervenir? Por todas partes hay atentados, bombas, brotes de guerrilla. Y nosotros tan tranquilos aquí -, concluyó en tono confidente.
  Y sí, yo lo sabía. El diario, la radio, la televisión daban cuenta de voladuras de puentes, secuestros y matanzas; las ciudades eran un polvorín y vos, mamá, también me habías puesto al tanto de la opresiva sensación de guerra que se vivía en la ciudad, de la que nos sentíamos muy lejos.
   Pero esa vez evité el tratamiento de un tema que nos empezaba a torturar. Era conocido que muchos varones de nuestra ciudad, habían sido apresados y que nada se sabía de ellos.

     -Suerte que ustedes ahora viven en un lugar más tranquilo- repetías cada vez que llamabas para contarme que tal o cual chico y hasta algún pariente había sido detenido por agentes del gobierno militar, con el agravante de un paradero desconocido.
    ¿Lugar tranquilo? Lo cierto es que la escuela, emplazada en medio del campo, era como un paraíso oculto, de difícil acceso. Sin embargo, la inquietud rondaba en las conversaciones, y se manifestaba en las reiteradas preguntas de los alumnos, en su necesidad de conocer la opinión de los mayores: Usted, señora, ¿qué opina de lo que pasa en el país?, ¿le parece que  hace falta un gran cambio? Eran simples preguntas pero interrumpían las clases de todos los días y denotaban cuán lejos estaba el interés y la atención por los temas del programa que se debían desarrollar.
    ¿Gran cambio? Claro que hacía falta, pero los jóvenes debían entender que si se enfrentaban a los militares, saldrían perdiendo porque les darían motivos para usar las armas. Ellos tenían todo el poder, había que buscar formas no violentas de producir mejoras sociales. A veces las revoluciones pueden ser pacíficas, reflexionaba yo, intentando serenar sus ánimos rebeldes. 
     Las noticias que nos trajeron los días siguientes justificaron la razón del desasosiego estudiantil. Algunos alumnos que habían faltado a la escuela últimamente figuraron entre los nombres de desaparecidos; luego supimos que uno de ellos, de apellido Santillán había sido asesinado. ¡Un lugar tan tranquilo! Evidentemente, la violencia  del terrorismo de estado había llegado hasta ese territorio tan apartado, donde árboles,  sembradíos y cuidados corrales, se transformaron en  testigos mudos de la participación activa  de nuestros jóvenes en la guerrilla.  
    Las noticias difusas sobre muertes jóvenes, de secuestros y desapariciones transformaron aquel tiempo en una negra y prolongada noche de terror. Andábamos a tientas porque nadie estaba en condiciones de despejar las dudas, las sospechas de que en cada momento algún argentino, un hermano, un semejante podría estar sufriendo la brutalidad de la tortura, el temor de su desaparición, o la inminencia de la muerte. Vivíamos en la nebulosa  de los comentarios, de las suposiciones.           
    ¿Te acordás, mamá, del mundial de 1978? Cuando pasaron algunos años advertimos que era un velo distractor tendido astutamente sobre la conciencia colectiva. En el momento de los sucesos, los argentinos mirábamos para otro lado y era por pura ignorancia; nada sabíamos del sufrimiento de miles de ciudadanos que cayeron bajo las garras del gobierno militar. ¡Y pensar que hasta salimos a las calles a festejar el triunfo de la selección nacional! Eso, entonces, nos hacía sentir muy argentinos. Hoy… ¡qué vergüenza!
     Y así, a nuestro pueblo, Cruz del Eje, el ponderado lugar de regocijo, confianza y tranquilidad, llegó también la angustia que reinaba en las ciudades capitales.
    ¡Qué diferentes empezaron a mostrarse las calles, las de los tiempos de mi niñez, cuando ustedes, vos y papá, salían a disfrutar de las tardes de vereda con los vecinos! En este nuevo virar de la historia, las animadas conversaciones se silenciaron y, en el mejor de los casos, se transformaron en un noticiero vivo transmitido en cuchicheos temerosos. 
   Al mismo tiempo que en los espacios exteriores empezó a reinar el ominoso silencio, en el interior de los hogares se enseñoreaba la ruidosa televisión, cuyas antenas se habían extendido por toda la ciudad. Entonces, los vecinos magnetizados por el estruendo de las noticias y encerrados por más tiempo en sus casas, desvistieron los paseos y veredas de sus, otrora, coloridas presencias. La plaza poco a poco trocó su viejo aspecto de lugar de encuentros y paseos por un escenario desierto. Adentro, los niños pasaban horas mirando dibujos animados y los mayores se enfrascaban en novelas, noticieros esperados con la misma engañosa avidez con que se ansía una cómoda evasión, cuando en realidad eran y siguen siendo una sumersión en las peores noticias. 
       Nunca como entonces la casa fue refugio y las reuniones entre amigos y gente de absoluta confianza como vos, mis hermanos y personas como la Negrita Rodríguez, calmaban el sentimiento de inseguridad y desconfianza.

      -Hola, hola, ¿hay alguien en casa? - Era un sábado y remoloneábamos en la cama, donde Rubencito, Juanca, Carina, Gabriela y Silvina se habían acurrucado para que todos, incluido el padre, que protestaba, cupiéramos en ella. ¿No te parece ver un cuadro de nuestra infancia, mamá? ¡Por Dios, cómo se repiten las historias!
     -Hola, ¿duermen? - La voz que se acercaba nos puso atentos-.Tengan un poco más de cuidado, aconsejó Cristina al trasponer la puerta, esta casa está muy abierta. Entramos, recorrimos el patio y ustedes metidos en este rincón apartado. ¿Y si fuéramos ladrones? 
     Ante nuestra vista, como una bella aparición, Cristina,   vos y  Bety. ¡Qué alegría! Enseguida estuvimos en el patio, gozando de un hermoso día de sol.
    -Bueno, ahora les contamos la sorpresa. Bety se ha recibido de médica y Juan Carlos quiere casarse, ¿qué les parece?- dijiste contenta-. Enseguida llegan los muchachos con Alberto y su esposa. Se quedaron un ratito en la casa del Negro.
    La conversación se volvió agitada, todos queríamos opinar, y hasta los chicos Rubencito y Juanca, Carina y Gabriela, exclamaron, ¡qué lindo, tendremos una fiesta!
     Esa noche fue de sesión. Así llamábamos, (lo debes recordar muy bien ya que fuiste “socia instigadora”), a las reuniones familiares en que opinábamos todos, aún los más chicos, aunque su intervención se limitara a preguntar tímidamente. En las habituales sesiones hablábamos de cualquier tema, generalmente de la familia, de nuestras dificultades y de cómo superarlas. Lo hacíamos ordenadamente, según recuerdo. ¡Eran reales encuentros de almas que nos hacían bien! 
    En esta ocasión la charla bajo la protección del olivo duró hasta el amanecer del día siguiente. Fue en el momento en que Rubén se levantó para viajar a su habitual reunión de trabajo en Córdoba, cuando pusimos fin a la charla.
    Las panaderías vecinas derramaban sus aromas de pan recién horneado y nosotros estábamos allí, amaneciendo con el día que llegaba envuelto en esos tentadores efluvios culinarios. 
    ¿De qué se habló esa noche? No, no lo recuerdo claramente, y a lo mejor vos sí, pero lo importante, lo que permanece en mi memoria es el sentimiento de cariño y gran satisfacción que nos unía. Luego, algunos temas, sí: la familia y los allegados a ella, sus historias, sus aciertos, sus errores, los personajes familiares que quisiéramos imitar y aquellos otros (eran bastantes) que a pesar de sus posibilidades y potencialidades, habían construido una vida vacía y mediocre.
     Rubén y la esposa de Alberto, poco interesados en los temas, se fueron a dormir diciéndonos qué locos, estas reuniones son de nunca acabar. Juan Carlos, permanecía y mostraba real interés haciendo preguntas sobre la familia  a la que se estaba integrando y aportando con sus observaciones. Así, un tema traía otro, y los personajes principales, la abuela y sus costumbres, vos y lo heredado, papá y sus marcas familiares, la importancia de conocer al otro antes de casarse, el amor y hasta nuestra infancia, las lecciones dadas y más o menos aprendidas, las que transmitiríamos a nuestros hijos y futuros nietos y las que no, ya sea por viejas  o  desusadas. 
    En fin, era un recordar y relacionar y reflexionar y aplicar a ejemplos, que a veces remarcábamos los mayores con alguna observación intencionada: ¿se acuerdan del caso que alguna vez les conté de un tío tan mimado al que mi abuelo le daba con todos los gustos? Pues ¡cómo se hizo de vago! Es un tatarabuelo que no conocieron, aclarabas vos dirigiéndote a chicos y grandes, y continuabas narrando: ya había muerto y no estuvo para apreciar el producto de su equivocada concepción de hacer el bien al hijo preferido. Lo arruinó y a mí y mis hermanos nos tocó atestiguar una vida que terminó en la pobreza y en la soledad.
    Temas como ése abundaban porque los parientes eran muchísimos y la intención de introducir estos comentarios estaba dirigido a los más chicos, en ese momento, mis hijos, quienes estaban siempre presentes y aprendían nutriéndose con las historias del pasado familiar.                                                     
    Pero, vaya a saber por qué, obviábamos referirnos a los hechos recientemente acontecidos, al terrorismo de estado que se llevó entre 15000 a 30000 vidas jóvenes, que enlutó a tantas familias.
      En algunos casos no atinamos a acompañar a los atribulados padres y hermanos. ¿Tanto nos había anulado la capacidad de estar con quienes nos necesitaban el miedo subterráneo que terminó por paralizarnos? ¿Tanto reprimíamos el tratamiento del tema, por la sensación entre dolorida y culposa que causaba? De esos temas hablábamos poco o casi nada,   todavía, incapaces de exorcizar un duelo colectivo que  mantenía anulado nuestro análisis crítico.
    Con esa mirada bastante estrecha no sentíamos que la vida familiar de aquel 1976 se deslizara por un carril amenazado. Estábamos contentos con la rutina diaria, nuestros hijos crecían sanos, ¿qué más se podía pedir a la vida? Algo sabíamos de persecuciones y violencias, pero aún las sentíamos lejos de nosotros sin sospechar cuánto lo lamentaríamos después, cuando tomamos contacto con la real dimensión de lo que acontecía.
                                                                                       
      Pero la vida está hecha de altibajos. En aquellos días nuestra felicidad familiar se vio empañada por cuestiones tan humanas como los celos, los desencuentros y los malentendidos. ¿Lo viviste así, mamá? Para mí, algo así como un borroneo oscuro se instaló en la familia cuando entre el Negro y Rubén surgieron desacuerdos y roces que hicieron ciertas las sabias advertencias tuyas y las de don Toño sobre la inconveniencia de las sociedades entre familiares.
     -Miren que las sociedades no son buenas entre parientes- repetían una y otra vez ustedes, los mayores, cuando los muchachos anunciaron que unirían fuerzas para instalar un criadero de pollos. Después de unos años de prosperidad, los reveses empezaron a debilitar el inicial entendimiento. Yo me limitaba a escuchar. Mi esposo era muy reservado pero de alguna manera se filtraba la información de cada nuevo desajuste. Luego estalló la necesidad de desarmar la sociedad. Fue como un divorcio con su guerra de bienes a repartir, con la secuela de familiares que nunca más pudieron reunirse en la misma casa y que hizo que dos, que siempre se trataron como hermanos, se volvieran irreconciliables.
    ¡Yo admiraba a mi hermano! Lo amaba, además. Pasar por su casa, en la misma ciudad, se constituyó en un motivo de amargura. La matriz heredada me empujaba a intentar abrir puertas que siempre fueron esquivas pero nunca tan cerradas como en esos tiempos. El dolor de una forzosa separación se agudizaba en las reuniones de cumpleaños o en ocasión de festejar Navidad y Año nuevo. ¡Entonces sentíamos los puntazos de semejante ruptura!
     En una de esas circunstancias, mi hermano llegó en un impresionante auto último modelo (nunca supe de marcas), estacionó en casa y tocó fuertes bocinazos. Nos asomamos con mis hermanas que habían llegado para la ocasión y advertimos en el rostro demudado del Negro la mortificación por no poder participar. Le tomé el brazo que apoyaba en la puerta del auto y le dije sinceramente conmovida: quisiera que estuvieran con nosotros, siempre te quiero, hermano, no es posible que estemos separados…por no sé qué.
    Intuía que el mal, que ya se venía anunciando, llegó con unas cuentas mal hechas. ¡Maldito dinero, intereses económicos, sociedad entre parientes! Mi hermano me miró con los ojos enrojecidos y poniendo en marcha su auto lo lanzó a gran velocidad, como si huyera. Estoy segura de que no quiso que lo viéramos llorar.
     ¿Cómo podríamos sentirnos nosotras? Me imagino que vos, mamá, manteniéndote por prudencia adentro de la casa, habrás sufrido mucho. Nada podía dolerte más que la separación de los hermanos. Pero, ¿nos habíamos separado en realidad? El tiempo lo diría.

    -Por favor, Rubén, esto no puede ser. Te ruego que agotés todas las palabras, tal vez algún puñetazo si te parece necesario,  pero debés reconciliarte con mi hermano. Esto no puede ser - insistí unos días después-. Tenés que amigarte con el Negro. ¿No ves que está sufriendo toda la familia?
     Él, mamá,  ¿te lo conté alguna vez?, sólo me contestó:
    -¿Reconciliarnos? Ya todo ha sido dicho. Tu hermano sólo entrará en mi casa pasando sobre mi cadáver. 
     Sus palabras me golpearon como un rayo  siniestramente premonitorio.
    Días más tarde, tal vez como una compensación, tal vez para anudar más el círculo de nuestro hogar, tal vez para que olvidara la pena del distanciamiento familiar, Rubén llegó  a casa con un entusiasta proyecto.
     -Me han ofrecido una confortable casa rodante para ocho personas con un buen placard, baño, bauleras y un mueble con un artefacto para cocinar. ¡Les va a gustar! Tiene cuchetas arriba y abajo, lo que hace un dormitorio para cuatro personas; del otro lado y cerca de la puerta hay una cama de dos plazas con otra plegable arriba. Las dos pueden levantarse para transformar el rincón en comedor. ¿Qué les parece?
    Su descripción había sido lo suficientemente prolija y entusiasta como para contagiarnos a todos su ilusión y alegría. Ya nos veíamos recorriendo el país. Y no exagero, a partir de entonces fuimos conociendo la Argentina en todas direcciones.
      Viajar en nuestro Falcon tirando la casa rodante se transformó en un hábito de fin de semana y de vacaciones. Los preparativos nos unían en un gran regocijo y los chicos colaboraban obedientes y bien dispuestos  para que nada empañara los viajes en familia.
    -Chicos, ¿a que no saben adónde iremos esta vez y quiénes nos acompañarán?
    Los padres de Rubén, los abuelos paternos, que ocupaban un espacio tan grande en el corazón de mis hijos y en el nuestro, fueron los huéspedes de nuestro primer viaje largo. Sería a Mar del Plata donde pasaríamos unos veinte días.
     Cada uno forró una caja que debía distinguirse de las otras y volcó en ella todo lo que quería llevar. Miren que si se olvidan algo tan necesario como la malla no habrá reposición, esta compra nos ha consumido todos los ahorros así que tenemos poco dinero para gastos extras, nos advirtió Rubén. Los chicos hicieron rápidas promesas de cuidar lo suyo y disfrutar a pleno del viaje sin pedir nada más. Yo también.

     Unos días después, la casa rodante fue con nosotros al mar. Ninguno, tampoco mis suegros conocíamos su esplendidez, por eso fue muy impactante su visión cuando, desde el pináculo de una avenida que nos llevó en ascenso, apareció a nuestra vista la impresionante panorámica celeste matizada de grises, rosados  y amarillos.
   Las aguas, alborotadas, reflejaban en sus ondulaciones el último sol, que se quebraba en miles de partículas abrillantadas. A su orilla las casas de techos coloridos parecían absortas en la contemplación del magnífico paisaje. Tan maravilloso y novedoso cuadro, cargado de un especial cromatismo, se nos metió en el alma agradecida. El momento valía todo el largo viaje, y en nuestro interior surgió la total adhesión al gracias Dios, hemos llegado bien y esto es precioso, que pronunció una conmovida Doña Elena.  
    Ahí estaba el mar, su infinito porte tornasolado por la hora crepuscular, un cuadro marino que la luna creciente iluminaba de mágica esplendidez, y Rubén, extasiado, nos deslizó por aquella bajada impresionante que parecía esperarnos para sumergirnos en la cautivante hondura del mar. 
     Aquella noche del 24 de diciembre, acampamos en el Camping Municipal bajo una gran arboleda y cenamos manjares marplatenses apurando los bocados. Todos deseábamos dormir para que el día siguiente amaneciera más pronto y nos permitiera contemplar el lugar incierto donde habíamos estacionado. 
     En la noche total, más que ver adivinábamos la presencia de grandes y altísimos árboles que parecían formar parte de un bosque tupido, en tanto el mar, muy cercano, rugía como dándonos la bienvenida.
     La oscuridad, un lejano murmullo marino, la emoción del festejo de la  Navidad entre los troncos que nos servían de asiento y la tibieza de los cuerpos apretujados por la estrechez de la cama que compartíamos con mi esposo, nos sumergieron en un sueño reparador. ¡Habíamos viajado tantas horas!
    La casilla nos acompañó por años. Rubencito estaría cursando tercero del secundario, Juanca el segundo, Carina y Gabriela, la primaria, de manera que, por un buen tiempo, todos, en familia, compartimos salidas y renovadas experiencias.
   Silvina, la menor, poco a poco se acostumbró a aquellos viajes que, ¿será por la estrechez del espacio? anudó más fuertemente los lazos de nuestra relación familiar.

    Transcurrieron así unos tres años más que fueron coronados con la noticia de un nuevo embarazo. 
     Silvina, mi último bebé, había cumplido cinco años. Era un buen tiempo para volver a acunar a otro niño. Esperé a mi nuevo hijo con inusitada alegría, mientras nuestra vida transcurría en nuestras dos casas, la quieta, la de Maipú al 600 y la que rodaba por los caminos del país, la que nos permitía conocer, disfrutar, charlar en familia y ampliar la mirada y el corazón tras los magníficos y siempre diferentes paisajes que ofrece la naturaleza de nuestro país.
      Por cierto, no faltaron los momentos de apuro y zozobra. Quiero contarte lo sucedido en uno de los viajes que más recuerdo. Era en julio y mi sexto embarazo había alcanzado el cuarto mes. Íbamos por los estrechos caminos de los valles calchaquíes, en el norte del país. Estábamos dominados por un estado de exaltación y alegría. El paisaje era sobrecogedor, las montañas pintaban a esa hora de sol los alucinantes matices de un colorido audaz, increíble. Yo vibraba en la contemplación que me obligaba al suspiro y a una repetida exclamación, ¡Oh, qué belleza! ¡Gracias, Dios o Vida o quien sea el que nos regala este viaje único! La felicidad estaba conmigo, en tiempo presente y en estado consciente. Se lo dije a mi esposo: no podríamos ser más felices, ¿verdad? Entonces, agradecida, empecé a enumerar nuestros bienes, el mayor de los cuales eran nuestros cinco hijos y el sexto que, aunque todavía se estaba gestando en mi vientre, hacía notar su presencia dando fuertes pataditas, manifestaciones de vida que sus hermanos compartían con interés y anticipado cariño. Pero…
     De repente advertí que Rubén giraba desesperadamente el volante. Lo miré, observé su cara congestionada por el esfuerzo y surcada por el sudor. Mi esposo acompañaba sus múltiples intentos con algunas palabrotas infrecuentes en su lenguaje: ¡la puta madre, ahora sí que nos vamos a la mierda!
     Su empeño era inútil, el auto era arrastrado a un abismo que nos esperaba, abriendo su bocaza sombría a una corta distancia. Miré abajo, más allá, lejanamente, se deslizaba un río torrentoso. Era pendiente caída profunda, y nos íbamos hacia su garganta verde. Rubén seguía intentando, desesperadamente, controlar el vehículo. Juanca abrió la puerta con intención de tirarse, allí estaba la montaña en la que retumbaban nuestros desesperados gritos, ¡Juanca, no!
     La angustia duró un instante, de esos en que se piensa vertiginosamente en todo y en nada a la vez. Por cierto sabíamos que las tres nenas, que jugaban en la casilla, serían las primeras en volar por el aire si nos desbarrancábamos. Acaricié mi vientre, mi futuro hijo, se agitaba como alertado   por el peligro.   De pronto, el auto se detuvo. Estábamos a unos treinta centímetros del borde, de la caída. Después, todo fue en un solo instante, bajar cuidadosamente por el costado, correr a rescatar a las nenas, poner unas piedras para detener un posible deslizamiento. Cuando pudimos empujar y sacar al auto de su peligrosa posición, Rubén, dirigiéndose a mí, enrojecido su rostro por el mal trance pasado, se limitó a decir: Ahora, basta de ponderaciones. Tanta felicidad y al borde de una muerte segura. ¿Te das cuenta de los extremos?
     ¿Te lo había contado, mamá? Por suerte ahora puedo hacerlo, ahora que es, solamente, un recuerdo conmovedor.
      Vos participaste y recordarás algunos de esos recreos de fin de semana, sobre todo aquellos en que Bety y Cristina, ya casadas y con hijos pequeños, se sumaban a nuestras excursiones por las sierras.
      Cierta vez, nos encontramos con mis hermanas y sus familias de tres o cuatro hijos cada una, en un camping de Capilla del Monte.
      -Esta noche haremos un asado, anunció alguno de los esposos y entonces un rincón del camping fue testigo no sólo de ruidosos intercambios de cuentos, anécdotas y carcajadas que invadían el ambiente entremezclados con el aroma inconfundible del asado, sino de lo que mejor habíamos aprendido a hacer en familia: hablar, dialogar.
     El momento era propicio para iniciar una de nuestras sesiones.
   Hugo, Juan Carlos y Rubén se habían incorporado con mayor o menor resistencia a lo que se volvió un hábito. Pero aquella noche la lectura de un libro, nos precipitó al intercambio de opiniones. ¿Lo recordás?
    El calor se había aposentado entre las carpas y casillas del camping. Estábamos bajo un farol que esparcía la potencia de su luz sobre las figuras de algunos de nosotros que fuimos aproximando las reposeras al fogón del encuentro.  Se veían rostros expectantes y ahí nomás en el tiempo de esa noche, todos nos acercamos más para escuchar mejor lo que Rubén leía para quien quisiera escuchar y en voz bien alta.    Así, el improvisado lector fue pasando algunas páginas del libro Tus zonas erróneas. Separándose de los juegos y correteadas de los más chicos, los primitos mayores se acercaron como atraídos por un imán y  entonces fuimos por un largo rato todo oídos, hasta que alguien, marcando algún pensamiento de Wayne Dyer, el autor, interrumpió la lectura con un “a mí me parece”, que desató la intervención de otros más porque, hasta Rubencito que había crecido tanto en su adolescencia y Juanca que le seguía y Gastón y Andrés, los hijos de Bety y Federico y Mauro, los de Cristina, sumaban sus variados puntos de vista, más o menos agudos y, para sorpresa de los mayores, algunos muy perspicaces.
     Fue una noche de profundo encuentro, de acercamiento, de intercambio de ideas y opiniones y experiencias y también de recuerdos, que, como siempre, acaparaban una total atención, hasta que un vecino del camping asomó su cara enojada abriendo la entrada de su carpa, ¿te acordás?, y, el sólo verlo poseído por el mal humor nos mandó a callar.
      -Es hora de ir a dormir- dijo algún prudente.
      -Sí, hasta mañana- añadió otro, avergonzado, mientras escapábamos, sí, prácticamente desaparecíamos en nuestras respectivas casillas.
     Ahora, a la distancia, pregunto: ¿eran sólo charlas para pasar el tiempo, madre? No.   Eran verdaderos diálogos de una filosofía doméstica, casi elemental, sí, pero entremezclada con la preocupación psicológica, los consejos, la confesión, sin tapujos, del error, de las sombras que todos tenemos y tan poco vemos. Eran reuniones muy valiosas porque nos ejercitábamos en un arte muy difícil, el de dialogar en el sentido de desarrollar un tema, tratar de llegar al meollo y extraer una conclusión, un aprendizaje, un escalón más alto para apreciar mejor el camino e introducir los cambios necesarios.
     La familia siempre las consideró muy orientadoras para  los chicos y catárticas para los adultos y todos estábamos dispuestos a asistir a ellas cada vez que se diera la oportunidad. 

     Rodrigo nació en diciembre del 76. Llegó empujando con fuerza a la que se sumó la mía. Estaba segura de que ya no tendría más hijos, con 37 años otro embarazo implicaría serios riesgos. Así que me propuse asistir al nacimiento más que como protagonista, (¿cómo distraerme de los dolores?), como observadora. Por eso pujé con energía al mismo tiempo que miraba hacia mis entrepiernas para ver cómo salía de mí el hijo que tanto esperaba. Rubén había quedado afuera ya que nunca resistió ver sangre.
     Mi médico tuvo que frenar mis impulsos. 
    -Pará, no pujés tanto, no seas bruta- me amonestaba Raúl Arrigoni, el ginecólogo más popular del lugar, además, nuestro amigo, tratando de frenar mi desorbitado entusiasmo.
      Cuando me anunció que era un varón y que se veía sano y fuerte sentí la alegría aumentada por un fugaz hacer cuentas: se emparejaba el número de varones con el de las nenas. Tres y tres, me dije, ni que lo hubiéramos planificado. Como tus hijos, mamá, tres y tres.
      Ahora que Rodrigo es un hombre de 39 años, ahora que vos no estás, deseo transmitirte un pensamiento muy íntimo: pienso que el entusiasmo que puse en su llegada a la vida, la fuerza de mi empuje y mis ruegos para que fuera sanito, se  trasladaron a su propia sangre. ¡La tiene tan buena, tan hecha para el buen amor!
       Y eso es lo que manifestaba en su niñez, tan plena, tan hecha de amor familiar, tan rodeado de afecto nuestro sexto hijo. Por esos años yo solía decirle a mi esposo, medio en broma, medio en serio: después de cursar tantos años la escuela para padres te recibís  con el más chiquito. Era como si mi esposo después de un largo aprendizaje se hubiera dispuesto a poner en el benjamín de la familia toda la ternura de que era capaz. Ternura y dedicación, porque, como no lo había hecho antes con los mayores, acompañó a Rodrigo en sus primeras clases de jardín, jugar tenis, participar de campeonatos y consolarlo cuando perdía o aplaudirlo fervorosamente cuando ganaba interesándose, además, por sus estudios.

    En cuando a estudios y enseñanza te recuerdo que, en aquellos años 1987 y 88, el colegio en el que enseñaba lengua y literatura, el IPEA N° 3 se había trasladado de El Brete a su moderno edificio en las márgenes del no menos monumental dique de Cruz del Eje. Fue cuando surgió la posibilidad de acceder al cargo de regente y muy pronto se confirmó, mediante la llegada de mi nombramiento. Un sacudón positivo para toda la familia. Unos pesos más, ¡qué bien nos vendrían!
    La escuela, ya lo dije, era monumental. Después de un largo tiempo enseñando bajo los árboles y luego en fríos galpones nos albergaba, al fin, un edificio cómodo, moderno, espacioso y, bien calefaccionado. Lo disfrutamos como un regalo lujoso agradeciendo a su ex director, Don Gerardo Bulacios, la pasión que había puesto en gestionar su construcción. 
    ¡Cuánto contrastaba con la vieja casona del Brete! De aquella recuerdo una inusual visita  que tuvimos en tiempos del gobierno militar cuando llegó, a manera de inspección, un oficial del ejército a cargo de las escuelas secundarias. Era invierno y venía arropado con una capa abrigada y blancos guantes. La vieja casa en la que dábamos clases venía cayendo en un visible deterioro y por las ventanas, con vidrios rotos, se filtraba un frío despiadado que nos enrojecía el rostro y entumecía las manos, de manera que las tizas, que apenas se podían sostener, caían al piso por el frío tanto como por la incomodidad que producía esa ruda presencia uniformada. Él miraba con curiosidad nuestros rostros, el mío, los de los alumnos. Muy poco pudo observar de la clase. Creo que lo ganó la admiración; éramos verdaderos héroes metidos en el interior del interior desconocido, en un bosque de sembrados que mantenían su verdor porque los mismos alumnos le sacaban, con su empeñoso trabajo, los mejores frutos a la tierra. Y allí se podía ver a algunos de ellos, al alcance de la vista, en distintos puntos del campo inmenso y cubierto por la helada mañanera, aquí y más allá, llamando a la madre de la fecundidad a golpes de pala y  azadón.
    El militar, admirado, sólo atinó a decir, mientras me tendía la mano mirando a los chicos: los felicito. Asombrosa su tarea, señora.
    Con los años fue diferente.
    En las márgenes del dique, mis clases maduraron  alentadas por el aire fresco y los paisajes cargados de estampas vírgenes. Mirando a lo lejos, fuera de los límites del aula podía trasponer los verdes y amarillos de los campos que colgaban sus matices en las plantas, bajando a los sembrados y traía para mis alumnos la frescura de oraciones inventadas sobre lo que todos podíamos observar. Las hojas de los árboles muestran la llegada del invierno. Sí, era la realidad lo que entraba a nuestras clases de gramática, eran los sujetos y predicados que formula la vida. Y los chicos se entusiasmaban y también intentaban crear sus propias expresiones siempre devenidas de la realidad circundante: La  helada avanza y cubre la tierra. Uy, ¡qué frío!

     Gracias a la vida, al Dios que nos ve y que vemos en los colores campesinos, en el milagro de la semilla, en cada nacimiento. Así iba yo meditando alguno de los días en que me dirigía a mi obligación de regente y al contacto con los chicos de segundo año en clases del IPEA. Atravesar el dique para llegar a la escuela me llenaba de real regocijo, ¿y cómo no iba a estar feliz si el encuentro con los alumnos despertaba en mí, no sólo nuevas ideas, sino la posibilidad de procurar transformarlos en activos protagonistas de su propio aprendizaje?
     Fue en esta escuela donde puse en práctica mi método para la comprensión de textos. Creado al conjuro de mis clases en la Escuela Normal fue bautizado con mi apellido y luego aplicado con los chicos de la escuela agronómica. ¡Con cuánto entusiasmo trabajaban! Nada mejor para ellos, muchos tan tímidos o de corta expresión, que jugar creando representaciones gráficas que iban marcando sus avances en la comprensión de un texto. 
     Estaba muy agradecida a los practicantes de didáctica de la enseñanza que, al visitar una de mis clases, me dieron la oportunidad de agudizar el ingenio para que los chicos, a medida que trataban de entender un texto y jugando con cada significado crearan expresiones que representaran lo que iban descubriendo
      Ojalá, pensé entonces, los alumnos de práctica de la enseñanza, observen que cuando el profesor pone el alma, las mejores ideas comparecen para ponerse a su servicio; ojalá los alumnos no se inhiban y demuestren el entusiasmo por aprender que  despierta una buena motivación. Recuerdo que consulté con vos, mamá, los pasos a dar para que los alumnos comprendieran el mensaje de una hermosa pero difícil, simbólica y abstracta poesía de José Pedroni, “Deshojamiento”.   
         ¡Fue un desafío de increíbles resultados! Los chicos estaban muy motivados y con tal entusiasmo que hubo que pedir varias veces silencio para que todos pudieran actuar. El pizarrón se llenó de figuras, la primera fue la que representaba la presencia de un narrador (N) a la que siguieron tantos cuadros, como secuencias estructuraban el texto, al mismo tiempo que representaban el ámbito o espacio. Luego las figuras, diversas, simples representaban a los personajes, y diversidad de flechas sus movimientos. En fin, cada texto ofrece la oportunidad de relacionar y crear. ¡Un entretenido juego que atrapó a los alumnos! Y, muchos etcéteras más. Así quedó claro el tema central y el de cada uno de los apartados, antes incomprensibles y de esa manera los alumnos pudieron explicar por escrito y oralmente lo que Pedroni  transmitía en su poema.
           ¿Cómo no sentirme muy feliz? ¿Cómo no regresar cantando y hasta descansada de clases que se volvieron muy compartidas y enriquecidas por los alumnos? El método  era parte de mi vida y cuando lo presenté en el salón de actos de la Escuela Normal, en 1980, los docentes asistentes, expresando o callando, confirmaron su valor. 
     Eso fue un logro de mi vocación docente, mamá. ¿Cómo no recordártelo si tanto has tenido que ver con el despertar y confirmación de ese quehacer y también con aquella clase. Si pudieras verlo prendería mi computadora, teclearía mi nombre y verías aparecer en Google una estadística de cuantos se interesan, en el mundo, por el Método Seppi de comprensión lectora por la creación de ideografismos, como lo he llamado.                                        
                                                                      
      Eso me mantenía feliz, como orgullosa de haber hecho algo útil, pero, por otra parte y sin poder escapar a lo que es propio de todos los momentos que vivimos, los acontecimientos marcaban con extrema claridad el contraste entre lo luminoso o sombrío en que anda la vida. En casa, madre, entrar a casa, significaba encontrarme con cuatro camas vacías. ¡Se nos habían ido cuatro hijos a la ciudad! Lo del nido vacío me trazó una profunda llaga en el alma. ¿Debo decir que fue el mismo dolor para mi esposo? No lo sé. A Rubén no le gustaba hablar de temas tristes. A los cuatro mayores los separaba apenas un año o un poco más de edad y uno tras otro fueron partiendo a estudiar a Córdoba. Vos los albergaste, les abriste uno a uno tu casa y ofreciste la calidez de tus amorosos cuidados. Vos, mamá. ¡Te debemos tanto! Vos, mamá, y Cristina, que fue una tía incondicional, nos daban la tranquilidad de saber a nuestros hijos,  contenidos. 
    Las que se hicieron cuatro ausencias pusieron en la casa notas de gran extrañamiento. Lloré mucho la falta de los niños que se habían hecho adolescentes y  jóvenes, que pasaban los momentos de su nueva vida lejos, sin compartir con su familia íntima, que se hacían independientes. Ahora que pienso en ese desgarro, ahora que puedo revivir con madurez hechos que tanto me dolieron, juzgo que en esa edad fui una madre obsesiva, casi egoísta. ¿Acaso no sabía que es ley de la vida el alejamiento de los hijos y una obligación de padres maduros apostar a su autonomía? 
    Poco tiempo después debí aceptar que en la vida existen motivos más dolorosos para llorar, duelos profundos que cavan las ausencias definitivas. 
            
       -¿Van a tener sesión esta noche?-.Roberto llegó una tarde de viernes anticipándose a los que venían de Córdoba-. Quiero participar -  dijo-. Nunca pude estar pero esta vez no me la pierdo, ya que vamos a hablar de la enfermedad de mamá. ¿Sabés a qué hora llegan los cordobeses?                                                              
    No quería escribir, mamá, sobre este tema que te involucra dolorosamente. Pero, ¿cómo evitarlo? Pienso que hoy estás más allá del bien y del mal y que recordarte ese triste período de nuestra vida ya no va a afectarte. 
      Sí, estabas enferma. Fue un accidente, un error médico, vaya a saber. Tal vez, lo pensamos después, hubiera sido mejor que no te sometieras a la operación.
    Cuando regresaste de Neuquén con la idea de consultar por el bulto que había nacido en tu pecho, nos sorprendió la esplendidez de tu estado. Tenías 76 años, mamá, cercanos a los que yo tengo en el momento en que te escribo esta larga carta. Parecías muy joven, dinámica y bien dispuesta.    ¿Cómo íbamos a imaginar que todo resultaría tan mal? Fue un problema provocado por su diabetes, la arritmia de su corazón y la anestesia, explicaron los médicos, fue…las justificaciones no faltaron, lo que faltó fue una respuesta a nuestros ¿por qué? ¡Estabas tan sana y optimista!, ¡tan bien dispuesta  para seguir acompañándonos!
     Después fue la pesadilla. Recuerdo que la noche de tu operación a la que te entregaste confiada, algunos de tus hijos nos quedamos sentados al lado de la sala de terapia intensiva. Yo tenía una oscura premonición, un deseo de ir hacia la cama en que tal vez dormías y acompañarte, quedarme muy cerca pero… ¡son tan herméticas, tan cerradas las puertas de terapia intensiva!
     Al día siguiente, cuando pudimos visitarte, la evidencia de un entorpecimiento cerebral empezó a manifestarse. Divagabas, hablabas de personas ausentes, preguntabas por algunos personajes que ya no estaban en tu presente real, nos confundías. El nombre de tus padres y abuelos, de tías ignotas regresaban a tu mente como fantasmas de un pasado lejano y nebuloso, como cuando se consulta una fotocopia guardada en un olvidado cofre de recuerdos. Comprendimos que habías perdido la capacidad de ubicarte en el espacio y en el tiempo. Divagabas. También oscilaba tu cuerpo imposibilitado de encontrar su punto de equilibrio. Tu cerebelo había sido el más afectado.
    Roberto fue el que más se desesperó; él, mamá, que unos años después, cuando ya no estabas, a sus cincuenta años fue atacado por una diabetes progresiva que le fue quitando calidad a su visión y finalmente a toda  su vida, padeció mucho tu estado, el gran cambio que sufriste. ¡Estaba tan ligado a vos!   Aunque ya no eras vos. 
     Es que cuando llegamos a muy grandes, más allá de los setenta años, vamos muriendo de a poco. De a poco se escapan pedazos de las paredes de nuestro cuerpo y los huesos muestran el cansancio de tanto andar. Todos los órganos empiezan a fallar y a disminuirnos. Primero causamos pena, deseos de ayudar, pero con cada parte de uno que deja de ser, un poco de los oídos, la cáscara fresca de la piel, el cabello, los dientes… el primer impacto  piadoso se va transformando en reclamo: ¿qué le está pasando a mi madre o a mi padre?, ¿por qué está perdiendo su vitalidad? Después, cuando ya no se gobiernan las piernas, ni el movimiento, cuando todo duele y somos sólo quejidos, los que más nos aman terminan por resignarse a vivir con un despojo al que  dejan a un costado de la necesaria atención.
     Lo tuyo fue una mala praxis médica, mamá. Una parte de vos quedó en la cirugía, la que te definía, la que te hacía coherente, autónoma, reflexiva, memoriosa. Una persona sana y alegre.  La que ostentaba tu verdadera y sana identidad.
     Nunca como entonces volvieron los ruegos al Sagrado Corazón de Jesús. Mi memoria recupera la imagen: algunos de tus hijos, de rodillas, la mirada levantada hacia el cuadro, pidiendo y poniendo devoción en el ruego: por favor, Dios, que vuelva a ser la que fue. También estaba yo rogando a Dios, porque, aunque muchas veces me manifesté apartada de algunas creencias religiosas, en los momentos de peligro, debo reconocerlo, volvía mi mirada a Dios para pedirle el favor de su omnipotencia. 
    Después sucedieron días de intensa pena. ¡Cuántas veces lloramos a la madre que se estaba yendo de a poco hasta dejarnos una cáscara vacía y errante que se sentaba y paraba solamente con ayuda, que comía cuando le llevaban la cuchara a la boca, que se ubicaba en un tiempo y un espacio irreales! Sin embargo, había algo importante por lo que seguías siendo nuestra mamá, la madre que nos protegía y contenía: sabías quiénes éramos tus hijos, nos llamabas, poco a poco dejaste de confundirnos y hasta, como siempre, intuías nuestros estados. No estés triste, Cristina, o Bety o Negro, nos decías. No estés triste. ¿Puedo ayudarte? No te veo bien.
       ¿Acaso también sabías el motivo de nuestro dolor?
        El nuestro, el de todos tus hijos, fue un llanto en cuotas. Te lloré en pequeñas dosis y me quedaron pocas lágrimas para el momento de la despedida y para tantos otros momentos que justificaban mi llanto  más  desesperado.
          Roberto, como ya te dije, llegó una de esas tardes muy temprano a la sesión familiar e insistió: 
        -¿Vamos a tener sesión esta noche?, ¿a qué hora llegan los cordobeses? ¿Qué haremos con mamá? Ella necesita permanente atención. - dijo, preocupado.
    Y era así, madre. Necesitabas atención y mucho amor. ¿Acaso te lo supimos dar?
     Fue en aquella reunión donde resolvimos que debías estar en la casa de tus hijas mujeres, ¿no son siempre las mujeres las más dispuestas a devolver, aunque sea una pequeña parte del amor que recibimos, a quien tanto nos dio?   ¿Qué cuidados podrías recibir en casa de los varones mayores?
     Bety, que vivía desde hacía años en Neuquén y había llegado a visitarte, se ofreció a tenerte en su casa. Sin embargo te quedaste en la mía. Fue Rubén el que insistió. ¡Él te quería tanto!
    Recuerdo esos días de infierno, mamá. Vos, apenas podías mantenerte sentada. Aceptaste, obediente, los ejercicios dirigidos por una fisioterapeuta, diste los primeros pasos con los que iniciaste tu lenta recuperación. No se escatimaron técnicas para que movilizaras las piernas y las manos, para que tu mente se despertara.  
     Así transcurrió ese tiempo repartido bajo el cuidado de las hermanas que nos alternábamos para hacernos cargo, por turnos, de la situación. Bety volvió para llevarte a Neuquén. “Te llevó”, mamá, ¡cómo duele decirlo así!, nada menos que tratándose de vos, que hasta hacía tan poco tiempo te habías movido con autonomía, por tus propios medios.     
                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                
      Fue precisamente, entonces, cuando sucedió la peor desgracia, la más triste para mi vida y la de mis hijos. También para vos, madre, que habías ido transformando el amor que siempre le tuviste a tu yerno en el que se tiene, desde las entrañas, a un hijo propio. 
    Vos pasabas una temporada en Neuquén y ya sabemos “ojos que no ven...”, así que con Rubén gozábamos de un estado de especial encuentro. Estábamos más solos y más juntos. Cuatro camas habían quedado vacías. Un estado de sin sentido que se fue apoderando de mis días puso a mi esposo en la necesidad de cubrirme, de estrecharme en su abrazo protector, y yo, ¿qué querés que te diga? Lo disfrutaba. Siempre valoré su presencia como la mayor felicidad a la que, como mujer, podía aspirar.  
     Caminábamos algunas noches de aquel invierno de 1989 por las veredas de Cruz del Eje y lo hacíamos muy apegados. Yo deslizaba mi mano en su bolsillo buscando la suya; él la apretaba y acariciaba; como en un gesto involuntario, parecía dibujar en mí, con sus largos dedos, su amor de años y ¡qué feliz le hacía su roce a mi piel! Cumplíamos veintiocho años de casados, veintiocho años de ardientes encuentros íntimos que lejos de apagar su fuego, aumentaron nuestro mutuo deseo. ¡Estábamos ambos estrechamente atentos al otro, mamá! 
      Por otra parte, pisábamos el umbral de una bonanza económica: yo comenzaba a percibir mi sueldo como regente y él gestionaba un aumento como Delegado del Ministerio de Obras Públicas. La pronta posibilidad de incrementos económicos le daba alas a nuestros planes, ponía más luz en los proyectos. Podríamos viajar, arreglar la casa y seguir ayudando con mayor solvencia a nuestros hijos. Rubencito, ya era ingeniero, Juanca y Carina, estaban llegando al final de sus carreras de abogacía y psicología. Gabriela necesitaba un nuevo piano y podríamos comprárselo. ¿Qué más podíamos pedirle a la vida?
    Hoy, dolorosamente, lo sé: podíamos pedirle más años de vida. Esa vida que teníamos y disfrutábamos sin saber que estaba muy cerca de ser mutilada dando lugar a tan negativos reclamos: ¿por qué tuvo que suceder lo que sucedió? ¿Quién dispone de la vida y de la muerte para acabar con una felicidad amasada con paciencia, tolerancia y mucho amor? ¿Acaso hay un poder superior celoso, sobrecargado de trabajo, exigido de múltiples pedidos de atención, harto del hombre y sus devaneos? ¿Acaso Dios, el que llaman Dios, está cansado de su mayor creación, el hombre? 
      La noticia me llegó en horas de la tarde.  Estaba en mi despacho de Regente entregándole un medicamento a un alumno cuando irrumpió Rodrigo con cara de haber sido apaleado.
     -Mami, parece que el papi se ha accidentado en La Cumbre.
     Me sorprendí pensando en posibles heridas, desechando inconscientemente lo peor.
    Ya había sucedido antes. Rubén había tenido otros accidentes que no pasaron de estropear las chapas de su vehículo. Esta vez, desgraciadamente, no fue así.
    Abracé a mi hijo de apenas doce años, y salimos los dos de la escuela esperando encontrar a la salida al amigo que  lo había acercado a mi escuela.
       -¿Dijiste que te trajo Rapagnani? ¿Y dónde está?
        Las sospechas de lo peor surgieron cuando, al intentar averiguar en la comisaría de Cruz del Eje Sur, la primera con la  que nos encontramos, el agente, luego de hacerme pasar solícito cerró una pesada puerta que separaba los cuartos de la vieja casona. Yo quería sabe, necesitaba saber, de manera que me acerqué a la puerta y alcancé a escuchar: Pero, ¿está confirmado?
     No quise saber más y prácticamente escapé sin esperar la respuesta. Al pasar por las largas calles de mi pueblo, advertí que las casas de nuestros amigos parecían vacías y la terrible premonición se agudizó cuando llegamos a la nuestra y la encontramos invadida de gente. 
     La amorosa protección de un amigo de siempre, Juan de Dios García, su invitación a que me sentara en un rincón del sillón del living central, me sumió en un estado de conmoción tal que me impedía pensar y actuar.
     Frente a mí, Juan de Dios hablaba por teléfono con gesto preocupado, entrecortando sus palabras como si intentara comunicarse en clave.
    -Me parece que va a ser mejor que la acompañes a su dormitorio para que se tranquilice. Las noticias no son buenas.- dijo dirigiéndose a Yolanda, su esposa, mi amiga.
    Recuerdo que obedecí. Mi corazón ya sabía.
    El largo pasillo que conducía a mi dormitorio se oscureció, y yo, también a oscuras, sólo me dejé guiar.
    Antes de obedecer a Yolanda y a Susi me dirigí al ropero y tomé, casi instintivamente, un saco de Rubén, el de color beige, su preferido. Lo olí con fruición, metí sus olores únicos en mí y me cubrí con él. El frío de aquella tarde de mayo había invadido el dormitorio. Recuerdo que mi cama estaba helada, también recuerdo voces, a lo lejos un llanto desgarrador se derramaba en la casa: pude reconocer la voz de nuestra fiel empleada, Carmen, gimiendo, reclamando entre sollozos entrecortados por el dolor. ¡Y yo sin pronunciar palabra! 
     Recuperé algo de mi conciencia y voluntad cuando mis amigas sugirieron que tomara un té con un tranquilizante. ¿Tranquilizarme? Pero si lo único que atinaba a hacer era obedecer. Me negué entonces, quería estar presente, vendrían mis hijos de Córdoba, no, pastillas no, me negué.
    Quise despertar a la realidad, llamarme la atención. Rubén ha muerto, me dije, pero las extrañas palabras no me reconocían o yo no las podía incorporar a mi entendimiento totalmente perturbado. 
     Pero si hacía tan pocas horas estaba vivo, palpitante de cariño, ¿cómo podía ser que estuviera muerto? Pero si hacía tan pocas horas, en la noche anterior, dormí entre sus brazos, sentí su respiración ansiosa junto a mí, le expresé todo el amor que sentía por él uniéndome estrechamente a su cuerpo para, transformados en una sola piel, abandonarnos a la más excitante danza que creó la vida.  ¿Muerto? ¿Sin ningún aviso previo?, ¿sin ninguna enfermedad? Un hombre tan vital.
     Alguien interrumpió mi evasión pidiéndome algún traje, una corbata, ropas para vestirlo. Rubén estaba en la casa de velatorios de los Prior, a media cuadra. ¿Y si iba a verlo, a estar con él?  Vi que la noche ya había llegado a la habitación y aún custodiada por mis amigas a las que se habían sumado otras más, me  dispuse a cumplir con el pedido. En el placard, sus ropas lucían prolijas, ¡él era tan ordenado! Pasé mi mano acariciando sus trajes y elegí el negro, el que usara para las ocasiones especiales, nuestro casamiento, los de sus hermanos, los de los míos. Ocasiones especiales, ¿acaso ésta no lo era? Rubén está muerto, volví a decirme. Pero mi alma ya no estaba en mí, o estándolo, no admitía su muerte.
     Cuando salí de mi habitación me encontré con amigos, vecinos, gente que quería acompañar, saludar,  decirme cuánto sentían esta inesperada desgracia.
       Yo estaba muy lejos. Recuerdo, mamá, que pensaba: ¿Cuándo, cuándo he vivido en esta misma casa, una situación semejante? ¿Cuándo, cuándo, me preguntaba con la memoria entorpecida, tuve estas mismas, desoladoras vivencias? ¿Cuándo fue que en esta misma casa sentí que me estaba separando para siempre de alguien muy amado?
     Fue en ese momento cuando incorporé a mi diccionario la palabra viuda: yo viuda, vos, mamá, viuda, mi abuela y también mi bisabuela materna y también la tatarabuela, ¿no me equivoco, mamá?, ¡todas viudas! La vida había hecho confluir, instantáneamente en un mismo estado, la coincidencia de historias repetidas, el hilo que  venía entretejiendo la parábola familiar.
     En el momento en que, por la noche, trajeron el cuerpo de Rubén y las difusas figuras le abrieron paso al inmenso cajón, el frío de aquel 31 de mayo entró como una ráfaga y se instaló por un tiempo infinito en la casa.  Detrás del féretro de Rubén muerto venían mis cuñados y mis hijos que habían recibido la noticia en Córdoba. Más tarde llegó Silvina que había esperado por horas inútiles que su padre la retirara de una clase de tenis en La Falda.
     Sentada en una silla cualquiera del comedor, yo miraba a todos, ausente. Veía a la gente entrar y salir, veía a Rodrigo en un rincón sin atinar a llamarlo, a cubrirlo, a abrazarlo. Toda la madre que había en mí, toda la mujer que yo sé que soy, se habían escurrido de mi sensibilidad, de mi conciencia.
    Bety, Gastón y Rubencito llegaron en la madrugada, exhaustos y descompuestos por el llanto que habría acompañado su largo viaje desde Neuquén. Pienso que ese día mi hijo mayor se recibió de hombre definitivo, contundente y sobreprotector que aún hoy es.
    Recuerdo que Juanca, que había llegado tras el cortejo que acompañó el cuerpo desde Córdoba adonde le realizaron una autopsia, se abrazó a mí diciéndome entre sollozos inconsolables: esto no sucedió mamá, esta desgracia no ha sucedido, hagamos de cuenta que no murió… ¿puede ser, mamá? Después, cuando vio llegar a su hermano mayor, salió a su encuentro y se abrazó a él y  se dejó ganar por un llanto más desconsolado aún, ya  admitiendo, quizás, que lo que no quería que fuese, era una realidad irremediable.  
      La muerte de Rubén llenó la casa con su propio hielo, las paredes, los amplios ambientes, los muebles, nuestra cama.   A mí me había congelado el alma.
   No lloré a mi amado esposo en ese momento, mamá; no entendí que él había desaparecido en un terrible accidente, no pregunté nada, no abrigué a nadie, no protegí a mis hijos, era un alma desolada y errante que obedecía lo que los otros dispusieran sobre un sepelio que fue sobrecogedor.
     Una de mis amigas observó días después: Vos estabas siempre abrazada por tus hijos, te dejabas llevar, estabas ausente. Toda una ciudad te acompañó. Hasta los comercios cerraron sus puertas. La muerte de un hombre joven, padre de una familia numerosa tocó fuertemente la sensibilidad de los cruzdelejeños.
    Recuerdo que con mis hijos, extendidos los brazos de uno sobre el hombro de otro, no nos separamos del cajón; recuerdo que por algún motivo que desconozco, no podíamos verle el rostro, que de mi amado esposo sólo podíamos ver desde la roja corbata que yo había elegido, hasta su cintura.
    Juanca, aferrado a sus hermanos y abrazándome con fuerza, preguntó entonces: ¿y si levantamos la tapa del cajón, mamá? Creo que fue bueno hacerlo aunque  solamente por un instante. Cada uno de nosotros pudo comprobar que las marcas de la muerte, la palidez del rostro, la inmovilidad y frialdad de las carnes que cada uno besó  a su turno, estaban en ese ser que tanto amábamos y que ya no volveríamos a ver nunca más.
  Y vos, mamá, en Neuquén, tan lejos para saberlo. Y acompañarnos.
    Ahora me pregunto por qué te cuento sobre esos instantes tan dolorosos. Para qué y por qué, mamá, si en el día del accidente vos estabas lejos y perdida en las nebulosas de tu memoria dañada. Tal vez cuando regresaras, un mes más tarde, cuando te trajeran de nuevo a Córdoba, pudiera hacerlo, pero quién sabe. A lo mejor no valía la pena causarte semejante dolor.
                                                                                                  
      En las vacaciones de julio, un mes y medio después, viajé a Córdoba. Vos regresabas de Neuquén con Gabriela, que había ido a buscarte. Debíamos decidir con mis hermanas a quién le correspondía atenderte. Duele decirlo, madre, pero te estabas transformando en una cuestión difícil de llevar.  ¿Detallo los por qué? Porque hablar con vos dolía, porque molestaba tu incontinencia urinaria, tus nuevos olores, la necesidad de bañarte como a un niño, porque con tu estado ponías en evidencia cuán ingrata, injusta puede ser la vida con un ser que merecía el mejor final.
    ¿No debiera ser la vejez, acaso, el corolario, la vendimia que bendice a la siembra, a los esfuerzos, a los difíciles trabajos que vos afrontaste? Con vos, desgraciadamente, no sucedió así a pesar de que habías sido el ejemplo de la madre más dedicada y buena.    
     Pues allí estabas, otra vez en Córdoba, centro de una conversación en que se analizaba si te quedarías con Cristina, tan ocupada o si te irías a vivir conmigo a tu vieja casa, la que era mía ahora, o si te internaríamos en un geriátrico para tu mejor atención.
    Fue entonces cuando me encontré con tus ojos abrillantados por las lágrimas. Pensé que estabas entendiendo y sufriendo; pensé que poseída por uno de esos ramalazos de conciencia que te acometían, ibas a protestar ante nuestra imprudente manera de hablar de alguien que considerábamos no entendía. Pero no.
     De pronto, nos sorprendiste con uno de tus brotes de lucidez, haciendo una observación que quería ser una pregunta. 
    -Hace varios días que estoy acá y no lo he visto a Rubén -reclamaste-. Nadie lo ha nombrado, y vos ¡estás tan triste!
    Siempre tuviste la capacidad de leernos el alma. Antes, pero en ese momento…  ¿Acaso regresabas totalmente recuperada, vos, madre, la madre que antes fue?
      Sólo atiné a responderte:  -No, nada.- bajando la mirada.
     -Sí, algo pasa, lo noto, lo sé -insististe.
    -Nos hemos separado, mamá.- Te dije para salir del apuro   - Nos hemos separado -, me apresuré a repetir.
      No esperaba tu arremetida violenta, tan enojada conmigo, con lo que era para vos, mi intolerancia,  mi falta de amor a un hombre que lo merecía todo de mí. Tu esposo es un gran hombre. ¿Cómo pudiste separarte de él?- dijiste. ¿Acaso no te das cuenta de lo que será tu vida sin él? ¿No pensaste en tus hijos? El amor es perdonar, esperar, comprender, dijiste en un rapto que me devolvía la madre de antes, la de siempre. Te estás cavando tu propia tumba… repetías luego entrecortando sollozos desesperados.
      Entonces, Cristina, que te escuchaba afligida, se levantó y cerrando la puerta del comedor, en donde nos encontrábamos, me pidió:
     -Decile la verdad, creo que peor no va a ponerse.
     ¿Y qué fue lo que te dije? Rompí a llorar, rompí a llorar de manera que las palabras se transformaron en sollozos atropellados. 
     -Rubén ha muerto, mamá. No lo veremos más.- Entonces, por primera vez desde el fatídico día lloré aceptando una verdad que venía negando. Mi llanto se extendió por toda la casa acompañado  por el tuyo y también por tus palabras de rebeldía.
    -¿Murió?, ¿cómo?, ¿qué le pasó? ¡Era tan sano! ¿Cómo Dios pudo permitir semejante desgracia?- decías o mejor decir, gritabas-. ¡No creeré más en Dios! Sólo le pedí por la vida de tu padre, le rogué que ninguna de mis hijas fuera una viuda joven como lo fui yo; le pedí llegar a una vejez digna, no tener que ser atendida, no dar trabajo y ya ves. Eso fue todo cuanto pedí en mi vida a Dios y nada me concedió. Y ahora esta muerte tan injusta. ¡Nunca más creeré en Dios! - continuabas gritando. Y yo gritaba también, quizás aceptando, por primera vez, que Rubén había muerto, que nunca más estaría a nuestro lado.
                                                                                                  
     Después, con el paso de los días  y ya asumida su muerte, nombrarlo, sólo nombrar a Rubén me provocaba un llanto incontenible. 
    ¿Lloraría por siempre? Por suerte, el tiempo trae motivos que llaman la atención a nuevos sucesos, a lo que la vida, mientras va madurando el sufrimiento, va obligándonos a atender. ¿Olvidaba la ausencia del amado con cada noticia, con cada acontecimiento? No, creo sinceramente, mamá, que provocaba siempre la misma angustiosa pregunta, el mismo irreprimible deseo: ¿por qué no está  mi esposo disfrutando este momento tan importante en nuestras vidas?
     Así pasó con los sucesivos casamientos de nuestros hijos. Fue al año siguiente de tu muerte, tan cercana a la de Rubén. El primero en anunciar sus deseos de casarse fue Rubencito que pasó a ser llamado Rubén. La muerte de su padre había puesto punto final a su estadía en Neuquén adonde había ido a ejercer su flamante profesión de ingeniero. Insistí mucho para que no abandonara un lugar promisorio. Gracias a Bety y Juan  Carlos, tan acomodados en la capital neuquina, había sido nombrado en un puesto interesante y bien pago. Pero la muerte sorpresiva de su padre y- según supe después, mi estado depresivo-, lo empujaron a volver a su pueblo natal que, además, él amaba intensamente.
     Muy pronto una chica muy atractiva lo enamoró y nos dio la noticia. Me caso.
     Saber que contábamos con su presencia y apoyo cambió nuestras vidas. Muy pronto vinieron los primeros nietos. Hubiera sido bueno que vos compartieras tan emotivos acontecimientos. Bien saben quienes son abuelos cuánta alegría y espíritu renovador traen a la vida esos pequeños retoños familiares. Pero cuánto empañaba tamaña felicidad pensar que el abuelo Rubén, cuya ternura por los niños se había manifestado y crecido con los años, no estaba para ver a su primera nieta: Milena.
        Silvina se casó en segundo lugar y junto a Fernando se quedaron a vivir en Cruz del Eje, dándonos con el tiempo el segundo nieto, Fabricio.
        Por esos años vivimos con orgullo otro acontecimiento: Rubén, mi hijo, aclaro para que no te confundas, fue elegido por el partido radical como candidato a senador. La familia hizo todo lo posible para apoyarlo, sin otros recursos que un grupo de comedidos, hermanos, cuñados, suegro y, por cierto, Carina, su esposa. Poca campaña hubiera podido hacer un joven sin medios económicos que tenía como importante aval sólo su honestidad, hombría de bien y una probada capacidad ejecutiva. Pero, ¿acaso alcanzaba? Rubén, como su padre, no sabía mentir, hacer falsas promesas y, aunque se le advirtió,  le hablaba a la gente,  a sus posibles votantes de obligaciones, de la necesidad de un trabajo sostenido para levantar nuestra postergada ciudad y el país. Nada de cintura política, dirían los mentirosos políticos de hoy.
      Por cierto, perdió aquellas elecciones y no surgió, después, como les sucede a tantos políticos, una nueva posibilidad que mantuviera la necesaria persistencia y entusiasmo en la lucha.
      Sí, mi hijo mayor alivianó con nuevos e interesantes motivos los primeros años de mi viudez, nos acompañó, y digo nos también por Rodrigo, que cursaba la escuela secundaria, en esa etapa en que Juanca y Silvina, ya casados y atraídos por la protección de los Remy, habían partido a Neuquén a buscar una posibilidad económica más holgada. 
       En los años siguientes se debieron preparar las sucesivas fiestas de bodas de Carina con Luis Bacsay y enseguida la de Gabriela con Alejandro González. ¡Cuántos sucesos felices se dieron entonces! Y digo felices, aunque bien sé que ese sentimiento estaba empañado por la nostalgia que se transmitía en ciertas frases: ¡qué pena que no esté Rubén para compartir, o  a la abuela le hubiera gustado estar en estos momentos!
     Como ves, se daba el éxodo. Ya no se trataba de camas vacías, no. Se trataba de reales partidas a nuevos territorios, nuevos hogares e intereses. Otras ramas habían brotado del  árbol familiar que fundamos con mi amado esposo dejando el nido casi vacío, y digo casi porque quedaba Rodrigo, a punto de ingresar al secundario, Rodrigo y su alegría vital quedaba a mi lado entregando su canto adolescente a la casa por unos cuantos años más.
        

    




IV

Córdoba, otra vez






     La idea de trasladarnos a vivir a Córdoba, fue de Rodrigo cuando cursaba la carrera de economista. Habían pasado diez años desde la muerte de Rubén. Vos, mamá, nos faltabas desde hacía nueve.
      -No tiene sentido que sigas viviendo en Cruz del Eje, ya te has jubilado, la casa es demasiado grande y estar sola te pone triste, mamá -me dijo mi hijo menor sin ocultar su amorosa preocupación.-Además Carina, Gabriela y yo estamos en Córdoba, debiéramos acercarnos a un mismo lugar. Después, ya abriendo la puerta de calle y dándome un abrazo fuerte y sostenido volvió a insistir: Decidite, mamá.
     Esas recomendaciones fueron decisivas. Dejaría mi vieja casa, tan llena de recuerdos, tan llena de vos, de papá y sobre todo de Rubén. Me ataban allí muchos afectos, muchísimos: mi hijo mayor y su familia, sus hijos pequeños que eran mis primeros nietos, también mis amigos de toda la vida y vecinos que siempre estaban cuando los necesité.
     Pensé que en el momento de concretar la mudanza sentiría un gran dolor. Pero no fue así. La verdad es que tomé el hecho como una renovación necesaria y hasta me sentí la crisálida que se transforma en mariposa. Habría, y hubo, otra vida, un lugar diferente, otras vivencias y el desafío de integrarme a grupos de escritores que, desde Cruz del Eje, agigantaban mi respeto y admiración. 
     Además, la casa en que vivimos y me tocó vivir, ¿era lo más significativo? Había pasado momentos de gran dicha en ella, pero también, los de más punzante dolor.  La casa tenía  espacios vacíos que la soledad se encargó de llenar. Entraba el mismo sol, es cierto, y el jardín verdeaba como nunca porque, jubilada, tenía más tiempo para dedicarle. Pero yo había nacido para compartir y el canto de los pájaros en el olivo parecían decirme: estás sola, tremendamente sola, aunque tengas una linda casa.
     ¿Valdría la pena, entonces, quedarme para cuidarla, para darle lustre y llenarla de flores y adornos que mis hijos, ellos eran lo principal, apenas apreciaban en sus limitadas visitas? 
     Las duras lecciones que me venía dando la vida me habían enseñado que debía aprender a distinguir lo esencial de lo secundario, lo significativo, lo realmente vital y entonces, sí, decidí irme a vivir en Córdoba dejando la casa amoblada, hasta que se alquilase. ¡Y me sentí tan bien tomando esa decisión! Fue un gran cambio.

    Todos colaboraron en la mudanza. Mudanza es una manera de decir, porque como pude comprar un departamento - ya te referiré sobre ese hecho- llevamos lo que cabía en dos grandes valijas.
     Atrás quedó el gran placard de mi dormitorio que guardaba las prendas de Rubén y las que yo no usaría aquel verano. Allá el juego de comedor de diario con su inmensa mesa de madera para diez personas, y muebles de living y cuadros.  Allá un pasado colmado de recuerdos.
      El destino o vaya a saber qué había tejido su juego de coincidencias. Fue por esos días cuando se resolvió favorablemente el juicio que yo había entablado diez años antes para que la Provincia me indemnizara por la muerte de Rubén en lo que fue considerado un accidente de trabajo.
      Fue de esa manera como me encontré con el dinero necesario para comprar un inmueble. ¿No te parece extrañamente casual? Doloroso y casual. Doloroso porque el dinero recibido llegaba como un paliativo al dolor provocado por una terrible ausencia; casual porque pude adquirir en Córdoba, igual que vos muchísimos años antes, una casa;  casual que pudiera hacerlo con el dinero que nos pagó la Provincia: a mí, por el accidente de trabajo que sufrió mi esposo; a vos porque un canal estatal había destruido las quintas del tuyo. Casual, otra vez, porque fue justo cuando ambas, recientemente viudas, nos trasladamos a vivir en Córdoba. ¡Mundo hecho de coincidencias el nuestro!
       Después vino la búsqueda de la vivienda entre todos. Hasta Cristina, mi amada hermana y Hugo, siempre tan presentes, colaboraron. Inmobiliarias, avisos en los diarios, datos de amigos. Nos decidimos por un departamento muy descuidado, de paredes oscuras y un largo patio que da a la Iglesia  de Los Capuchinos, una de las más antiguas reliquias de Córdoba.
    ¡Fue tan acertada la elección! Fueron mis hijos más que yo, los que vislumbraron la posibilidad de mejorar el departamento. Fue Juanca el que más insistió: podrás transformar este tierral en un hermoso jardín como el de nuestra casa, me decía. Tiene muchas posibilidades de mejorar-, coincidían todos. Y así fue. Hoy es un departamento confortable, céntrico, modernamente decorado, alegre, a pesar de que la vecindad de altos edificios lo cercaron quitándole sol.

     Ya estaba felizmente instalada en Córdoba, cuando recibí la llamada del Negro dándome una triste noticia:
        -María Cristina ( sabés que su esposa tenía el mismo nombre que mi hermana), se siente mal. Consultamos a varios médicos acá en Cruz del Eje, sin éxito. Los terribles dolores que sufre en distintas partes del cuerpo no ceden. Haremos nuevos estudios en Córdoba. ¿Vas a estar?
     Y sí, estuve. Mi actual domicilio queda muy cerca de importantes centros médicos como la clínica Allende, así que les ofrecí quedarse en casa. Sus estadas fueron esporádicas, penosas en la sucesión de diagnósticos, lamentos, miedos, corridas a consultas, estudios e internaciones.
     Dos o tres meses atrás, Verónica, la bella e inteligente  hija del Negro y María Cristina, había muerto de una leucemia. Si su muerte inundó de un oscuro pesar a parientes y amigos, es de imaginar cuánto quebró el ánimo de sus padres, el de su esposo Domingo y el de su hijito,  Octavio.
      Después, María Cristina se dejó ganar por el dolor y el dolor trajo el desánimo y éste, tal vez, el impiadoso cáncer que terminó con su vida. Por esos tiempos ya se hablaba de la relación entre las enfermedades del cuerpo y los estados emocionales. Hoy llegó la confirmación. Las nuevas investigaciones médicas lo aseguran: de la mala elaboración de un duelo, reprimido o silenciado, puede derivar un cáncer. ¡Y María Cristina era tan guardada dentro de sí!
     Cuando los cuidados se tornaron inútiles y mi cuñada murió, lloramos con desconsuelo el fallecimiento de esa joven mujer cuya vida fue ejemplo de lo que exige el más acrisolado espíritu cristiano: obediencia y servicio. Esas fueron las actitudes que María Cristina centró en su casa, en sus hijos y en su esposo, y vos la admirabas mucho por esas virtudes que hacían muy feliz a tu hijo mayor.
     Pienso, mejor dicho, sé que hubieras sufrido mucho su muerte. Ya ves, tu propia partida te liberó de ser testigo del dolor de la partida de familiares tan allegados.

       Yo misma te hubiera provocado preocupaciones, mamá, cuando, en esos años debí someterme a sucesivas  operaciones de los huesos, unas cuatro intervenciones que me sumieron tanto en el miedo, como en una alta valoración del hecho, prodigioso, de vivir.   Estoy segura de que vos me hubieras acompañado, de que hubieras estado firme a mi lado  como lo hiciste en cada uno de mis partos, en estas molestas pérdidas de mi potencia corporal, claros indicios de que el cuerpo se cansa y se va entregando lentamente a descansar.

     Te cuento que tuve mucho temor en cada operación. Pero ya ves, esos duros acontecimientos pertenecen al pasado, llegaron, pasaron y me dejaron mejor, menos dolorida y con la esperanza de que con las prótesis que reemplazan mis huesos primarios, podré seguir caminando unos años más.
    Escribí mucho antes de cada operación, siempre fueron cartas de recomendaciones, de despedida como la que te adjunto y que expresa mis sentimientos de pocos días antes de la operación de columna. ¿Por qué la escribía? Pienso que fue para conjurar el miedo de morir:

                                                  Me operarán el 19/8/ 2014
   Hoy es 31 de julio. Espero el día 19 entre palabras, notas, la revisión final del libro “Notas periodísticas” que pronto entregaré a mi editorial. Como siempre paso los días en la escritura, una gran pasión.
    ¿Puedo morir? Tal vez. Temo a la muerte sobre todo porque amo y agradezco a mi vida, muy hermosa hoy. He vivido increíblemente cada oferta del mundo, aún los arrebatos de la muerte que me privó de seres tan amados como Rubén- al que más amé- de vos,  de papá, mi hermana Cristina y  Roberto, ambos muy amados, muy llorados.
     He vivido intensamente el amor, AMANDO, pero hoy,  31 de julio del 2014 me sobrecoge el amor de mis hijos. Es un ida y vuelta intenso entre todos, de y a  cada uno. Desde mi lugar, los amo rogando por cada uno de sus pasos y ellos responden maravillosamente a mi amor. Son agradecidos y están conmigo, los siento cerca y no quisiera morir para no faltarles. Todavía puedo acompañarlos, nada más que eso. Estar cerca…
          Después seguí escribiendo:
      Han pasado meses y días desde que fui operada. Me siento erguida, y sin dolores en las zonas intervenidas. Estoy muy agradecida a mis médicos, sobre todo a los doctores Berra y Honorio Becier. Gracias, entonces, a la buena medicina, a las investigaciones médicas y a quienes ponen el alma en el ejercicio de una de las profesiones más comprometidas con la vida.  

        Ahora, sigo con la vida, madre. Aposentada en mi tercera edad en mi departamento de Córdoba, concentro mi atención en los sucesos de cada día y en la rememoración del pasado que me resta narrarte. Pasado, presente y futuro  están aquí y en mí, imbricándose, constituyéndose en una misma materia, en una sustancia orgánica y única que me contiene… y sostiene. Te sigo contando:
     Cuando, finalmente, la vieja casa se alquiló, rescaté pocas cosas. Las reducidas dimensiones de mi nuevo hogar, me obligaron a repartir en las viviendas de quienes me rodeaban, el abundante moblaje y otros objetos que en la espaciosa casa de Cruz del Eje  podía tener, lucir y conservar. Luego de una premeditada selección llegaron a mi nuevo domicilio sólo algunos cuadros, entre ellos el de la imagen del Corazón de Jesús que heredé de vos y que aún lleva las marcas de los besos que le di pidiéndole, ¡vaya interesada religión la mía!, siempre pidiéndole algo a cambio, sobre todo el amor de quien amaba, la salud de mi familia, la vida de los que amenazaban irse.
   También he conservado los libros que pudiera volver a leer, los álbumes de viejas fotografías, históricos juegos de platos, cubiertos y copas, y, por cierto, lo rescatable de mi guardarropa. Tocar una de esas piezas es revivir el instante en el cual las adquirí o las circunstancias en que fueron usadas. 
     Pero lo que mejor condensa momentos de mi pasado en un breve espacio, está en algunas cajas de cartón en que he ido atesorando cuadernos manuscritos. ¡Tantas hojas amarillentas que registran instantes de mi vida! Obediente a mi inclinación de plasmar la trama de mi existencia, tan sutil y evanescente materia, escribí siempre. Allí están, entonces, expresados en medidos poemas, diarios y relatos, más que momentos, vivencias, los sentimientos íntimos, las emociones que ni la mejor fotografía hubiera podido plasmar. 
    Me emociona hojear esos viejos cuadernos, detenerme a leer algunas páginas sueltas, sentir el rebrote de sensaciones, hechos y reflexiones del pasado que mi mente y mi corazón deseaban  tener siempre presentes.  
     Sin embargo, mamá, lo que mejor guardo de cada instante vivido está en el disco duro de mis recuerdos, allí donde dicen los científicos acumulamos no solamente cada fragmento de la historia personal que nos parece olvidada, sino la de toda la humanidad, que va sumando lo que cada ser aporta, experiencias y creaciones que nos hacen crecer como especie. 
      Yo creía que era muy poco nostálgica, sentía que mi mirada y mis expectativas estaban puestas siempre en lo que vendría, en el futuro. Sin embargo apenas empecé a escribirte esta larga carta, mamá, advertí que cada momento vivido, sobre todo aquellos  en que puse mi emoción, estaban bien guardados en mi memoria. Pero no solamente fueron vivencias y recuerdos los que resguardé del paso del tiempo, también conservé cosas, elementos materiales, el sombrero y una cartera de tu madre, la abuela luisa, una de las telas que papá me trajo de Chile cuando cumplí 15 años,  la capa de bautismo de Rubén, la blusa que usaron mis hijos mayores para sus sucesivas primera comunión. En fin, cosas, cosas muy significativas.
        Ahora te doy un ejemplo de mi apego al testimonio de lo material. Entre tanto que estuvo acompañando nuestras vidas, quise conservar por mucho tiempo un objeto muy significativo que seguramente recordarás: el saco de pana beige de Rubén.
     Era el que más usaba y en el que encontré abrigo la fría noche de su muerte. Tal vez sin querer, tal vez con intención, esta prenda, que yo sentía que contenía sus amados olores, estuvo colgada en una pequeña percha a la entrada del comedor de diario de la vieja casa de Cruz del Eje. ¡Era como una presencia viva! Una de mis amigas, Irma de Arce, comentó un día: Cuando entrábamos a tu comedor dirigíamos una disimulada mirada al saco, era como un rescate amoroso, era vestirlo a Rubén con el recuerdo y traerlo de nuevo a nuestro lado. Muchas veces llegamos a preguntarnos: ¿cuándo lo sacará nuestra amiga de tan frecuentado lugar? Y hasta llegamos a sentirlo como un fetiche sagrado al que te habías apegado…demasiado.
       Al mudarnos se lo ofrecí al Negro junto a otras prendas que podría usar.
    - Mirá si te quedan bien, le dije-, Rubén te quiso mucho, usalas, así lo recordarás.  Desde entonces no he vuelto a ver esas ropas, mamá, y sospecho que mi hermano terminó por regalarlas porque le quedaban demasiado grandes.
    También guardé viejas fotografías porque siento que nos retrotraen a momentos del pasado. Me gusta volver a contemplar esas imágenes.  Mirándolas se da el sortilegio de recuperar las vivencias del acontecimiento original: el soplar unas velas de cumpleaños, las flores de un casamiento, la abultada barriga de un embarazo, mis hijos recibiendo sus diplomas, Gabriela dando un concierto, la reunión familiar en el patio de la casa que nos escuchó dialogar repetidamente. Vos, mamá, estás en algunas pocas fotos y papá, en muchísimas: en sus viajes solitarios, bastantes con amigos, algunas con vos y los tíos,  otras, con toda la familia. Y si queremos tocar un tiempo anterior, aparecen las fotos de la abuela, tan viejecita ella con su rodete canoso en el festejo de sus ochenta años, rodeada por la numerosa familia Méndez López. Las fotografías permanecen y, como tantas otras cosas, nos sobrevivirán para traer algún recuerdo que llamará a otros, porque eso somos, una sucesión de momentos vividos.                                 
        En este mi nuevo tiempo y posiblemente el final, mi departamento se ha constituido en  la cabina de control desde la que dirijo mis operaciones. En solo un día, hago, experimento y resuelvo situaciones diversas, como es común a tanta gente, mamá.    También me vuelvo hacia el pasado, pero lo que me demanda más atención e intencionado ejercicio  es tratar de estar consciente  en el presente.
      Pienso, que, por esa razón, esta narración se irá abriendo en un abanico de temas  breves y variados.

    Cuando me detengo a ver y escuchar la TV, por ejemplo, al usar el control remoto y pasar la vista por canales que son puertas y puentes al vasto universo, pienso en cuánto te hubieran admirado y también horrorizado los sucesos de cada día y de cada hora de hoy, porque de la misma manera en que aparecen los grandes avances científicos y tecnológicos de estas últimas décadas, se hacen presentes también las muestras  de lo que el ser humano destruye. Es como si para mantener un equilibrio que desconocemos hubiera manos para  construir, levantar y otras para destruir.
      Lo bueno y lo malo de la existencia desfilan ante nuestra mirada, y hasta me siento agobiada por el intento de abarcar y leer tanta y hasta promiscua información.  Aparecen en la TV las  vidas de los famosos, los caprichos de los artistas, los desatinos o aciertos de los gobernantes, las miserias del submundo. El cosmos inquietante, asombroso, diverso.
     Ver televisión es pasar la mirada por noticias y abundantes novedades que emanan de los diversos sectores sociales que están en permanente y vertiginoso cambio.
     La mayoría de los canales atrapa al televidente con el recurso, ¿no te parece vil?, de exponer la vida frívola y vacía de algún famoso conocido, y así, se  mantiene entretenidas a  personas que viven a expensas de las conductas estrafalarias de los personajes de la farándula. Personas, demasiadas, que viven para afuera, de lo de afuera y fuera de sí mismas
     En los noticieros predominan los informes sobre robos, despojos, asaltos, femicidios y violaciones. ¡Por Dios!, ¿qué factor cultural o de qué tipo ha generado un enfermizo descontrol erótico en los varones que  los impulsa a tomar y violar a tantas  mujeres, a menores, y en muchas oportunidades a sus propias hijas? Las noticias sobre femicidios crecen.
     Algo endemoniado parece haber invadido nuestra época, mamá. Algunos humanos, pudiendo disfrutar de los maravillosos adelantos que han llegado con el noble propósito de hacernos la vida más feliz,  se han entregado a los mandatos del instinto, al desorden, al caos, a la violencia y la droga, es decir se han quedado o mejor decir han caído al nivel más bajo de la vida humana. ¡Y podrían ser tanto más! Lo que no saben, lo que nos les ha sido avisado es que de su ascenso como personas depende su felicidad, el sentirse plenos, el de encontrar el sentido al vivir.
     Pero es imposible mejorar el mundo. Por eso, huyendo de una realidad bastante hostil, de pronto me he detenido en el canal televisivo Encuentro. ¡Qué maravilla!
     La cámara sigue el movimiento de rotación de la tierra, se la ve girar sobre su eje, verde, azul, cielo y agua y alrededor de una parte de ella las luces naranjas y rosas del crepúsculo, en tanto por otro lado aparece el negro crespón del anochecer. En la pantalla, la tierra que traslada más de siete mil millones de almas, se pone al alcance de la mirada del observador y yo la contemplo pasmada de admiración.
      ¡Cuánto hubiéramos aprendido en los tiempos en que yo cursaba sexto grado con mi maestra Doña Chuta, si ella hubiera podido contar con estos nuevos y extraordinarios recursos! ¡Cómo habrían aprendido tus alumnos si vos, mamá, hubieras echado mano a estos nuevos medios visuales!
       Se han multiplicado admirablemente los recursos para hacer de la búsqueda del conocimiento una empresa sumamente interesante, pero no creas que se consiguen buenos, adecuados guías para hacerlo. ¿Si llegaremos a lograrlo? Creo que sí, madre. Creo que sí.
      Si me preguntaras por la lectura, te daría una mala noticia: se lee poco en estos tiempos. Hay demasiada distracción, de la fácil, de la que transforma a los sujetos en pasivos observadores, en alegres gozadores de un mundo que no han contribuido a mejorar ni a progresar. No me gusta decir que el pasado fue mejor, pero en cuanto a la lectura creo que no se lee en estos tiempos como lo hacíamos en nuestra niñez, faltos de otros entretenimientos. Creo que las hojas del libro fueron nuestra pantalla y que por sus páginas la que más se movía era nuestra imaginación soltada a su mayor actividad.

    ¿Podré contarte la que yo despliego desde que me levanto hasta el anochecer? Quiero que me veas, mamá, que vuelvas a ponerte cerca.
     Lo primero que hago al despertarme es abandonar la cama de un salto. No quiero sentirme prisionera de su tibieza y ¡tengo tanto que hacer! Por cierto no vale la pena que detalle mis acciones domésticas, necesarias y repetidas, pero puedo contarte sobre un hábito que vos conocías, porque lo vengo repitiendo desde la infancia: me paro ante la imagen del Corazón de Jesús que te heredé, lo  miro a los ojos y, evitando la cristiana inclinación a pedir favores, enumero los motivos por los que  estoy muy agradecida a su mediación con lo divino: 
     Gracias, Señor, por la vida que aún me sostiene, por mis hijos que están sanos, que son buenos, trabajadores y de gran nobleza. Por mis nieto, por la presencia tan amiga y potenciadora de Juan, por mi gran familia, por mis hermanos… Gracias.
   ¿Acaba allí mi contacto con esta imagen que para mí representa el puente con la divinidad?  No, mamá, aunque lo intento no puedo resistirme al ruego: Que mis hijos estén bien, luchando con una crecida fortaleza, que superen los motivos de cualquier tristeza y dolor.
     Y luego, mamá, es práctica corriente la comunicación telefónica con los numerosos miembros de mi nutrido árbol familiar, es decir con tu numerosa descendencia. Siempre cercano, el teléfono ya sea el fijo o el celular, me trae las voces de cada ser querido. Las que más se comunican conmigo son mis nietas: Agustina, Milena, Laurita, Florencia, Guillermina, Nana y Evelyn y mis hijas, sobre todo Gabriela, que, por vivir cerca, se ha unido más a mí
        Y hablando del teléfono, aquí está, sonando otra vez. Me alegra escuchar la voz del afecto, ¿será Juan, el que me habla, o Rodrigo, Juanca, mis amigas Ana María o Susana, o Alcira  o Gloria? ¿Tal vez alguno de mis hijos o sobrinos, tal vez Bety, mi solícita hermana? Pero no, ante las elecciones presidenciales tan próximas, diciembre 2015, los políticos han echado mano a este medio para entusiasmar con sus propuestas que suenan en los momentos más inesperados.                                         
      Como vas viendo, estoy llegando a un período positivo, que reconozco como uno de los más felices de mi existencia. Lo cuido y construyo con alegría y agradecimiento.  ¡Cuánto deseé, décadas atrás, asomarme a la edad de plata que suponía, la coronación de la existencia! Coronación, sí. ¿Acaso no es mi propósito cerrar con puntillosa dedicación el círculo que voy trazando? Un poema escrito por un reconocido hombre de las letras, de quien deseo hablarte prontamente, iluminó esta intención:

“Dichoso aquel
que al final de la vida
puede trazar
el comienzo y el fin
de un círculo perfecto”.

      En este mundo tan caótico yo aspiro a cerrar el círculo de mi vida lo más perfectamente posible: sana, agradecida, optimista y rodeada de los que más amo.  Difícil, ¿no? Sobre todo porque no depende de mí.
     A veces recito esos versos mientras realizo alguna tarea tan prosaica como lavar los platos; a veces los repito para estar atenta a la dirección que debo darle al trazado de la parábola de mi vida.
      ¿Será por eso que estoy contándote, precisamente a vos, mi madre, sobre esta edad mía que coincide, ¿por pura casualidad?, con los  años que tenías al completar el círculo de la tuya? 

     Hoy, a los setenta y siete años escribo en soledad esta larga y lo hago aprovechando el silencio que reina, casi siempre, en mi departamento, lugar en el que vivo sola  como tantas otras mujeres de mi edad. Pero ahora, ¡es tan diferente!
    He aprendido mucho, mamá. La vida me ha enseñado. Mi alma aprendió a expensas de invisibles latigazos que dolieron mucho más que las amenazas de papá, siempre atento a corregir nuestros desmanes.
      ¡He llegado a comprender y aceptar tantas realidades! Por ejemplo, que los hijos no nos pertenecen, que está bueno que hagan su vida lejos o cerca pero separados del nido primero para compartir su intimidad con una pareja con la que funden su familia. En cuanto a mí, la vida me hizo entender que debo vivir en mí misma, sin esperar nada de afuera, sino amparada en mi propia integridad. 
    Además, ¡se ha prolongado tanto la existencia! La ciencia y sus prodigiosos descubrimientos nos han regalado en estos últimos treinta años, un plus de salud con una cierta mejoría en la calidad mental y emocional. Se vive mucho más, mamá, sin embargo sabemos muy bien que no llegamos a vivir lo bueno y lo más que la vida está dispuesta a darnos. Es como si no hubiéramos aprendido a extraer todos y sus mejores jugos. De pronto, cuando creíamos llegar al final del recorrido, nos encontramos con una amplia, extendida playa que pone a la muerte en un horizonte cada vez más lejano y, por lo mismo, nos invita a seguir caminando confiadamente.
    Medicamentos, gimnasia, asistencia médica, deportes, alimentación, hacen el prodigio de extender la existencia. Se vive más, mamá, pero, insisto, ¿se vive mejor? Ese tema aparece en todas las charlas televisivas y en las que sostenemos con mis amigas. Unas opinan que sí, otras no están de acuerdo. Yo creo que sí, que la vida actual tiene más calidad porque la difusión del conocimiento nos vuelve, en general, más cuidadosos. Pero aún nos falta mucho. Además, la vida es eternamente imprevisible.
    Lo que creo es que se llega a más años pero esos años ganados se viven en más soledad. Hombres y mujeres quedan, quedamos, bastante solos, por más tiempo. Muere el cónyuge, los hijos se van y muchas personas, que permanecieron al lado de sus padres, los vieron partir obedeciendo a la muerte. La soledad, entonces, duele y a pesar de que hoy se han creado espacios de distracción, a pesar de que hay variados lugares de perfeccionamiento intelectual, institutos de educación para mayores, la soledad sigue doliendo. La ciencia atiende hoy mucho más que en tus épocas a los ancianos, mamá, nos hemos vuelto más demandantes de cuidados aunque, debiéramos tener más claro que, si las personas no se han preparado desde sus años tiernos, si no han cultivado su interioridad e independencia, su autonomía y capacidad de proyectar actividades nuevas, se encuentran con una vida vacía.
    Son muy pocas, ¿debo decir escasas?, las personas que, tras la jubilación, permanecen en el estado gozoso de seguir conociéndose, de continuar superándose y elaborando proyectos, y sobre todo de dedicarse a lo más descuidado: el conocimiento de lo que tenemos guardado, nuestro propio yo, lo que somos, lo que la mayoría de las veces, nos negamos a auscultar. ¡Esa tarea sí que nos entretendría, sanamente; esa labor sí que nos concentraría por horas!
     Pero, si no te aburre demasiado el tema, quiero continuar compartiendo mis ideas con vos. Por ejemplo, creo que algunos privilegiados encuentran un nuevo y poderoso sentido en el amor y la sublimación por el arte y aunque  cuesta desprenderse de la matriz del pasado, abren las puertas al descubrimiento, nunca tardío de algún talento, una afición, una inclinación que quedó a medio desarrollar. Cientos de mujeres mayores  se dan al cultivo de alguna afición que postergaron, por atender a la familia.

     En cuanto a mí, debo confesar que pasé años de terrible soledad hasta que me encontré con nuevos motivos. Escribir cada vez mejor es uno de ellos, y el otro, ¿tal vez emocionalmente más importante? responde a tu amorosa recomendación: no te quedés sola, buscate un compañero. ¡Cuántas veces me lo dijiste, madre querida! Y fue esa permanente repetición y preocupación tuya lo que me llevó a intentarlo. A veces alguna vieja matriz que no conseguí romper, me llevó a dar explicaciones a mis hermanos: mamá me pidió que no me quedara sola, les digo, mamá me lo ha pedido expresamente, les explico, y hasta agrego que lo  considero un mandato que quiero obedecer. Lo que he callado, aún reconociéndolo interiormente, es que tu recomendación me vino muy bien, que ha calzado a la medida de mis propios deseos. Sí, un compañero, eso quiero, eso pido. 
     Puedo explicar la razón de ese deseo de encontrar una nueva pareja: había tenido un matrimonio amoroso y por una niebla desgraciada lo perdí, de manera que pasados unos siete o más años de mi duelo, empecé a dirigir mi mirada a los hombres y lo que al comienzo fue un inocente ejercicio de observación, se fue transformando en uno de seducción. Bastó que alguien me dijera que aún era atractiva para poner empeño en acentuar lo que pudiera llamar la atención masculina. Y lo hice con “premeditación y alevosía”. 
       Mis hijos estaban muy ocupados en sí mismos y en sus familias, aunque siempre buscaron y encontraron  el refugio amoroso de la reunión familiar. ¿Debo decir gracias a Dios? Sí, estoy segura de que es bueno tener hijos seguros de sí mismos e independientes al mismo tiempo que cuidadosos de sus lazos familiares. Por otra parte como yo no quería quedarme sola, solté al vuelo la coquetería, el deseo de volver a gustar. Entonces, casi inconscientemente, ¡claro que sí!, buscaba con la mirada, aprobaba con la intuición, elegía reflexivamente.
     Bien sabía, sé,  que con presumir no basta. ¿Sabés, mamá,  a cuántos candidatos posibles deseché una vez que uno a uno se puso más cerca? Fue como aquella vieja historia de mi primera desilusión, ¿te acordás?, el muchacho de mi primer año de secundaria cuya voz, percibida muchos meses después, derribó con hondazos agudos, el vuelo de mi primer romance.
    Claro que en esta edad no es solamente la voz lo que puede desilusionarnos. La madurez nos da la comprensión de que hombres y mujeres llegamos a un nuevo encuentro sentimental cargados de experiencias, de hijos, de nietos y de hábitos y actitudes, con los que nos identificamos, o no.
    ¡Y algunos cargan con pesadas historias y con hábitos muy diferentes a los de una! Encontrar un hombre que haya sabido y podido mantenerse íntegro, admirarlo, volver a sentir amor es un regalo del cielo y de una vejez sana y sin tabúes, y yo he tenido, afortunadamente, la oportunidad de volver a encontrar al hombre que esperaba. Sí, mamá, hace un tiempo que vengo sugiriéndotelo  y ya nomás, sin demora, paso a contártelo.
     ¿Te sorprende la revelación? ¿Acaso a lo largo de esta extensa carta no te hablé de un hombre que últimamente me acompaña y cubre, que le da más luz a mis días? Te lo voy a contar, sí, de a poco. Está llegando el momento en que sepas cómo y cuánto obedecí tu consejo: “No te quedes sola, hija, no te quedes sola”. ¿Lo recordás?

       Al comienzo de la etapa del duelo que me alcanzó en mis cincuenta años, me sentí en el final de mi vida. Fue tiempo de terribles éxodos, de grandes ausencias, de oscuros avatares, como te vengo contando desde el inicio.
    En fin, mamá, cumplo años y voy haciéndome vieja mientras sigo preguntándome: ¿cuándo fue que empezó la caída de mi cabello?, ¿en qué momento se metió en mis palabras el olvido  de lo que estaba diciendo?, ¿en qué momento surgió la necesidad de correr al baño para no orinarme encima?, ¿qué rasgos denuncian ante los demás mis dificultades para caminar, agacharme, cruzar la calle? Los cambios, imperceptibles, van sumando a los deterioros físicos más cansancio, más rigidez…hasta que la realidad nos obliga a declararnos viejas o viejos. 
     Vivir más años o morir, ésta es la cuestión, y como deseo seguir en esta vida, ejercito la comprensión de esta complicada edad, que como todo lo inédito es de puro ensayo, ¡y mucho error!
     De pronto me estoy transformando en una caldera de reflexiones, y esto elijo, pensar, no dejarme llevar, y proyectarme y seguir siendo hasta caer como el gladiador vencido por la bestia de la edad y de la muerte.
     Reviso, entonces, lo que más deseo en esta etapa y llego a la conclusión: deseo sobre todo en esta estación final de la parábola de mi existencia, ser una permanente bienhechora de la vida de mis hijos. Por ellos ruego, a ellos amo más que a nadie en el mundo y por eso no quisiera ser una de esas madres que los preocupan… demasiado.                                                                                                              
    ¿Acaso los preocupa que esté sola? No quiero, no, de ninguna manera ni que lo piensen ni que me tengan lástima, ni  que digan ¡pobre mamá!, tan triste. Tal vez eso ha sumado a mi decisión de poner lo mejor de mi experiencia hasta dar con el compañero adecuado a mi condición de madre, de mujer de edad, a mis exigencias de compartir mi alma con otra parecida a la mía. Un hombre independiente, que sepa vivir en sí, que no me busque para ser servido ni siquiera acompañado, que no me necesite  a cada instante de cada día y que, por lo tanto, no coarte mis deseos de seguir siendo una mujer autónoma. En esta etapa, en general,  madre, al elegir una pareja, se puede cometer un error: aceptar a cualquiera con tal de lograr compañía. Se ve, lo vemos entre los conocidos y aún amigos. Y esa mala elección, ¡produce tantos desbarajustes!
     Yo tuve suerte. Estoy de “novia”, como dicen mis nietos sabiendo que Juan vive en su hogar y yo en el mío y que me visita como lo hacían los antiguos novios dejando noches en blanco para que crezca el deseo de estar juntos.
    Pero ya te he adelantado demasiado. ¿Te tranquilizará saber que Juan, así se llama,  es el hombre más formado, más digno que conocí en este último tramo de mi vida? ¿Te hará bien que te cuente que más que nada es un maestro con el que agudizo mi capacidad lectora de las letras de la vida? Pues mi intención es hablarte de él… unas páginas más adelante. 
                                                                                        
      Por ahora te doy noticias sobre los muchos nietos que han llegado en estos años después de tu partida y de la de Rubén, multiplicando la familia. Somos muchos cuando nos juntamos alrededor de una mesa. Por eso hoy puedo comentártelo dándome cuenta de lo venturoso que es poder decirlo: diecinueve nuevas y prometedoras vidas han llegado para sucedernos en este difícil y a la vez fascinante arte del vivir y, posiblemente lleguen más. Los descendientes del tronco familiar que plantamos con Rubén son sanos, hermosos, de un prometedor porvenir. ¿Qué más puedo pedir?
    Tal como vos lo sentías, yo deseo  que la vida me alcance para verlos crecidos, llegados a sus metas, pero bien sé que mi tiempo no va a cubrir el de todos y menos el de los más chiquitos, porque en la misma medida en que cumplan años yo iré desplazándome irremediablemente en la bajada de mi natural ancianidad.
     Por eso te escribo. Creo necesario contarte cómo van subiendo por sus vidas las nuevas ramas, los pequeños  brotes que repiten en sus gestos algo o mucho del amplio menú que les ofrece el variopinto y denso follaje del árbol familiar. En el acto mágico de la unión de los dos sexos, la lotería que une un óvulo y un espermatozoide, cada uno de mis nietos ha tomado algo de sus antepasados para construir, con lo heredado, su original existencia: un rasgo, un gesto, una mueca, el color de la piel o el de los ojos, la expresión del rostro o los ademanes, la manera de caminar o sonreír, una inclinación, una vocación, un talento… 
     Y este repetirse, ¿no es acaso una forma cierta, verificable de la reencarnación de la que tanto se habla ahora? Algo de lo que somos, lo que hace a cada uno de los seres humanos tan particular y diferente, vuelve a la vida, se repite en el hijo, en el nieto o el bisnieto y hasta en un sobrino, aunque más no sea la nariz respingada del abuelo Rubén que vuelve a pintarse, igualita, en Darío y en Kevin. La vida que fue se prolonga en el circuito de la sangre extendida, ramificada, vuelta a renacer cuando la transformamos al procrear, al mezclar nuestros genes con otros tan diferentes, siempre nuevos y originales en su manera de mirar, adaptarse y permanecer en el mundo.
     De esas mixturas quiero hablarte, madre, porque sé que te hubiera gustado seguir estando, seguir compartiendo, viendo, analizando y disfrutando el crecimiento de cada existencia nueva que proviene de vos y de los que estuvieron antes de vos.
      El círculo de la vida que nos lleva a ser viejos hasta caducar como tantas hojas en invierno, vuelve a empezar en otro que, por ser de nuestra sangre,  nuevamente nos contiene en la realidad de una espiral infinita, que nos continúa más allá de la tumba, más allá de las lágrimas que lloran cada despedida. Este sentido de la trascendencia nos permite superarnos, crecer, cumplir con un destino en sucesivas refundaciones del ser, la de entregar a los sucesores una humanidad más digna y crecida.
     En fin, mamá, sigo escribiéndote, recordando para mí y para vos muchas vivencias compartidas y otras que me sobrecogieron cuando ya no estabas presente. ¡Y algunas, fueron tan tristes!

      ¿Qué fue lo más doloroso después del fallecimiento de Rubén?  Hubo varios otros y postergo para después, intencionadamente, el hablarte sobre ellos. Van a dolerte, madre, a menos que el lugar en que estás sea realmente un paraíso donde todo ya se sabe y comprende, aún la muerte y su significado; aunque nuestros muertos queridos ya estén a tu lado gozando del mentado cielo en el que aún no termino de creer. Ya te diré sobre los que murieron después que vos. Podés prepararte a recibir noticias muy dolorosas.
    Por ahora te transmito que me ha quedado mucho que decir en esta carta, sobre  el momento de tu propia desaparición, y a eso voy a referirme inmediatamente.
    Ya lo dije antes, tu final, madre, fue un desconcierto.  En aquel mes de julio de 1989, en que te revelé sobre los motivos de mi gran dolor por la muerte de mi esposo, te llevé a vivir a casa. Me provocan un golpe las palabras. Me duelen. No me gusta decir “te llevé”, como si fueras un objeto manejable, manipulable. Pero es que… ¡lo eras!
     La familia dictaminaba que debías ir a un geriátrico cuando nació en el centro de mi corazón una determinación que ahora agradezco. 
      -No. Mamá no irá a un geriátrico. Puede vivir conmigo -dije-, quiero devolverle en alguna mínima proporción lo mucho que ha hecho por nosotros, además, ¡necesito tanto su compañía! 
   ¿Tu compañía? Sí, te necesitaba aunque ya no fueras la misma madre. Habías sufrido mermas en tu ponderable autonomía y lucidez y llevabas malas marcas, tal como sucede con las casas viejas que el paso del tiempo desmorona, mancha y destruye. Y, como ya te lo escribí antes, lloré tu minusvalía, esa especie de carcoma impiadosa que te transformó en una persona imprudente e impredecible.
    Además, pronto te fuiste transformando en la pesadilla nocturna de gemidos y quejas, en gritos contra todos y sobre todo contra Dios. Tu reclamo era desgarrador e irracional, y ese hecho alteraba tu antes coherente manera de actuar, tu discreción, tu cuidado y respeto por los otros. Antes decías: “¿Duermen? Entonces callo”. Ahora: “¿Por qué, Dios, dejaste morir a un hombre como Rubén?”, repetías en una letanía dolorosa y sin pensar siquiera cuánto hería escucharte. No sólo los oídos sino el corazón.
     Durante el día, cuidada por sucesivas acompañantes que te atendían, llevaban y satisfacían tus necesidades,  asomaban resplandores de lo que fue tu clara conciencia y entonces aparecía la maestra, la que siempre daba alguna útil lección y, guiada por tu lucidez fugazmente encendida, aparecían las palabras que yo necesitaba escuchar.
    Por siete meses permaneciste junto a mí. Eras una compañera disminuida a menos de la mitad de lo que fuiste, pero me sentía bien a tu lado. A veces eras una presencia que deambulaba en un bosque oscuro, enredada en recuerdos. Pero, repito, me sentía bien a tu lado. Caías y te levantabas pero siempre colmada de amor para dar, porque nunca perdiste ese generoso sentimiento.                                                     
            Un 19 de enero del año 1990, te fuiste, sin palabras y sin decir adiós. Yo estaba cerca de tu cama y escuché tu respiración agitada y ruidosa. Fue una mañana poblada de  estertores, de estruendosos rezongos que te acompañaban mientras te deslizabas hacia la oscuridad del sueño eterno sobre el que tan poco sabemos. 

    Vaya a saber, pienso siempre, qué es la muerte: ¿tenebrosa oscuridad?, ¿la nada?, ¿Un campo de luz? ¿Qué? ¿Hay que morir para saberlo o en esa nada, nada nos será revelado?
     Hoy, mamá, en un nuevo milenio, en el año 2016 sobre el que te vengo hablando, pienso en el misterio de tu muerte.  Fue muy extraña y me obligó a hacerme muchas preguntas, para las que tengo escasas respuestas.
    ¿Tiene sentido, es justo que una madre como vos, una mujer como vos, sufriera una agonía tan humillante como la que tuviste hasta que te fuiste de nuestro lado?
     Te recuerdo reclamando en un rapto de dolorosa conciencia, unos meses atrás, cuando  aún vivía Rubén.  
      -¿Dónde están mis hijos varones? - preguntabas-. ¿Por qué no vienen a ver a su madre enferma? 
      Luego prorrumpías en un llanto desgarrador. Es que no comprendías que el rechazo a la enfermedad mantenía a mis hermanos alejados. No lo hacían por desamorados, mamá, ni por indiferentes, ni por desagradecidos. Tal vez no podían soportar el verte enferma y desvalida, ¡otra persona! Seguramente fue eso, ¡nada más que eso!
       Sólo Roberto, aparentemente el más débil, afrontó con fortaleza tus disminuciones y pérdidas permaneciendo junto a vos. Adriana, su esposa, una mujer fuerte, cariñosa, humana y digna  lo apoyó y acompañó siempre.

     Pero aún no llego a la médula de mi preocupación: lo que más me duele, lo que apenas alcanzo a comprender  es el por qué de tu deterioro, que aunque es natural en tantos ancianos, lo sentí en vos como un castigo, como un purgatorio anticipado. Insisto en la pregunta: ¿por qué, mamá, poco a poco te fuiste desvaneciendo y provocando en nosotros un dosificado dolor llorado en cuotas a medida que se producían tus pérdidas? ¿Por qué yo te lloré de a poco y en el momento final tan poco? Me lo he preguntado por años y ahora, en plena madurez, voy encontrando algunas explicaciones que aclaran, un tanto, el sentido que puede tener una muerte como la tuya.
    Percibo en algunas de mis amigas octogenarias- la vejez llega hoy más tarde- una declinación irrefrenable, un desinterés por la propia imagen y la pérdida de los modales, los hábitos de socialización para dar lugar a la depresión y a los para qué arreglarme, para qué salir, bañarme, ponerme linda, para qué vivir.
    En la última vejez, en las fronteras por las que vamos hacia el encuentro de la desaparición total, se vive como en un desierto y por disminuciones de todo tipo, difíciles de disimular y superar.
     Y la mente acompaña esas pérdidas, a veces con la disminución de la memoria de lo inmediato, a veces del pasado, o de los nombres o de los lugares. O de todo a la vez.
     Como siempre que me invaden las dudas he buscado en los libros, en artículos de opinión, en Google, - maravilla de la tecnología actual, madre- para encontrar el sentido de la declinación de la vejez. Fue el escritor Vicente Valiente Noailles, en una nota publicada por La Nación quien me dio algunas respuestas que agradezco:

     Puede explicarse a partir de la neurología la causa física del deterioro que se sufre al vivir muchos años, pero no su sentido. ¿Por qué a cierta altura la mente entra en un laberinto del que ya no saldrá? ¿Qué significa la niebla que avanza sobre la conciencia, esta lenta inmersión en el río del olvido? ¿Qué significado tienen el progresivo desprendimiento de sí que una persona experimenta y la denodada lucha, perdida de antemano, contra ello?”
     Pero es la pregunta final de este texto la que más me aclara ese sentido: 
   “Las pérdidas de la vejez terminan por hacer tolerable la partida, al desanudar de a poco los cabos que unen a alguien a la vida.  Y sigue: ¿Qué sentido tiene permanecer ausente en la vida misma, seguir viviendo frente al despojo de la inteligencia, del pensamiento, de la dignidad? ¿Será esa prolongación de la presencia la manera de permitir a quienes lo rodean completar un sentido? Y ¿cómo es posible perderlo casi todo, pero que quede intacto el afecto, la sensibilidad al contacto?”

     “Que quede intacto el afecto, la sensibilidad del contacto”, repito. Releo y comparto la idea, porque sé, siento, experimento cuán vivo ha quedado no sólo el amor que siempre te tuve sino la sensación de protección y preocupación amorosa que vos nos brindaste hasta el final. 
    Además, deben existir muchos humanos que tienen una necesidad creciente de interrogarse acerca de la etapa final de la vida. De su desgarrador sentido.  Pertenecemos a sociedades que al envejecer enfrentan el fenómeno nuevo de una extensa sobrevida. Para Noailles:
       “Vivimos un contexto de creciente expectativa de vida junto a la dificultad de darle un sentido a ese excedente. Y enfrentamos también la paradoja que suponen sociedades que han extendido la vida, a la vez que le han retirado a esa extensión toda consideración social. Más allá de los problemas de salud, de sostenibilidad física, de hábitat, el problema más profundo que presenta la vejez actual es otro. Es la pregunta por el sentido de esta tierra ganada al río, por los años que la ciencia le ha ganado a la muerte, pero que no pudieron ser colonizados a la misma velocidad por la significación”.

      Esta nota, además de admirarme por la lucidez de un autor que leo asiduamente, aclaró algunas de mis dudas.
     Y también aventuré respuestas que reafirmo por coincidir con ellas: se muere de a poco para que los fuertes hilos que nos atan a la vida y a los que amamos, se vayan soltando, para que la muerte propia y la de los que nos rodean, no duela tanto y  se  transforme en un hecho natural y hasta aceptable. Por eso, mamá, ahora puedo confesártelo, aunque me cuesta, llegué a desear que tu agonía terminara. 
     Sí, deseaba que aceptaras la proximidad de la muerte, mientras vos, mamá… ¡te  aferrabas con desesperación a la vida! Solías decirme: hija, yo sé que doy mucho trabajo, pero me gusta estar aquí, con ustedes y aunque sea una anciana desvalida, no quiero morir. Y fue  tu desesperado apego a la vida lo que nos llenó de sentimientos contradictorios en que predominó un gran pesar por tu partida. 

     Roberto te lloró con desesperación. ¡Habías sido tan importante para él durante toda su vida! Debió sentir, a pesar de estar casado con una mujer tan cálida y compañera, un terrible desamparo. Sobre él quiero hablarte ahora, para ponerte al día sobre la tristeza que provocó en todos su joven desaparición. Sí, madre, fue él quien siguió con su muerte a la  de Rubén y a la tuya. 
    ¡Estábamos tan unidos! En aquellos tristes días el Gordo, como lo llamábamos, se constituyó en un amigo de visitas diarias. Fue por esos días cuando la silenciosa diabetes que lo había comenzado a atacar se le empezó a subir a los ojos. Roberto ya no veía bien pero eso no le impidió llegar a casa a cualquier hora, dar una recorrida, asegurarse  de que las puertas quedaran bien cerradas, en fin tendernos su abrazo protector para después partir. Simplemente llegaba y cruzábamos unas breves frases. Lo demás eran muestras de afecto, yo lo abrazaba y besaba su frente, lo miraba a los ojos, indagando, queriendo saber cuánto veía en realidad. Tal vez sea porque compartimos palmo a palmo su lucha denodada por vivir, será porque sus días fueron parte de los nuestros y sus sufrimientos tan a la par vividos, que, cuando llegó su final, a toda la familia y a mí personalmente nos produjo un hondo dolor. ¡Queríamos tanto a ese noble hermano!

     Tal vez compartas la idea de que tuvo un extraño destino. De bebé los tres hermanos mayores nos peleábamos por dormir con él, ¡era tan tierno y tan bonita criatura!  De su adolescencia recuerdo su difícil crecer, su andar como a los empellones, empujando siempre el reniego, papá persiguiéndolo con su cinto, vos con una zapatilla para dominar sus rebeldes no quiero, no lo haré así, no voy a estudiar. Vos, mamá, tan dedicada a él, tan empeñada en que conquistara una vida normal. ¡Y fue tan difícil! ¿Lo fue? Tal vez lo sea para nuestra visión de lo que es ser feliz,  porque él nunca se quejó de su suerte, de lo que los demás juzgábamos una desdicha.
   ¿Acaso no fue desdichado? ¿Qué fue lo que hizo que mi amado hermano pareciera perseguido por tantos y reiterados tropiezos? ¿Destino? ¿Estigmas? ¿O en verdad nada perturbó su amable corazón?  No lo vimos llorar cuando perdió su pierna, entre otras desgracias. ¡Era muy joven y le costó volver a caminar, probar y dominar la prótesis, sostenerse en ellas! Después, ¿acaso no nos dimos cuenta?, vino su dejar que la vida hiciera por él, ¡y ya había hecho tanto! ¿Acaso no le quitó el destino o quien sea que gobierna el mundo también su taller mecánico de motos? Lo había organizado con gran pasión, era su vocación y dedicó horas y ahorros a ponerlo en forma. De pronto, un voraz incendio transformó sus herramientas en cenizas y sus sueños, en polvo. Vos, mamá, quisiste consolarlo explicándole sobre la voluntad de Dios, Él lo estaba poniendo a prueba, dijiste,  “era un elegido”, insististe. ¡Extraña manera de aceptarlo todo, mamá!
    De esa manera hubieras  explicado, si hubieras vivido para verlo, estoy segura, la empecinada y creciente diabetes que se le metió en la sangre hasta llevarlo a una ceguera total apenas llegado a los cincuenta años. Vos ya no estabas, mamá, y yo le agradecí al cielo que no vieras sus ojos sin luz.  Para los que estuvimos cerca fue un tiempo doloroso. ¡Era tan sufrido, tan probo! A veces nos sorprendía con pedidos que bien sabría serían imposibles de satisfacer: quisiera recuperar aunque sea un instante la vista para conocer a tus hijos menores, me dijo una vez, escucho sus voces pero no sé cómo son  sus caritas, explicó. Después se resignaba: no me importaría volver a la ceguera para siempre si ese deseo me fuera concedido. Entonces, ante lo imposible, buscaba tocarlos, y yo lo ayudaba llevándole sus manos al rostro de mis hijos menores, Silvina y Rodrigo, que no alcanzó a conocer, ¡eran muy pequeños!, y que se abandonaban mansamente a sus caricias. Sabían del amor de ese tío, mamá, agradecían su permanente presencia en casa. ¡Fue un hombre cabal, honesto, amante, cariñoso! ¿Por qué debió soportar tantas dolencias?   

     Cuando me avisaron sobre su muerte sólo pude llorar con todo el desconsuelo de que fui capaz. Lloraba por su anunciado final, mamá, pero también por lo que tuvo que soportar en su vida, si bien me consolaba la certidumbre de que estuvo acompañado por una esposa que lo hizo feliz. Sí, indudablemente, tuvo una gran compañera, Adriana,  mujer noble y la más fiel. Me consuela pensar también en cuánto amor recibió de sus pequeños hijos, Alejandra y Luis que, junto a su madre, lo atendieron con dedicación y amor hasta su último suspiro. 
     Me consuela pensar que mi hermano vivió su viacrucis y su muerte con llamativa dignidad, que tuvo una muerte digna.
    ¡Una muerte plena de humana nobleza, madre! ¿Quién no la querría para sí? 

        Una muerte así, coronada por el encuentro consigo misma, fue la de Cristina, nuestra querida hermana, tu hija menor. Sí, al fin te voy a dar esta otra terrible noticia, la de su muerte. Me cuesta, claro. Era también mi niña mimada, y llegó a ser, cuando llegamos a nuestra madurez, una amiga confiable y confidente. 
   Te preguntarás, seguramente, cómo y por qué murió y te pongo al tanto: fue un terrible cáncer de páncreas.
   La lloró toda la familia, sus hijos, Federico, ya médico, Mauricio, Leandro, Huguito y Lucrecia. Lamentaron su muerte sus amigos, los clientes de su farmacia, y aún hoy, a seis años de su partida, la seguimos extrañando. ¡Era tan franca y leal! Te cuento sobre el doloroso proceso de su enfermedad.
      Estábamos pasando unos días en La Granja con Hugo y Juan, amigo del que te vengo hablando. El lugar era bellísimo y propicio a las confidencias. No faltaron los juegos literarios que Juan, como maestro de literatura y gran lector, nos proponía algunas noches. A partir de palabras y frases sueltas, debíamos escribir una composición poética. Todos lo hicimos y el texto de Cristina, como verás, anticipaba dolorosamente lo que ocurriría poco tiempo después, demasiado pronto. Dice: 

¿Qué hacías allí, escondido, en silencio, aquella mañana?
Con mucha ternura me diste con firmeza tu mano,
Me observaste acariciando mi cuerpo
Como si fuera el último día.
El brillo de tus ojos te delató.
Luego las lágrimas, luego la oscuridad.

        Lágrimas y oscuridad, eso llegó muy pronto para ella y quienes la amábamos. Fue en aquel paseo cuando Cristina se quejó de unos fuertes dolores abdominales. 
     -¿Has tomado algún medicamento? - le preguntamos.
     -Sí, creo que es una gastritis que hace unos días me viene molestando.
     -Tendrías que hacerte ver apenas regresemos- dijo Hugo.
     Luego fue el dolor, los estudios, la llegada de Bety que desvió su viaje de Buenos Aires a Neuquén porque, según nos contó, sintió que en Córdoba sus hermanas la necesitábamos. ¿Una premonición, madre? Misterio. 
     El lunes, al regresar de la Clínica Allende a mi departamento con sus primeros estudios, Cristina, profundamente conmovida, con lágrimas en los ojos y levantando un gran sobre nos anticipó:  
     -¡Tengo cáncer! ¡Maldición! ¡Tengo cáncer!
     Nos abrazamos las tres, sin palabras, dejando que los sollozos fueran nuestro único diálogo. 
     No creo que sea bueno y justo abundar en detalles sobre el proceso del cruel cáncer de páncreas que se extendió rápidamente por su cuerpo, pero sí voy a  contarte sobre la ejemplaridad de su muerte. Tu hija menor, mamá, mi amada hermana, no sólo murió resignada y en paz, sino pagándole a la vida las deudas que tenía para completarla, para cumplir totalmente su elevado destino. ¿Cómo logró prepararse para tener una muerte decorosa? Te detallo algunos pormenores. Tuvo una oportuna ayuda, por cierto. Siempre es necesaria alguna mano señalando hacia el lugar que en la vida descuidamos, y Cristina, como la mayoría de los que atravesamos este siglo, había postergado la visita a su interioridad. 
      En una de nuestras frecuentes visitas, la encontramos acostada en su habitación. Juan subió a verla, en tanto yo quedé hablando con Hugo que estaba preparándole la cena.  Después Juan nos contó:

“Cuando subí a la planta alta encontré a Cristina en su dormitorio apoyada en almohadones, con una notebook en su regazo. Nunca olvidaré la sonrisa con la que me recibió, a pesar de los dolores en su cuerpo y la conciencia de que estaba gravemente enferma. 
Conversábamos sobre su enfermedad y el tratamiento que estaba recibiendo, cuando se me ocurrió decirle: escribí en la computadora este nombre: Carl Simonton. En unos segundos tuvimos una abundante información de la cual tomamos un breve apunte sobre este prestigioso oncólogo que había revolucionado el tratamiento de esta cruel enfermedad. Así nos informamos que:
    “Carl Simonton es conocido en el mundo entero como líder del movimiento holístico de la salud. El abordaje completo por él adoptado en la lucha contra el cáncer, combina el tratamiento médico tradicional con el  psicológico para crear un ambiente más favorable, hasta lograr la recuperación del paciente”. 
Nos pareció formidable el novedoso enfoque terapéutico, continuó narrando Juan, y al mismo tiempo saber que no sería fácil llegar a Malibú, California, sede del Simonton Cáncer Center donde se han realizado sanaciones increíbles.
Pocas semanas después me sorprendió saber que Hugo y Cristina se habían contactado con la Fundación Salud, ubicada en el partido Esteban Echeverría de la provincia de Buenos Aires, dirigida por Stella Maris Maruso, discípula nada menos que de la prestigiosa Elizabeth Kübler- Ross, la psiquiatra y tanatóloga que creó las técnicas para el cuidado paliativo de enfermos terminales.
Bien sabemos que Cristina viajó en reiteradas oportunidades acompañada por Hugo y algunos de sus hijos hasta que no hubo más remedio  que entregarse mansamente a una enfermedad cruel e inclemente”.

     Eso nos refirió Juan, mamá. Yo quiero que sepas que, asistir al instituto de Atella Maris Marusso en Buenos Aires, cambió su actitud frente a la vida y la muerte. Ella remarcó en una carta destinada a Juan que su enfermedad la había puesto en un nuevo camino, que estaba encontrando el sentido de su vida y ese hecho la hacía muy feliz. Se estaba contactando, ¡por primera vez!, consigo misma a través de ejercicios de introspección, de meditación, de búsqueda interior, y ese aprendizaje la alejaba del ruido exterior llevándola a apreciar cuánto amor tenía a su alrededor. Al fin, nos dijo, que si tuviera que morir lo haría tranquila. Por fin sabía, repetía, qué había venido a hacer en la tierra y estaba tratando de completar su misión realizando lo que nunca antes había hecho.
     Justamente, madre, y parece mentira, mientras te escribía sobre el tema aparecieron unas fotocopias de unas cartas que Cristina y Juan se entrecruzaron. Creeme que leerlas me produjo un gran dolor. ¡Mi amada hermana!, pero en la misma medida una gran  admiración por su fortaleza, a quien Juan alentaba y sostenía. Copio las cartas escritas vía email, (es decir a través de la computadora).
          De Cristina a Juan:

    “Más que apreciado te diría admirado Juancito. Cada vez que recibo un email tuyo muy distinto a los otros porque están escritos con mucha sabiduría y desde lo más profundo de tu ser. Siento una gran alegría. Con respecto a tu carta, te cuento que creo no engañarme, pero lo que me está pasando no lo siento como un sufrimiento sino como una prueba que me ha puesto Dios y tengo muchas fuerzas que no sé de donde las saco, bueno, sí, no soy ciega, siento una multitud  que está haciendo fuerzas conmigo.
Creo que Dios me está enseñando a ver la parte del vaso lleno, lo que para mí era al revés. Pase lo que pase, sea cual fuera mi destino, lo que Dios me está haciendo vivir  en estos días me hace muy feliz, me siento una elegida, pareciera un encuentro intensivo con el Señor y también con los que comparten mi vida, desde los más cercanos, entre los cuales también estás vos,  como los más lejanos.
Hoy tengo gana de vivir, tal vez ayer tenía ganas de morir y me encerré en mi trabajo, egoístamente. Hoy Dios y el mundo me hacen sentir útil para poder transmitir  todo lo que podemos hacer… Ojalá así sea…y si no es así, fueron momentos muy felices. Recibo tu fuerte abrazo. Muy agradecida. (Escrita el 16 de marzo del 2009)

       Juan respondió:

      “Querida Cristina:                               
                              A veces es necesario que Dios nos ponga a prueba para descubrir cuánto nos aman aquellos que comparten nuestras vidas. Todos, cada uno de ellos tiene encendida en su corazón una vela de fe, amor y esperanza. Si hacemos silencio podemos escuchar sus ruegos, sus oraciones, sus pedidos de auxilio para que puedas superar pronto estos días de tanto sufrimiento.
    No te sientas sola ni un solo instante porque hay una multitud junto a vos alentándote, queriéndote más que nunca. Es un desafío seguir teniendo fe en la vida cuando pareciera que los seres superiores nos han abandonado. Sin embargo, más allá de la oscuridad y del silencio de Dios permanece la fuerza del milagro de ser y estar aquí, ofreciendo nuestro dolor a los que nos aman y amamos.
   Te abrazo con toda la fuerza de mi corazón”. Juan

    Cristina murió tres meses  después, a comienzos del mes de julio. Cuando llegué a su casa, después del aviso, sus hijos y Hugo partían a hacer trámites. Me tiré a su lado, en la amplia cama grande, acaricié su amado rostro ya ganado por el frío de la muerte y abracé su cuerpo yerto diciéndole palabras de angustiosa despedida. No las recuerdo, tampoco deseo volver sobre ese momento. Sólo sé que sentí que me estaba escuchando, que, aunque bien lo supo siempre, no estaba de más expresarle cuánto la quería y agradecía, además,  su gran compañerismo y amistad. ¡Te voy a extrañar querida hermana!, le terminé diciendo entre sollozos.  
     Cuando, los encargados de la pompa fúnebre llegaron al mismo tiempo que el sol, Juanca y Agustina, que me habían acompañado y se habían mantenido alejados,  se acercaron para darle un beso de despedida.

    Como ves, mamá, la muerte de Cristina fue una lección de vida  que debiera divulgarse. Nos consoló su coraje, su fuerza, sus generosas reconvenciones ante nuestro indisimulable dolor, quédense tranquilos, me tocó a mí- nos decía- y, ¿qué se puede hacer sino esperar la muerte con tranquilidad?  Sin embargo dolió mucho y a mucha gente su muerte joven. ¡Era tan dinámica, eficaz, ejecutiva y a la vez honesta, franca, entregada a sus afectos! ¡Era tan bueno tenerla cerca!

  Después de ella, muchas otras personas conocidas, de la familia y amigos fueron y van desapareciendo del territorio que compartimos en la existencia. Decir esto, madre, me recuerda  la imagen que el Negro me despertó en una conversación diciendo:   “Somos  como las valijas de los aeropuertos cargadas en un cinta móvil que se van alejando de nuestra vista hasta desaparecer”. Sólo, pienso ahora, que con las valijas - ¡haya suerte!- nos volvemos a encontrar pero con los muertos queridos, que yo sepa, nunca más. 
     Enfermedades, accidentes, atentados cansancio y sobre todo la vejez van sumando nombres que la muerte pone en su lista de gente a desaparecer. Cada ausencia, mamá, bien lo supiste, suscita un dolor que mide  las huellas que marcaron, el amor que dieron.  El significado de sus vidas.

Las nuevas ciencias, como la neuropsicobiología, la tanatología, y otras, que brindan un impresionante servicio a la humanidad, no sólo enseñan a morir, predisponen a vivir con mayor intensidad interior hasta los últimos días de la vida. Tu hija tuvo ese privilegio y pienso que es bueno que lo sepas.
       Por otro lado, la legislación de la eutanasia, que ya está presente en muchos países, incluido el nuestro, evita la prolongación innecesaria del sufrimiento a quien no tiene posibilidad alguna de sanación, lo cual significa la continuidad intolerable de una vida ruinosa y vegetativa. Estas nuevas ideas, referidas nada más ni nada menos que al arte de vivir y morir son, para mí, uno de los adelantos humanos más significativos de estas dos o tres últimas décadas, sin dejar de reconocer, por cierto, el gran aporte de la tecnología a nuestras vidas. Y Cristina murió bajo esa nueva y beneficiosa cobertura.
       
     En medio de estos tristes recuerdos, que por mucho tiempo eludí compartir con vos, viene la vida diaria a traerme notas que me distraen. Estoy en este momento en Córdoba, el lugar al que he venido a vivir hace diecisiete años. He prendido la televisión en un aparato de cuarenta pulgadas, casi tan grande como el de mi hermano Negro, donde las imágenes sobre la visita del Papa Francisco a países muy cercanos al nuestro, como Bolivia,  ocupan un  impresionante escenario. 
    La televisión de hoy, cuyos primeros pasos alcanzaste a conocer, se ha multiplicado  por cientos. Sí, parece un dato exagerado pero no lo es. Existen cuatrocientos o más canales, a los que se accede, en un segundo, apretando una tecla. Hay para todos los gustos, desde películas que nos ponen el cine en casa, hasta partidos de fútbol en que los eternos rivales de antaño River-Boca siguen enardeciendo multitudes, o almuerzos o cenas con la veterana actriz Mirtha Legrand que deslumbra, no sólo con su bella ancianidad y con sus atuendos lujosos, sino con el brillo de su lucidez y temeridad para decir grandes verdades. Hay programas variados, muchos inclinados a transmitir noticias funestas de crímenes y violaciones y otros, los menos, que pasan interesantes notas del quehacer artístico y creativo del hombre como conciertos, ballets, certámenes de preguntas y respuestas.
    Como ves, la gente, los niños y sobre todo las personas que viven solas tienen, además de la posibilidad de pasar entretenidos en casa, la de conocer el inmenso y variado mundo, fascinante, increíble en su esplendidez y misterio. Pues ese universo se ofrece a los deseos de saber más también en las pantallas de las computadoras, en los teléfonos, en las tablets, aparatos que nos conectan con un centro transmisor llamado GOOGLE.  Y esto, mamá, suma aún más a las grandes maravillas de estas últimas décadas que, por suerte, millones de personas  podemos disfrutar. Por cierto se da en esta prodigiosa oferta la otra cara del bien, como vos siempre nos advertías, la bipolaridad del mundo, lo bueno y lo malo. Son muchos aún, los adultos, niños y adolescentes que se hacen adictos a esta formidable tecnología y, lejos de abrir su mente y su corazón a la amplitud de otros escenarios y otras gentes y maneras de vivir y cultivarse, sólo atienden a lo que aturde y enajena o se van por los programas que exaltan su instinto sexual, sólo instinto sin amor y caldo de cultivo de una creciente violencia.
    Vos, que conociste la TV en los años finales de tu vida, también te dejaste ganar por su atracción. Recuerdo la admiración que tenías para una artista que hoy, ya madura, aún tiene un lugar importante en las pantallas. ¿Recordás a Susana Jiménez? Mostraba su bella juventud en aquellos primeros tiempos de televisión en blanco y negro como protagonista de una propaganda de un jabón haciendo un gracioso gesto que acompañaba diciendo “shock”. Sí, seguro te acordás de ella y de que vos predijiste: esta hermosa y graciosa joven hará una gran carrera artística. ¡Y la hizo, mamá! Pasaron muchos años y la siguen admirando millones.

        Ahora, vuelvo a mi propia TV, al canal donde está el Papa Francisco, porque deseo que sepas que tenemos un nuevo Papa que es argentino y muy respetado por todo el mundo.
        Pues ahí está él, acercado por la pantalla que nos lo trae rodeado de cánticos religiosos. Me sobrecogen. Debe ser muy enaltecedor sentir tan cerca a Dios como transmiten los rostros de miles de fieles que siguen la misa que da el Papa, el que fue el Cardenal Francisco Bergoglio en Buenos Aires y que ahora sorprende con su buen tino, lucidez y santidad.
    Y allí lo vemos repartiendo bendiciones, soltándose a andar entre las gentes, besando a un enfermo, a un niño, eligiendo siempre a los humildes para posar su mano, consagrando bodas, acercando ideas y favoreciendo el entendimiento entre los pueblos  y la paz mundial. 
      En este momento escucho la voz del Papa Francisco. Da uno de sus acostumbrados sermones en la TV de Bolivia, extendiendo su palabra a los argentinos.
      Ante millones de fieles dice palabras esclarecedoras que ojalá fueran tenidas en cuenta: “Hay que terminar con la cultura del descarte, con el vicio del consumo que ha transformado personas y cosas en sujetos de un vil mercado”.
    Y prosigue:
   “Hay que ver por los pobres, por los viejos, por los necesitados, pero no quiero decir con esto que se los socorra con la dádiva, que tanto anula y humilla, no. Quiero decir que se los eduque, que se despierten las potencias y que se les ofrezcan medios de superación, que se haga por fortalecer su autoestima y propia valoración para que crezcan por sí mismos”.

      ¿Entendí bien lo que dijo el Papa Francisco? ¿Realmente fue ése su mensaje o es lo que yo deseaba escuchar? Más que nada deseo que lo escuchen los demagogos, los que gobiernan parasitando a los más humildes en una pobreza sin fin, los que les roban su voluntad de crecer, la recuperación de su dignidad y valor, que es lo único que puede sacarlos del barro de la miseria. Y esto es lo que está sucediendo aquí y ahora. ¿Te imaginás, madre?, este gobierno da subsidios, pero a quien lo recibe le es prohibido trabajar y está obligado aplaudir. Una total burrada que está minando la cultura del trabajo. Este gobierno populista que, estoy segura, vos  hubieras rechazado como lo hiciste con el de Perón,  también paga a las embarazadas.  ¿Qué se provoca con esa desacertada medida de Cristina Kitchner? Por cierto, lo primero es adhesión, electores seguros, y, por otro lado, el aumento de embarazos no deseados, justamente, porque no se informa sobre los daños que causan padres sin preparación y sin madurez, a un recién nacido cuyo crecimiento sano requiere amor, protección y cuidados... ¡de mentes sanas!  
                                                                                                                   
     En fin, madre querida, el tiempo pasa y va dejando atrás hojas y más hojas escritas para vos. Las repaso, hay muchos temas de los que quiero enterarte aún, y entre los primeros destaco la vida de mis hijos, los que conociste y dejaste atravesando diferentes edades. Cuando los mayores se casaron, y lo hicieron todos en Cruz del Eje, nos quedamos solos con Rodrigo que  cursó el secundario en los cinco años siguientes a la muerte de Rubén.
     Te imaginarás que fueron momentos difíciles de sobrellevar. Para qué repetirlo, ¿verdad? Fue penoso permanecer con mi hijito menor por varios años más en una casa que era enorme y se nos hizo más.  Contártelo  con detalles significaría regresarte a las vivencias de la soledad que vos misma sufriste cuando enviudaste. Pronto llegó el momento en que Rodrigo, recibido de bachiller, partió a Córdoba a estudiar, y ese “pronto”, que abarcó cinco años más que hago caber en tres renglones, hizo más sola aún mi vida docente que se preparaba para la jubilación. Pero no creas que me abandoné totalmente al natural dolor de volver a casa después de dar clases de latín en el profesorado de la Escuela Normal y encontrarme con la oscuridad y el silencio. Durante ese tiempo viajé mucho a Córdoba los fines de semana. Tomaba mi auto y me atrevía a la misma ruta que me había dejado sin esposo, saludaba el lugar donde Rubén expiró y donde se erigió un monolito en su memoria. Después, el pie en el acelerador, no paraba hasta llegar al departamento de alguno de mis hijos cordobeses y saludarlo a los bocinazos. Esos fines de semana se vivían en reuniones con todos o con algunos más desocupados hasta que llegaba el domingo y había que regresar a Cruz del Eje.

    Además, mi propia naturaleza me llevó a atacar mi soledad llenándome de amigas.
    Estuvieron tan dentro de mi vida Chicha de Arrigoni y Raúl, Susana Iracet y Jorge, Juan de Dios y Yolanda, Negrita y Néstor Ferreyra, Chany Florentino, Lita de Alem, Irma y Federico Arce, y otros, muchos más. Ellos aumentaban o acercaban distancias según su percepción de mi necesidad. Si llegaban a estar en casa mis hijos los fines de semana, se apartaban; si me veían sola arreciaban sus llamadas telefónicas, ¿estás?    ¿Querés que vayamos a visitarte? Allá vamos.
     ¿Cómo no agradecer los leños tibios que pusieron en mi vida de viuda aún dolorida y desamparada? 

    Ahora escribo en mi departamento, madre querida. Escribir me hace bien porque aún estoy en el aprendizaje de estar sola y hoy estoy sola. La única hija que vive en Córdoba, Gabriela y su esposo Alejandro y sus hijos Laura y Darío, han viajado aprovechando un feriado, y si ella no está, debo declarar que carezco de la amorosa compañía de algún hijo porque los demás viven en Neuquén, como ya te he contado. Estoy hoy, entonces, conviviendo con mi soledad, que podría obligarme al lamento o a la huida.  Nada de eso. En todo caso voy hacia el mejor encuentro: Hace tiempo que ejercito cobijarme en la búsqueda- no es fácil- de  mi propia interioridad, hacerme preguntas, pensar en lo que puedo hacer, algo que realmente me colme de sentido. ¿Si lo estoy logrando? Creo que sí, te lo dije al comienzo de estos últimos párrafos. Escribo mucho y de diferentes temas y géneros, ahora, escribiéndote a vos, madre, y en ese trajín me olvido del mundo exterior porque tengo adentro todo que necesito, los recuerdos, la capacidad de ordenarlos dentro de la selva de  mi mundo afectivo.  

      Es hablando de soledad cómo llego a otro recuerdo, mejor decir a palabras, que viniendo de vos, me estimulan  a actuar de una manera a la que, sin duda, estaba ya inclinada mi natural disposición. Fue hace un tiempo, cuando te enteraste de mi viudez. ¿Te acordarás de lo que me dijiste, mamá? Seguro que hoy también me darías ese sabio consejo: No te vayas a quedar sola, me dijiste, ¿lo recordás? Yo no digo ahora, hija,  ¡tan reciente tu duelo!, pero pensalo para después. No te quedés sola-, balbuceabas mientras te ganaba el llanto-. Buscate un compañero. Mirame a mí, a los cuarenta y dos años viuda, y la mirada puesta solamente en mis hijos. ¿Valió la pena?, no sé, no sé, y si valió, ¿querés mujer más triste? Sólo teniendo un compañero que te elija, que te admire, que te quiera, la vida de una viuda vuelve a tener sentido. Se necesita, hija, alguien que acompañe, y no hablo de un hijo o una hija como se acostumbró en tiempos pasados y hemos visto en la novela “Como agua para chocolate”. No, los hijos no pueden ser condenados a quedarse por siempre al lado de los padres. ¡No hay derecho! - Dijiste levantando la voz. Y luego, agregaste: no es bueno que los hijos sacrifiquen su propia vida por padres incapacitados. -Y continuaste: Yo hubiera podido tener a alguien con quien compartir una comida, una salida, una película, una idea, un proyecto. Pero no lo pensé ni admití jamás aunque  algún pretendiente me hubiera propuesto matrimonio. Sin embargo elegí estar con ustedes, cuidarlos, atenderlos. Pero cuando se fueron yendo comprendí mi error. ¿Sabés cuántas veces he comido sola?, ¿sabés con cuánto dolor he abierto la puerta de mi casa sabiendo que me esperaban el silencio y el vacío? ¿Has pensado alguna vez cuánto he rogado que alguno de ustedes me hablara por teléfono, que viniera a visitarme, que se acordaran  de mi existencia en el momento en que más los necesitaba? Pero no siempre se coincide con la necesidad del otro, y, ¡es tan triste, hija! 
    Todo eso dijiste, querida madre, quejándote de tu viudez por primera vez, desnudando tu acrisolado pudor, rompiendo la orgullosa coraza del orgullo que te hacía parecer tan fuerte.
     En cuanto a mí, debo confesarte que tus sabias palabras obraron como una liberación. Sí, me liberaron, mamá, porque, aunque no las tomé muy en serio al comienzo, internamente y tal vez en el plano del inconsciente, fueron desatando miedos, tabúes, preocupaciones por el mal que pudiera causar a mis hijos verme con un nuevo amor, y también, -¿cómo deshacerme de tantos prejuicios grabados durante toda la vida como qué dirían las malas lenguas de mi ciudad tan proclives a psicoanalizar a los demás? Pero ya te hablé sobre el tema, ya te comenté sobre lo presumida que me volví ante posibles candidatos. Ya te conté sobre eso, ¿no?
    Fue como un lento madurar hasta encontrarme con mis auténticos deseos. ¿Será porque mis pensamientos, puestos a pensarme, sacaron la conclusión de que yo, únicamente yo, vivía mi vida?  Pronto llegué a la idea de que mis amigos y conocidos y aún mis hijos poco o nada sabían de mis lágrimas nocturnas, de mi desvalimiento interior, del sin sentido que se apodera de las horas cuando no hay un ser íntimo  que te espere. Nadie podía venir a compartir conmigo porque cada uno está haciendo lo suyo. ¡Y vaya si están ocupados!
      Después de permitirme pensarlo, todo fue más fácil y mirando hacia adelante  alimenté un mudo y firme propósito. Persistiría en mi intención de buscar un compañero, te haría caso, madre, haría cuánto dependiera de mí para cumplir con tu deseo de rehacer mi vida. Lo hice, y pronto sabrás detalles.  Por ahora quiero refutar una palabra con la que te calificaste y que considero que no refleja la verdad: vos nunca fuiste una mujer triste, no lo fuiste o no lo mostraste, o hubo tanto disimulo en tus acciones que nos hicieron creer que la vida con tus hijos, con sus proyectos jóvenes que se iban consolidando en una carrera, ubicando en una profesión, en sus matrimonios, y luego en el nacimiento y crianza de sus hijos  te mantuvieron contenta Siempre nos pareciste una madre feliz y totalmente involucrada en nuestras luchas, es decir que tu vida iba en la dirección de un gran sentido.  

       Si lo hubieras conocido te hubiera gustado mucho, mamá. Hablo de Juan, mi actual compañero, por cierto. Ya habían pasado  más de diez años desde la muerte de Rubén. Fue hace unos quince cuando encontré a un hombre que me atrajo y poco a poco conquisté. No fue fácil pero debo decirte que realmente  me enamoró. Vi en él la dignidad, la integridad humana. Y lo miré dirigiendo la mirada hacia lo alto, es decir admirándolo más a cada contacto, a cada conversación con él. 
     Te cuento cómo fue.
     Presentaba yo un libro de poemas y revisando la agenda encontré su nombre: Juan Coletti. Lo recordé como a un hombre alto, de imponente presencia y considerado uno de los más importantes representantes de la literatura cordobesa. Casi sin pensarlo o por pura intuición o vaya a saber por qué, busqué su teléfono en la guía y lo invité a mi evento. Fue en el Jockey Club de Córdoba y cuando leía para el público alguno de los poemas de Cuestión de vida, al levantar la vista en una pausa, me encontré con su mirada sostenida y profunda.
      Fue nuestro primer contacto, pero cuando volví a pasear mis ojos deseosos de encontrarme nuevamente con los suyos, él ya no estaba más.  Por un tiempo no volví a verlo.
    Un día cualquiera y terminado un trámite, al bajar por las amplias escaleras del correo central nos encontramos de frente. Para mí fue reencontrarme con la profundidad de su mirada. Ambos nos detuvimos y entonces me contó que iba al correo frecuentemente a despachar cartas de su taller de escritura.
    -He escuchado hablar de esa actividad tuya - le dije-, y se me ocurre pedirte que me asesores para organizar uno de comprensión lectora. ¿Será muy difícil adaptarlo? - le pregunté enseguida. 
       La charla nos mantuvo por un largo rato, sometidos al frío de un día de mayo. Entonces él sugirió una cita en que me daría los detalles que yo podría adoptar o modificar para cumplir con, según le había dicho, un sueño postergado.
     No puedo decirte, mamá, que quedé fascinada en ese primer encuentro, pero sí en la que fue nuestra primera cita.
    A los pocos días después, se dio el encuentro esperado en una confitería céntrica. Entré con algunos minutos de tardanza, el corazón acelerado al ritmo de una indescriptible ansiedad y buscándolo con la mirada. ¿Me habría enamorado por el solo hecho de haber escuchado su voz, o por su apostura? Lo cierto es que debí reconocer que aquel hombre me atraía agradablemente.
    El lugar, la confitería El Quijote, estaba atestado de gente. El murmullo de las conversaciones, el ruido de la máquina de café, el aroma del pan tostado, las voces de los mozos colmaban el ambiente. Cuando me abrí paso entre las mesas y lo vi en un rincón, sentí algo así como el alivio  y la tranquilidad de llegar a un lugar conocido, a un territorio familiar. Él estaba allí y me dio una cordial bienvenida.
     -Te he traído los primeros ejercicios de mi taller- me dijo poniéndose de pie-. Creo que pueden ser un modelo útil.
    Por cierto, mamá, no recuerdo exactamente de qué hablamos, pero sí sé cómo voló el tiempo, distrayéndonos en el repaso de nuestras vidas, en la descripción de nuestras familias, de los hijos y sus actividades y de lo que estábamos escribiendo. Él era un escritor prestigioso, había ganado, entre otros laureles el importante premio nacional Emecé y sus libros  “La memoria del polvo”,  “La niña que no quería ser bruja” y otros más habían causado revuelo, se vendían por miles y hasta se representaban, como pasaba con el último que te nombré, en escuelas y en el teatro. 
    -Estuve en la presentación de tu libro pero no te saludé porque estaba apurado. Tenía otro compromiso - carraspeó-. Me parece que tenés un buen potencial poético pero debés  trabajar mucho para llegar adonde querés llegar.
    Yo lo miraba fascinada. Sabía que era un buen maestro y que mucha gente había escrito y publicado libros bajo su dirección. Él debió advertir que lo miraba con admiración, deslumbrada, porque muy pronto hizo algunas aclaraciones sobre su estado que fueron una evidente estocada a mi indisimulado interés.
     -Yo vivo solo, hace años me separé de mi última mujer. Las relaciones amorosas…-dudó como si no encontrara las palabras-, bueno, no sé cómo decirlo, me han dejado escarmentado. Probé la libertad y me gusta ser independiente, no tengo el propósito de formar una nueva pareja. Además disfruto de una especie de poligamia…- me dijo con cierta picardía en la voz.
     -Sí, claro - dije yo-, sí, claro, a mí me pasa lo mismo -, repliqué con la intención de no quedarme atrás. Y continué a media voz, como explicando: -Ya han pasado diez años desde que Rubén, mi esposo, murió. He tenido algunos interesantes pretendientes, pero muy pronto me desencanté de cada uno por una u otra razón. No me parecieron convenientes. Por lo demás lo primero son mis hijos.  Me pregunto si es que me he vuelto muy exigente. No sé si en el fondo rechazo, como vos, poner mis sentimientos en una nueva relación; lo cierto es que a esta edad, tengo sesenta y un años -aclaré-, no creo posible volver a amar como a mi esposo, el gran amor de mi vida.
   Todo eso me animé a decirle, mamá. ¿Qué te parece el discurso que armé?  Aquel hombre tan seguro de sí mismo había herido mi vanidad femenina, al aventar sin rodeos sus espantapájaros amorosos en mi propia cara. ¿Puedo decir que me desafiaba o yo le resultaba totalmente indiferente?
     Cuando nos despedimos, luego de charlar de temas tan interesantes como el aprender a vivir en soledad y sin embargo muy feliz y entretenido, me señaló con gesto amable que no olvidara los papeles que me había traído y que habían quedado, ¿olvidados?,  en la mesa. ¡Por Dios! El nunca imaginaría el uso que iba a hacer de esos cuatro ejercicios de su taller, que tan generosamente, me facilitó.
     En el camino a mi departamento en taxi, me dejé llevar por mis pensamientos y una emoción alentadora. Quería revivir cada momento de la charla cuando de pronto… me di cuenta de que había llegado a casa. Dentro de mí latía una llamita, chiquita aún, tal vez del tamaño de un fósforo recién encendido, pero yo sabía que pronto se haría una llamarada. Este hombre me gusta -me dije- este hombre es diferente -pensé- y yo también le gusto a él, si no, por qué se despidió diciéndome:   
       -¿Querés que nos encontremos en este mismo lugar el jueves que viene?- a lo que le respondí:
      -Sí, está bien -  mientras sacaba las cuentas…el jueves, menos de cuatro días. ¡Qué bueno!
       -A la misma hora…-casi gritó cuando subí al taxi que paramos juntos.
                                                                           
     Dos días antes de nuestra nueva cita, sin poder resistir la tentación, le hablé a Juan con cualquier pretexto. La frialdad con que me atendió, la cortedad de sus respuestas me decían bien a las claras que a él no le pasaba lo mismo que a mí, que ese hombre estaba muy bien solo, que era verdad que no quería embarcarse en un nuevo romance, que solamente quería tener una amiga más con quien charlar cada tanto, cuando le viniera bien… Y yo, mamá, no compartía sus intenciones así que, pensé, era mejor que lo olvidara y que se lo dijera a través de una carta, eso sí. Por lo menos me daría ese gusto.
   Entonces escribí:
              
                       Lunes, 11 de noviembre del 2001
A Juan:
           Perdón, Juan, perdón. Vos escribiendo tan clarito ( las conversaciones telefónicas son como un escrito) y yo sin saber leer.
       Vos diciéndome “amiga” y yo empeñándome en despertar tu amor. Pesa demasiado en mí otra intención, otro propósito: a vos te veo como a un amor que puede llamarse de “compañero”, de “pareja”.
     En verdad, Juan, no me interesa la denominación pero sí me interesa el amor, y esta tarde, al llamarte, he perdido las esperanzas de despertártelo.
    No sé por qué me he metido en el camino del amor, cuando vos te mantenés bien lejos de su entrada. Por mi parte sé que te admiro, que sos el mejor hombre que he conocido después que perdí, ¡hace once años ya!, a Rubén, mi amado esposo. A él también lo elegí. A él también lo admiré y no fue para menos, pero, eso sí, los dos nos buscamos en simultáneo. ¡Y nos quisimos tanto!
   Miro alrededor, como antes lo hice y te encuentro solamente a vos, vos sos lo más bueno para amar, por eso mi corazón, que no se entrega a cualquiera, te ha elegido y mi razón ratifica mi elección.
   Pero esta tarde me tiraste al oído los cubitos de tu heladera, pude sentir  tu  frialdad, tu indiferencia y como quiero ser madura te desobligo de mí, de nuestra cita del jueves.
   A mí la palabra “amiga” no me cuadra. No, no quiero ser tu amiga ni tener encuentros en ese carácter.
   No te aflijas demasiado. Le he pedido a mi corazón que se detenga, que no se ilusione. Quizás le vendría bien una definición tuya en el “no”, porque mientras existe algo de esperanza el muy alocado se enciende y me da una engañosa tibieza.
   No tenés que sentirte comprometido conmigo, ya soy una mujer de más de sesenta años y sé comprender. Por lo tanto, no más citas, no más encuentros, no más llamadas.
    ¿Qué más te puedo decir? Sí, que soy ansiosa y me gusta que nuestra relación se vaya poniendo un nombre, en nombre del amor. Pero como no es así, lo dejemos.
    Te saluda tu “amiga”.
                                                         
     Eso escribí, madre. Releí, me satisfizo y luego me preocupé para que la carta llegara a sus manos.  Ahora leo una copia y me da risa mi atrevimiento, pero entonces la escribí molesta, con ese dolor que dan las desilusiones. Durante esos días no supe de su efecto porque Juan, ignorándola por completo, me habló el jueves a la mañana recordándome que me esperaba en “El Quijote” a las seis de la tarde.  ¿Qué te parece? Y yo, muy mansa, allá fui, procurando, eso sí, disimular mi ansiedad.
       Esta vez, madre, hubo un significativo progreso: Juan me acompañó hasta mi departamento, me preguntó si podía entrar a charlar otro rato más y me dio un tierno beso al despedirse. ¿Eso, nada más? Sí, madre, un beso algo prolongado y muy, muy decidor, como si estuviera cargado de promesas. Yo lo tomé así y en mi renacieron muchas sensaciones que creía dormidas, (debiera decir muertas), porque madre, ¡cuánto nos han enseñado a reprimir sensaciones y deseos que, ahora lo sé con seguridad, permanecen con una hasta una edad bien avanzada.
   Lo cierto madre, es que, como en los viejos tiempos de mi largo amor por Rubén, la presencia de un hombre se constituía en lo más relevante de mi vida. Lo cierto es que aquella noche soñé con Juan, deseé a Juan, y me ilusioné con próximos encuentros… ¡más encontrados! Lo cierto es que los dos alimentamos el delicado sentimiento que nos une y, ahora, Juan, incapaz de resistir y constituido en un maravilloso y dedicado compañero, viene a visitarme por las noches. Entonces leemos juntos, analizamos, mandamos mensajes en facebook, averiguamos datos en Google, vemos televisión y dialogamos por horas porque tenemos muchos temas de qué hablar. Mi vida tiene un especial colorido desde que él está cerca. 

      Pero ahora me acometen otras reflexiones. Para acortar las horas que me separan de la visita de Juan, releí las últimas páginas que te había escrito, me dejé arrastrar por el aluvión de significados y, admirada por haber podido recuperar tantas vivencias, tomé consciencia de cuánto bien me hacen estas auto confesiones a través de la escritura. Sí, escribir me arrastra y envuelve gratamente, vivo intensamente la pasión de volcar la vida en un papel o la computadora y disfruto, más bien decir agradezco al cielo poder hacerlo, mal o bien, pero hacerlo. 
       Creo que para muestra basta lo que vengo expresando en esta extensa carta. Escribo como impulsada por un espíritu ajeno a mí; escribo porque a la noche o muy de madrugada me despierta una idea, un recuerdo, una reflexión, eso que llaman inspiración y casi sin pensar salto de la cama, busco la página correspondiente y obedezco a quien me dicta. Un pensamiento o una emoción ocupa la totalidad de mi atención y pronto llegan las palabras, tenaces, insistentes hasta que por fin las traslado adonde han de quedar registradas y a la página determinada para almacenar poemas, notas periodísticas, reflexiones… y, por cierto esta carta para vos, mamá querida. A veces este impulso da sus frutos, otras, quizás las más de las veces, paso el “suprimir” que nos ofrece esta máquina maravillosa que es la computadora y palabras y párrafos o páginas enteras van a parar  a lo que se llama “papelera de reciclaje”, una herramienta del sistema que yo llamo “basurero para creaciones malogradas, y malas ideas”. Como ves, no todo lo que me inspira encuentra la expresión adecuada y más feliz.
    Sin embargo, entre borrones y rescates de frases satisfactorias he logrado llegar a la  publicación de unos dieciséis libros, desconocidos por vos y que han surgido  desde lo más profundo de mí. Te estarás preguntando si he tenido éxito, o tal vez lo sabés. No puedo medirlo, madre, aunque muchos de mis libros,  dedicados a mis alumnos e indirectamente a mis hijos, agotaron varias ediciones. Además, junté numerosos artículos de opinión que me publicaron diversos diarios del país en un libro titulado “Notas periodísticas”, del que estoy segura te hablé antes,  que se vende muy bien según los libreros. Por eso he recibido el Premio Nacional Leopoldo Lugones al Periodismo, hecho que, no lo dudo, te hubiera producido una enorme alegría. 
     Pero hay algo más importante en el cultivar la escritura. Creo que ya te lo comenté pero no está demás repetírtelo: como cualquier arte, escribir me brinda un motivo increíblemente fuerte, una razón poderosa para seguir viviendo sola pero acompañada. Las horas se me pasan en estado de intensa fluidez mental y emocional. Ahora entiendo el significado de “sublimar” y puedo asegurarte que me siento cada vez más soberana de mí misma, libre y feliz.  
     Aparte de este aspecto que me hace sentir plena, mamá, creo bueno continuar contándote sobre el amor que encontré, perseguí y parece que voy logrando afirmar… en los años de plata de la vida…Un real atrevimiento.                

     Aquellos primeros ejercicios que Juan me dio como modelo de su taller en nuestra primera cita y que volvió a explicarme detalladamente en la segunda, me parecieron tan interesantes que me dejé tentar por una idea que, a la distancia, juzgo muy acertada. Haría los trabajos y se los enviaría bajo otro nombre, para evitar cualquier situación que lo comprometiera, como cobrarme honorarios, por ejemplo.
     Entonces se inició un ir y venir de cartas y ejercicios entre el maestro y una nueva discípula, Teresa Pintos. Teresa se llama, en realidad, una fiel empleada de Carina, tu nieta, que me prestó su nombre sin entender demasiado y a la que irían a parar, en grandes sobres, las correcciones, sugerencias y propuestas de Juan. 
    Durante meses tuve con este hombre una relación paralela: por un lado concurría a citas que se hicieron más frecuentes, cálidas, entendidas; por el otro había un permanente flujo epistolar de ejercicios y opiniones del maestro a las que él sumaba muchas preguntas: ¿Usted ha publicado libros? Tiene una prosa fluida y muy rica expresión. ¿Es usted una monja de clausura? ¿Por qué si no lo es, no me da su teléfono? Necesito conocer su voz.  
     Nuestros prolongados encuentros continuaban. En diversas confiterías céntricas entablábamos conversaciones interminables. Después empezó a venir a  casa y esos momentos se entibiaron más y más.
      Nos entendíamos, mamá, pasábamos horas conversando, escuchando música, leyendo diarios a través de Internet. De manera que cada vez que llegaba era casi obligado encender la computadora y trasladarnos, llevados por ella, a los diarios del país y el mundo que nos daban las últimas noticias,  a visitar lugares desconocidos o remotos, o asistir a los espacios donde las grandes orquestas brindan las mejores melodías o a un teatro donde compañías de ballet deslumbran con su virtuosismo. Nada parecía escapar al conocimiento del maestro que, con una pregunta como: ¿te gustaría conocer más sobre Gandhi, o Mandela, o Borges, o…?,  abría las puertas para que entráramos juntos a la admiración de las maravillas creadas y vividas por el ser humano. Y, ¡cuánto, cuánto nos acercaba ese contacto de vibrante, de mutua admiración! Sí, madre, Juan me admiraba y me lo decía, sos la mujer más íntegra que he conocido, me decía, sos muy generosa, sos… y hasta me hacía sentir una mujer madura, femenina y deseable. ¿Cómo no habría de crecer saludablemente mi autoestima? Y lo mejor es que, después de quince años de relación sigue, seguimos sintiendo ambos un profundo respeto por el otro. 
     En aquellos inicios y muy de tanto en tanto, Juan se refería a su actividad de coordinador de su taller de escritura a distancia: ¿No la conocés a una tal Teresa Pintos?, preguntaba. Es una nueva alumna de mi taller -comentaba-. ¿Sí? - le respondía yo-, ¿y por qué me hablás de ella?, ¿por qué siempre la misma pregunta cuando sé que tenés cientos de alumnos? -Porque esta mujer me llama la atención- me respondía-. He intentado que me hable por teléfono sin lograrlo, tiene una particular manera de ser, algo así como si fuera una monja de clausura, ¡son tan espirituales sus trabajos!…
    Reí interiormente, “monja de clausura”, ¿yo? No, nada que ver con las santas monjitas, pero me llamé a silencio para escuchar el final de su comentario:
    -Tiene el alma más limpia que he conocido, puedo bucear en ella como si estuviera nadando en aguas muy transparentes. 
     -Y entonces, ¿Por qué no le preguntás a ella?- le respondí simulando sentirme fastidiada. Lo único que me faltaba era sentir celos de la criatura que yo misma había creado.
       Por meses las preguntas de Juan fueron como señuelos lanzados a la profundidad   de mis propias aguas. Por meses logré eludir el anzuelo.

       Sin embargo, un día, unos seis meses después, habiendo llegado a cumplir con un importante número de ejercicios, tal vez cansado del ir y venir con sobres a casa, Luis, mi yerno, me sugirió: 
    -¿No será hora de que le diga la verdad a Juan? Mire que cuando se entere de su jueguito puede sonarle a engaño, y  entonces... ¡adiós romance!
       Siguiendo su sensato consejo, unos días después, esta vez en una confitería del Patio Olmos, (donde hace años estaba la famosa escuela del mismo nombre, ¿te acordás, mamá?), le dije con intención:
      -Finalmente, Juan, he pensado entrar en tu taller, ¿Me vas a admitir? Porque puedo hacerlo anónimamente y así te libero de compromisos…
      - ¿Anónimamente? Te reconocería  a los primeros renglones - respondió-. Estos encuentros me han permitido conocerte profundamente, y… ¡te conozco tanto! Sí, seguro que, aunque no esté tu nombre, yo me voy a dar cuenta de que sos vos, porque tal como se piensa se habla y luego se escribe, -afirmó.
     - ¡Pero si no te has dado cuenta en tanto tiempo!…hace seis meses que soy tu alumna…, exclamé suspirando aliviada. Me venía esforzando durante meses para que no me descubriera. 
     - ¡Teresa Pintos!- exclamó con entusiasmo-, siempre lo sospeché, pero no, no podía ser…
     - Sí, soy Teresa, es decir… ¿De verdad lo intuías? ¿Por qué no me lo dijiste? ¿No te enojás? 
     - No, ¿por qué?, no, todo lo contrario. Me encanta unir el alma de tu personaje con la tuya que, al final, es una sola. Ahora puedo trasladar la curiosidad que despertaba en mí y unirlo al amor que siento por vos. Un cariño duplicado, ¿qué te parece?
       Fue la primera vez y tal vez la última que Juan declararía estar enamorado. Por cierto lo dijo solapadamente, pero aunque no me haga declaraciones formales sé que está realmente enamorado de mi alma, porque a ella la mima, la contiene, la ausculta y la enriquece.  Tal vez sea por nuestras edades pero lo cierto es que es con mi espíritu con quien más se relaciona. 
    Y a vos, mamá, ¿qué te parece esta historia?  Sé que te estás preguntado cómo sigue. Sigue, mamá, sigue. Va por un carril sereno, hablamos el mismo idioma y  así como por las palabras escritas nos unimos, por nuestros largos diálogos vamos trenzando nuestros proyectos de una vida cada vez más útil y significativa, vida de gente mayor. Ese fino lazo le da una bendita calidez a nuestra edad.
     Sin embargo, no voy a dejar de reconocer que nuestra relación ha tenido sus altibajos. Más de una vez antes de llegar a esta buena complementación de hoy nos hemos desencontrado y he tenido que salir al rescate de lo que consideraba muy importante para mí, su cariño.
       Para darte un ejemplo de esos períodos de prueba, he buscado cartas que le escribí en los momentos de crisis y, creeme que estoy un poco asombrada por las actitudes a las que me he atrevido con tan desvestido pudor. Las comparto con vos para que nos riamos un poco:

    “¿Sabés lo que pasa, Juan? Yo no debiera haberme enamorado de un hombre que no anda con vueltas y que dice y repite con coraje y cordura que es polígamo y todas esas bravuras que ponen a las mujeres sensatas en escape. ¡Y yo, tan aventurada, tan temeraria!”.
       En otra me animé a escribir:
     “Ya le he dicho a mi corazón que se haga cargo. Demasiado ha sufrido el pobre poniéndose a contracara del amor siempre y después de Rubén, mi amado esposo. (Él sí me amaba)….”.
        Y hay más:
       “¿Y cómo es que no aceptás que te quiera, Juan? ¡Si vos tenés la culpa! Te acercás adonde sabés que puede prenderse una fogata y ponés leños sólo adonde hay un corazón sensible. Y yo, bien lo vas entendiendo, tengo un corazón que sólo atiende la voz de los maestros, los genios admirables, me voy tras tus palabras y me agito con ellas y te sueño y me exalto…”.

    ¡Qué manera de escribir, madre!, ¿tonterías?, no sé.  Párrafos y más que, tal vez, obraron el milagro: Ahora tengo la certeza de que Juan terminó por enamorarse de mí. Jamás le dio importancia a mis cartas, a mis reclamos, a mis quejas, porque él sin declarármelo, me quería en silencio.       
      Me conmueve haber llegado a estos años con tan renovados y fuertes sentimientos, con la ilusión de reencontrarme cada dos o tres días con Juan, con la urgencia de comentarle los hechos cotidianos, mis dudas, mis necesidades, con el gusto de elegir juntos una película, de escuchar música. ¡Es un hombre tan particularmente sensible!
     También me llena de alegría compartir la cena, el saber que me ayudará a cocinar y a poner la mesa, que veremos  algún programa de televisión, en fin, madre, un entretejido de afinidades que ahora, con quince años de relación, nos ha ido estrechando cada vez más en una amable y amorosa red.
      Cómo no sentirme plena, entonces, ¿no te parece? Con declaraciones de amor o sin ellas ambos sentimos que este  encuentro nos ha llegado como una bendición.
                           
     También es una bendición para mí la visita de mis hijos. Ahora estamos en la semana de julio, vacaciones del año 2015. Mi departamento brilla y el jardín, en pleno ciclo invernal, ha mejorado su aspecto con el variado colorido de violetas de los Alpes y las vistosas “alegrías del hogar”.
     Yo también estoy a puro color. Silvina y Rodrigo vendrán con sus respectivas familias. Rodrigo, que este año cumplirá 39, es feliz, se ha casado con Karina, persona franca y cariñosa y con ella, se ha multiplicado en tres niños que vayan donde vayan provocan ternura con su radiante, sana alegría. ¿Te imaginás las reuniones con todos mis hijos? Son una multitud, seis familias que han dado diecinueve brotes. 
     Busco en ellos los rasgos y modales que reflejan los sus padres y abuelos, como te comenté antes. Los de Rubén son reconocibles en diferentes y nuevos rostros y cuerpos. En uno  se ha reproducido la curvatura de su espalda, en otros su manera de sentarse, caminar o decir, o su respingada nariz y la manera de mover los brazos al caminar. A veces me pregunto: ¿Este nieto ha heredado a su abuelo Rubén o al bisabuelo Toño o a mi padre? ¡El río de la vida ha mezclado tan diferentes aguas y de tan originales maneras!, y  es así como descubro y rescato gestos tuyos, algún aspecto físico o inclinación de papá, y, ¿podés creerlo?, siempre encuentro algo que reafirma la idea de que la vida no termina con nuestra muerte personal sino que continúa en la de los descendientes; que la sangre que se hereda lleva la carga de nuestros propios sueños, algunos incumplidos aún y que por el milagro de la continuidad, se podrán concretar en nuestros herederos.                
     Ojalá los estés viendo desde el polvo cósmico en que creo se transforma el cuerpo al morir, mamá; ojalá tus ojos sean de cielo y puedas estar en todo, verlo todo. Contemplarnos amorosamente.
                                                                                                                       
    Tal como yo lo hago en mi papel de abuela. Sí, madre, soy una abuela agradecida y, ¿te digo por qué? Un infinito amor llena mi alma por todos y cada uno de mis nietos. Ellos han recibido en su genética la riqueza de la cruza de sangres, de talentos y vocaciones diversas que se van plasmando en sus realizaciones personales. ¡Y son tantos! No los nombro para no abrumarte, pero cuento diecinueve, entre hermosas jovencitas y adolescentes en flor, dos nietos púberes, cuatro niñitos de entre nueve a dos años y muchachos fortachones y bien dispuestos. 
    Todos, una promesa, un largo camino por transitar mientras, yo, la abuela, voy sintiendo que aparecen lenta, pero decididamente, los delatores signos de los años cumplidos. 
     Hasta hoy mis nietos, es decir tus bisnietos, se manifiestan chicos sanos, francos y lúcidos. Tienen cada uno su manojo de virtudes y también defectos, pero esencialmente son alegres, agradecidos con sus padres y la vida y bien dispuestos aunque, claro que sí, muy diferentes unos de otros. ¡Es que vienen de mixturas muy particulares y han sido criados de tan diferentes maneras! Toda una historia a sus espaldas, tradiciones, costumbres, actitudes y visiones del mundo que, vos lo sabés bien, mamá, se han mezclado dando como resultado diversas notas que cada familia va imprimiendo en sus hijos, poniéndole un sello nuevo a cada apellido multiplicado. Así, mis familias derivadas son una muestra de la diversidad, de los matices de la misma humanidad mucho más amplia y extendida esta última, por cierto.
     En cuanto al afecto y a su demostración, hay nietos como ejemplo de todas las variables con relación a mí. ¿Será porque seguí desde más cerca el crecimiento de algunos, o los pude acunar más, o supe demostrarles mejor mi ternura? ¿Será porque estando más unida con sus madres, ellas, sean hijas o nueras,  les transfirieron, una mayor calidez a nuestra relación? ¿De qué depende, mamá? Lo cierto es que no tuve que lamentar, como suele suceder y sucede en tantas familias, el distanciamiento impuesto por padres celosos o distantes, y eso permite que hoy los más chicos se reúnan con frecuencia, que sean amigos entre ellos, que se apoyen y protejan. 

      Yo creo, así nos lo hiciste creer vos, que retroalimentarse en el caldero familiar, es, cuánto más amplio y diverso, más saludable, y, según considero, una buena práctica que permite enfrentar el mundo exterior, ensayar actitudes, sacar a la luz y reconocer los errores en confianza y superarse. Creo que mis nietos, ¡ojalá sea así! encuentran en la reunión familiar, en los tíos y primos un interesante motivo de enriquecimiento, sobre todo emocional, ya que cuentan, y en gran manera, con los consejos y experiencias que se transmiten generosamente, con los más o menos buenos ejemplos que reafirman la propia autoestima y el propósito de mejorar cualquier aspecto negativo que se puede observar en algún mayor. 
      Debo contarte, además, que ya hay muchos mayores de dieciocho años, la edad en que empiezan a independizarse y a provocar en sus padres el sentimiento del nido vacío que tanto dolor me causó, hace años, a mí y antes a vos. La historia se repite y, hablando de la reedición de sucesos, no puedo menos que sonreír pensando en un reciente episodio, más que nada una vivencia, que revivió otra que en el pasado viví en tu compañía.  Salíamos con Milena, mi nieta mayor, de un lugar de compras de Neuquén cuando de pronto tropezamos con un hermoso joven que, sin poder apartar los ojos de su bello rostro, sin mirarme pero dirigiéndose a mí, dijo: ¡Ay, abuelita, abuelita, cómo  quisiera ser su nieto!
      Esa frase fue más que un piropo. A mí me conectó con un episodio lejano pero vívido en mi  memoria. Seguramente te acordarás, mamá, cuando ya hace mucho, muchísimo tiempo, un muchacho te dijo a vos Ay madrecita, madrecita, yo quisiera ser su yerno. La historia se repite, madre, aquella vez, ese muchacho lo decía por mí y  ahora otro joven me lo dice por mi bella nieta. Al tiempo le gustan las repeticiones y siempre nos sorprende con ellas.
       Por otra parte, ahora me saludan diciéndome adiós abuela. Abuela…  me gusta casi tanto como cuando me decían señorita y yo estaba a punto de serlo. Pero me sorprende que me lo digan. ¿Cómo se dan cuenta de que soy una anciana de más de setenta años y que debo tener muchos nietos? ¿Qué  lo revela?, me pregunto, y tal como hacía en mi adolescencia cuando corría al espejo buscando signos de mi edad, ahora busco descubrir los que revelan mi vejez. Y, ¿podés creer?, los encuentro, claro que sí. Ahí están los años plegados como un fuelle de acordeón en la materia dócil de mi piel, en la flacidez de mis músculos,  en la prominencia de mi papada…Sin embargo, ¡cómo me engaña mi interior! ¿Será común en las mujeres de mi edad el sentirse plenas, potentes y hasta frescas promediando las siete décadas de vida? 
     Creo que sí, algunas han filtrado confiadamente esos sentimientos en nuestras conversaciones… No puedo creer que ya cumpla setenta y nueve años… me siento tan joven… dicen alguna o repetimos cada una.

      El tiempo vuela y ya te he alcanzado cumpliendo los setenta y siete que tenías cuando te enfermaste. Vos mucho sabés sobre la declinación de la edad, sobre las desventuras del cuerpo que se vuelve torpe a pesar de que el alma se mantiene fresca y bien dispuesta. Están los cansancios, los olvidos, los dolores físicos, la caída del pelo, la lentitud en los movimientos y los terriblemente delatores ¿de qué estaba hablando? Ah, ¿esto ya te lo dije? o no me acuerdo, fallas de la memoria que le ponen pesadas piedras a la voluntad de querer seguir aprendiendo y ascendiendo la cuesta de la vida.
      La vejez, madre, es como un fantasma que nos golpea y nos disminuye. Y yo no quisiera llegar a padecer estados humillantes, extremos. Siempre leo, porque enseñan, las sabias palabras de André Maurois que dice en “Un arte de vivir”:

     “Desde la adolescencia hasta la vejez, las transiciones son tan lentas que el mismo que cambia apenas se da cuenta de su evolución….Sin embargo, el otoño marcha disimulado bajo las hojas apenas manchadas del orín del estío. Luego, una mañana se alza una tormenta que arranca la máscara de oro y he aquí que detrás aparece el mondo esqueleto del invierno…Las enfermedades son las tempestades de los bosques humanos… En pocos días un rostro se marchita, una espalda se encorva, una mirada se apaga…”.

   Sí, madre, aún hoy releo esos párrafos y, creeme, me corre por la espalda un repentino escalosfrío. Si Maurois lo decía, ¡hace dos siglos!, para el hombre que cumplía cuarenta años, ¿qué podemos esperar de la vida los que hoy cumplimos más de setenta? Además, hemos sido testigos de casos tanto del envejecimiento paulatino como repentino, de cambios que hacen decir: ¿Vieron? A la fulana le llegó de golpe el viejazo…  
    Como ya lo manifesté, últimamente retorno con frecuencia a aquel antiguo libro que conservo en mi biblioteca, y al abrirlo en cualquiera de sus páginas me golpean consideraciones como las que siguen y que traigo a esta carta para recordártelas:

   “En ciertos poblados de los mares del Sur, la familia hacía subir a los viejos a lo alto de un cocotero y luego sacudía el árbol. Si el padre era todavía capaz de agarrarse, tenía derecho a vivir; si se caía, la cuestión estaba juzgada y al mismo tiempo ejecutada la sentencia”.
      ¡Qué cruel!, ¿verdad? Estos pueblos no andaban con vueltas, como nosotros. Sin embargo, siguiendo a Maurois, “también nosotros tenemos nuestros cocoteros”, también nosotros exigimos a los viejos a actuar con más energía, con más fuerzas, con seguridad  y los ponemos a prueba, aún sabiendo que los que ya atravesamos los setenta y cinco años, (cada vez ampliamos más la edad), llegamos con las fuerzas debilitadas y mermas en el funcionamiento de muchas funciones vitales, como la vista, las piernas, la memoria. ¿Qué más puede exigirse de un cuerpo, una mente y un corazón que vienen trabajando sin pausa desde hace más de setenta años?
      Sin embargo, el libro de Maurois, pese a su crudo realismo, nos deja un mensaje esperanzador.  Basta internarse en la frondosidad de sus páginas para advertir que “El arte de vivir” anuncia la posibilidad de nuevos resplandores. Por eso, madre, te lo sigo leyendo:

    “Si aceptamos sin demasiada tristeza, la idea de que la duración de la vida es limitada, desearíamos al menos llegar sanos de cuerpo y espíritu al término de la carrera. ¿Es esto posible? Muy posible….Un cuerpo bien ejercitado puede conservar durante largo tiempo su agilidad y su gracia. El secreto es no abandonarse jamás. ¡El ejercicio y la constancia hacen maravillas!...Por lo tanto, nada de renuncia física prematura y nada de renuncias sentimentales”.

   Y lo dejo allí, madre, aunque me gustaría seguir leyéndotelo. ¿Lo leías vos, mamá? Yo lo conservo como cosa tuya y hasta se me ha dado por preguntarme qué repercusión tuvo ese libro en tu vida. Me pregunto: ¿ejercicios para cuidar el cuerpo, vos? No, ni hablar; ¿ejercicios sentimentales para que no se te paralice el corazón después de tu viudez? No, mucho menos. Tu único ejercicio fue, y debe haber sido bueno, amar a tus hijos, velar por ellos y darnos el mejor ejemplo de una madre amante.
     Yo  he venido a dar en otro tiempo. Por ahora lucho contra el sutil deterioro cotidiano, y obligo a mi cerebro a pensar en positivo, a buscar en el paisaje de la vida los mejores colores, en seguir haciendo y estudiando y creciendo como si viviéramos en una estación florida. También lo hace Juan aferrado a su capacidad de escribir y a su cultivada sabiduría. Pero, ¿se puede? ¡Cuánto delatan nuestra vejez los gestos solícitos de propios y extraños, las atenciones de los más jóvenes! Y, ¡cuánto nos resistimos a pedir y recibir ayuda!... al tiempo que protestamos cuando esas actitudes de respeto y cariño nos faltan.  Sí, por ahí los mayores nos mostramos muy contradictorios, aunque debo reconocer que hasta los últimos años de tu vida sana, hasta los setenta y seis años aproximadamente, vos te manifestaste íntegra, con una compacta y coherente personalidad porque eras una mujer inquieta, dinámica que mantenía su cuerpo y mente en acción, realizando diversas actividades y frecuentes viajes aunque más no fuera de Córdoba a Cruz del Eje y a Neuquén donde residía Bety luego de su  unión con Juan Carlos.                                         
                                                                                   
     Neuquén también es el destino que más visito. Coincidencia multiplicada, madre. Vos lo hacías para estar con una hija, Bety y yo para compartir con ella y cinco de mis hijos que también  fueron atrapados por esta promisoria capital de la Patagonia argentina. 
    Últimamente pasé con ellos unos veinte días. Cuando estoy en Córdoba y luego de un tiempo no mayor al mes y medio  empiezo a extrañarlos, a desear ponerme más cerca para acompañar sus vidas, para enterarme más de su cotidianeidad, de sus luchas, de sus alegrías. Son cinco familias, mamá, cinco hogares que tienen un denominador común: forman una estrecha unidad con sus cónyuges o con sus nuevas parejas y sus hijos. Voy a sus casas tratando de utilizar la contraseña que me permita abrir sus almas, que me deje entrar a la intimidad que les pertenece. Ellos me abren las puertas. Lo hacen con amor y tolerancia, pero a veces no alcanza. Incorporaron y armonizan nuevos hábitos en los que se mixturan los heredados de dos familias y que, en muchos casos, los han ido enriqueciendo como personas. Y yo, madre, voy por otras rutas de mi personal crecimiento. No me he quedado como vos- deuda que todos tus hijos te debemos- a un costado de la vida de cada uno, esperando la señal: podés acercarte. ¡Oh, madre, qué infinita fue tu tolerancia y dependencia! A mí, mis propios hijos me obligan a reprimir impulsos tiernos con sus ¿No te parece, mamá que ya somos grandes, para que nos vengas con tantos consejos, para que nos sigas tratando como a niños? 
    ¿Sabés? Siempre lo repiten, y yo debo reconocer mi terquedad, porque aunque lo hago amorosamente, tiendo a aconsejar aún cuando no me lo piden y hasta cuando bien sé que les molesta. 
     En fin, como cada día nos somete a la necesidad de aprender, voy tratando de mantener una saludable distancia y andando en mi territorio personal por mí misma, cuidando el plus de vida que me queda, y a la par, intentando sumar experiencias. 
     Por eso, mamá, cuando miro hacia el futuro y me pregunto cuánto más y hasta qué edad estaré en este mundo, me asalta la duda, la preocupación que sé es la de tantos amigos y conocidos: ¿cómo vivir sabiamente los años que me quedan con autonomía y dignidad? ¿Cómo hacerlo, madre? Muchos que transitan mi edad lo resuelven viajando. También yo.
                                                                              
        Hace muy poco fui a Australia. Sí, escribí bien: Australia, Sídney, hermosísimo lugar en donde se encuentra Nadia, la hija de Bety. El motivo del viaje fue su boda con Shaun, el  joven australiano del que se enamoró.
     Bien sabés cuánto nos queremos con Bety y fue ese cariño el que la llevó a invitarme con insistencia a acompañarlos, y a mí, a aceptar. Todos queríamos ir, incluso Rodrigo, que quiere mucho a su prima, y Rubén que  pudo, no sin dificultades, concretar su viaje.
      La decisión de ir fue un gran acierto. Sydney nos deslumbró, madre porque es un lugar modelo para el mundo, un centro deslumbrante. Produce un poco de sana envidia conocer ciudades limpias, ordenadas, adelantadas y progresistas; sobrecoge las calidad de vida de sus habitantes. Son gentiles, acogedores, generosos como pueden serlo los seres que desbordan de plenitud porque han logrado un estado de madurez, que tanto nos cuesta alcanzar a los argentinos. Ellos disfrutan de un espectacular crecimiento cultural. 
     Y no es que lo exprese desde mi deslumbramiento, no. Australia ha sido elegida por importantes organismos internacionales como el lugar más feliz del mundo y hemos comprobado que lo es: feliz, en sentido de pleno, logrado, satisfecho y basta contactarse con su gente para comprobar cuánto se sienten de gozosos, cuánto disfrutan de sus paisajes,  verdes árboles, empinados y brillantes, cuánto de sus playas  tan extendidas y cercanas, cuánto de sus pájaros, que se posan en los parques de la ciudad central entre flores que la mano del hombre cultiva y con las que adorna los paseos, pero, y creo es lo más importante, cuánto disfrutan de ámbitos cuidados y hermoseados donde, como cosa natural y tal vez propiciado por el paisaje, se da un amable trato con los demás.
    Nadie destruye allí, mamá; un general sentimiento de pertenencia caracteriza a los australianos, a nadie se le ocurre tirar un  papel en sus paseos y parques impecables. En fin, admiramos el lugar donde Nadia vive desde hace cinco años con Shaum, y que ahora ha concretado su unión en una hermosa ceremonia a la que concurrieron docenas de amigos australianos y sus familias.  
    Deseaba contarte sobre este viaje también por los maravillosos momentos que viví. Ya te dije del esplendor del lugar. Estarías feliz de ver a alguien de tu descendencia disfrutar de un país tan adelantado, de la compañía de gentes con otra mentalidad, diferente a la nuestra, y, ¿qué querés que te diga?, mucho más abierta, amantes de su lugar en el sentido de amor que cuida, que lo siente propio y lo enaltece.
   Regresé fascinada, con la lección de que se puede lograr más, mucho más en el empinado y difícil camino de la evolución humana, y yo… ¡siento que hay tanto para hacer por el crecimiento de lo propio, la Argentina, el pueblo que nos vio nacer, Cruz del Eje!

   Mientras pienso en cómo ayudar como ciudadana, lo que me rodea y está afuera de mí, regreso al centro de mis intereses y atiendo una de las preocupaciones que más me persigue en estos días:                         
      Me gustaría saber cómo serán los años futuros de mis hijos, los de sus familias, los de los seres que amo. ¡Cuánto daría por seguir siendo testigo, nada más que eso, de sus vidas! También me pregunto:
     ¿Dentro de algún tiempo surgirá un escritor familiar dispuesto a contar más allá de mi tumba, como yo lo estoy haciendo ahora, sobre el curso que habrán de seguir las diversas y personales historias que han brotado y continúan la del árbol familiar? La duda impacienta mi corazón y las preguntas se apretujan en mi cerebro: ¿Cómo serán mis hijos cuando lleguen a mi edad? ¿Sabios, serenos, maestros de vida o…? ¿Cómo les irá en el desempeño de sus profesiones a mis nietos mayores? ¿Cómo enfrentarán la vida Milena, hoy arquitecta, Florencia, a punto de recibirse de contadora, Maximiliano, Fabricio, Kevin, Laurita, Agustina, Guillermina que van hoy mediando o ya están en el final de las carreras que han elegido?  
       Sólo me queda rogar al Dios universal, de cuya existencia no dudo, que haga a mis hijos y nietos tenaces y a fuerza de resilientes, felices.
   
     Resiliencia y felicidad son dos palabras que he usado y unido en una sola significación en estos días. Ser feliz, madre, esa, creo,  que es la meta hoy, feliz de verdad, es decir fuertes a pesar de los infortunios y duelos a que nos somete la vida, encontrados con el destino único que a cada uno le compete cuidar y mejorar y, de esa manera sentirse satisfecho con la vida.
     Ahora, en el momento en que repaso esta larga carta, otra palabra entra a interpelarme con su significado: final. Final de un libro, final de un año, el 2016, y tantos finales de vida que se dan en estos días como es el caso de una vida conocida y amada por vos que caduca hoy. Y como siempre es fue y seguirá siendo, la vivencia de los opuestos. Sí, hoy, final del 2016, junto a la alegre promesa de la navidad, junto a las expectativas del encuentro, una despedida, y los sentimientos, tan extremos, de la tristeza y la alegría en una clara y efectiva combinación.
     Te cuento: a la mañana leí en facebook (ya te hablé sobre este maravilloso medio de comunicación que nos permite seguir las historias de conocidos y no tanto)  sobre la muerte de Horacio Deza,  primo querido y sobrino tuyo. 
     Fuimos con Alberto a su velorio y entierro,  y tal como suele suceder en esos eventos se dio el encuentro con parientes por quienes el afecto volvió a encenderse como para soltar palabras y recuerdos comunes. Entonces surgieron dos situaciones contradictorias: por un lado la pena nos andaba rondando y por otro, ¡nos alegraba tanto el reencuentro!
     -¡He llorado tanto la muerte de mamá!- exclamó apenada Sarita- He deseado que siguiera viva, que siempre estuviera pero al mismo tiempo me alegra que no haya estado presente en la muerte de tres de sus hijos. ¡Se libró del mayor sufrimiento!
    - Nada más triste- intervine- su muerte le evitó, como a mamá, ver sufrir a dos hijos hasta que se fueron…
     Hablamos, entonces, de nuestras madres y de la primera y gran preocupación de ambas: la unión familiar y fue en ese momento, ya rodeadas ambas por  hermanos, hijas y nietos cuando la conversación empezó a traer recuerdos, lamentables algunos y  alegres y hasta risueños otros, los sueños familiares, las luchas, los logros, el destino de los hijos y la alegría de los padres sintiendo que van rumbo a su auto realización.
     Las palabras fueron soltando los recuerdos…y las carcajadas. En medio de la triste despedida, de las exaltadas palabras que se pronunciaron para decirle adiós al hermano, al primo, al amigo,  el pasado, el afecto que siempre nos tuvimos y la raíz común, nos secaba las lágrimas y nos ponía nuevamente en el tren prometedor de la vida.
    La vida que sigue mamá, para muchos de tus descendientes y que está aún en mí, para permitirme llegar al final de esta larga carta, siempre mostrándonos, como vos nos enseñaste que en todo hay, siempre, un costado positivo.   

   Ahora, mamá, a punto de enviarte lo que es un libro,  te cuento que  escribirlo  me ha ocupado intensas y agradables horas en estos dos últimos años. Quise evocar, amorosamente, la vida que compartí con vos y los sucesos que llegaron después de que te fuiste. Pienso que te hubiera hecho muy feliz seguir participando junto a tu familia, cerrar el círculo de tu vida extendiéndolo hasta el tiempo de hoy, aunque tuvieras más de cien años.
    En estos días voy a encontrarme con mis hermanos. Nos hemos reunido en varias oportunidades en este último tiempo, a veces con nuestros hijos, a veces sólo los hermanos que vamos quedando y hemos extendido el abrazo hasta los familiares más próximos. Estamos felizmente unidos, tan cerca como te siento a vos, mamá, siempre presente en nuestras vidas.
      En el largo periplo de nuestra existencia hemos transitado por senderos distintos, pero aquel antiguo y ancestral amor que nos entrelazaba con los hilos tibios de las sábanas de tu cama matrimonial, sigue haciendo su juego.  ¿O el tuyo, mamá? 
    Ahora, llegando al final de esta escritura, miro el número de esta página, la última que he escrito, y entonces me parece intuir que una voz interior me interpela: tanto escribir, ¿para qué? ¿Acaso vos creés realmente que mandarás esta carta a tu madre? ¡Qué manera de perder tu tiempo! A lo que me respondo: no interesan las horas invertidas en escribir, no, ¡fue tan saludable y lo pasé tan bien!, además creo, o más bien intuyo, que estás muy cerca, que has ido leyendo y vas conmigo en cada página. Te llevo dentro de mí, en mi corazón tenés un domicilio fijo y, por lo tanto, esta carta que, como a su natural destinataria te pertenece,  quedará entre nosotras dos, para que podamos volver a repasar fragmentos de nuestras vidas cada vez que nuestras almas vuelvan a  reencontrarse.


*
EPÍLOGO 


             Voy viajando a Cruz del Eje. Mi hermano mayor, el Negro, me ha pedido que vaya a visitarlo. Necesito hablar con alguien de mi absoluta confianza- me urgió. Por mi parte deseo verlo, hablar con él y llevarle algo que, espero, le interesará.
       Otra vez, ¡y ya van tantas!, el ómnibus me deja a pocos metros de su casa. Cruzo la ruta. Me apresuro. Sé que también esta vez la puerta estará abierta. Mi hermano me espera. Hubiera sido muy bueno que estuviera Alberto, pero no, esta vez no pudo venir.
     Como siempre que llego temprano encuentro al Negro en cama. Vení me dice, te estaba esperando, siempre me alegra mucho verte…
      Lo interrumpo, saco de mi cartera un paquete y se lo extiendo (a veces no puedo controlar mi ansiedad).
    -¿Qué es? Me pregunta estirando su brazo y mirándome, curioso.
    -Algo muy importante. Lo ha sido para mí durante estos dos últimos años. Creo que tendrás el merecido privilegio  de ser el primero en leer este libro. Espero te contagie mis propias emociones... sos uno de los principales protagonistas.
      -¿Un libro?
      -Sí. ¿Te acordás cuando en este mismo lugar nos juntamos con vos y Alberto? Nos íbamos a reunir con los primos… ¿Te acordás? Estar en aquel momento me inspiró  escribirle  una carta a mamá…
   - Sí, me acuerdo, pero… ¡si mamá está muerta!
   -No te asustés, Negro, no estoy loca. Simplemente fue un acto de desahogo. Me dieron ganas de hacer un repaso de nuestras vidas, de escribirle sobre cómo continuamos viviendo después que  ella se fue...
      - Parece interesante. ¡Qué título! “Ay, madre, si hoy nos vieras!”
      - Sí, ojalá te guste. Cuando estuvimos juntos empezaron a aflorar los recuerdos, y más imágenes y más vivencias… ¡quería darle noticias a nuestra madre  sobre nuestras vidas, de nuestras familias, de lo que sucedió en años!  La carta se hizo muy larga…
      -Y terminó siendo un libro. Ya veo. Claro que lo voy a leer. Gracias.
      Lo dejo en tus manos. Por ahora necesito un buen café. ¿Te vas a levantar?
***
                                                    
OTRAS LECTURAS

LEYERON EL BORRADOR DE ¡AY MADRE, SI HOY NOS VIERAS!,


hicieron sugerencias y alentaron su publicación,  en su carácter de psicóloga prestigiosa, una de ellas, como críticas literarias, otras; y  especialista en temas gramaticales otra, o simplemente como lectoras aficionadas las más, todas amigas  a quienes agradezco profundamente su participación.



ESTOS SON SUS COMENTARIOS:


    “Una autobiografía a corazón abierto, de tono nostálgico, que busca la complicidad de un destinatario explícito que no puede leerla ni escucharla. Una autobiografía que revela cuán trascendentales  fueron para la autora  los afectos de su entorno familiar y  las propias vivencias amorosas; cuán significativas, las circunstancias de espacio y tiempo en que transcurrió cada etapa de su vida desde la infancia hasta la madurez.  Gladys Seppi  trasunta su profunda vocación docente cuando entre los recuerdos desliza reflexiones sobre costumbres y actitudes, valores y creencias de ayer y de hoy; reflexiones que transponen los límites de la intimidad para llegar al lector eventual”.    


MALISA TORRES


    “Originalidad, erudición literaria y dominio del sentimiento, son los méritos relevantes de esta bella carta al cielo que Gladys Seppi Fernández envía a su madre, compartiendo con ella los avatares del recuerdo y las imprevistas secuencias de una vida que sigue tras el cristal de su ausencia.
Páginas de estilo sutil e incisivo, propias de la larga trayectoria y madura experiencia de la autora. Es un lujo su lectura”.                  

ETHEL APARICIO 
                                                               
     “Un relato intimista de las vicisitudes de la vida de una mujer que ha atravesado situaciones difíciles, como muchas de su generación, que han tenido que desempeñar innumerables funciones, como mujeres, como esposas y madres, como trabajadoras fuera del hogar y lo han llevado a cabo con mucho esfuerzo, realizado con coraje. La autora no oculta nada y escribe de una manera fluida que convoca a continuar la lectura para saber cómo sigue. Desde todos los puntos de vista, muy recomendable”.
AMALIA GIORGI

 “En esta novela, que se lee fluidamente,  encontramos enseñanzas sencillas, llenas  de sabiduría, humor, sentido común y, sobre todo, mucho amor. Es este sentimiento el que va cayendo desde arriba hacia abajo, desde la madre mayor,  a los hijos y desde  éstos a los suyos en una cadena que llega desde María luisa Méndez López de Seppi a sus bisnietos”.   
GRACIELA VIDAL

    “Un relato intimista de las vicisitudes de la vida de una mujer que ha atravesado situaciones difíciles, como muchas de su generación, que han tenido que desempeñar innumerables funciones, como mujeres, como esposas y madres, como trabajadoras fuera del hogar y lo han llevado a cabo con mucho esfuerzo, realizado con coraje. La autora no oculta nada y escribe de una manera fluida que convoca a continuar la lectura para saber cómo sigue. Desde todos los puntos de vista, muy recomendable”.                                                                                                    
MARÍA GUTIERREZ   
                                                                             
      “Con el recurso de una carta, muy diferente a la Carta al padre, de Kafka, Gladys Seppi Fernández recorre con su memoria su infancia, adolescencia y madurez. La casa de Cruz del Eje  que ha sido testigo de los acontecimientos familiares más importantes cobra vida en sus recuerdos.  Fue en ese ámbito  donde su madre les narraba la parábola de las siete varas de mimbre  que enseña cuán indestructible es la familia unida y que da sentido de unidad tanto a la vida familiar como a la novela. El lector maduro se identifica con la época que describe la autora: el despertar del sexo, los enamoramientos; los libros, películas, revistas; la escuela, los trabajos, la sociedad de su tiempo, los casamientos y muertes de los seres queridos descriptos hasta los hechos históricos del país. Así, la novela fluye  como la vida”.
SUSANA CHAS  

   “Pocos libros “huelen” a tanto amor como éste. Sin escatimar los sentimientos que le provoca la escritura de la novela, su autora, Gladys Seppi Fernández nos revela, con maestría y solvencia, emociones y vivencias que acompañaron la historia de su vida. Su “madre” fue el eje de esa familia singular que transitó fundamentalmente dos espacios de Córdoba: Cruz del Eje y la capital cordobesa. En estas páginas la narradora expresa su profundo amor filial que se interna en la espesa selva de la escritura”.
ANA MARÍA HERNANDO

  “Gracias, Gladys por permitirme leer el borrador de “Ay madre, si hoy nos vieras”. Fui una de las primeras en disfrutarlo después que Amalia, nuestra profesora, nos lo recomendó tan entusiasmada.  A mí, leerlo me llenó de hermosas emociones, una gran nostalgia por la niñez y adolescencia que una quisiera recuperar. Quizás ése es el principal motivo por el que  tu libro me llegó  al corazón, además de provocarme risa y llanto. Todo eso produjo en mí  y estoy muy agradecida. 






                                                  

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