“No hay cosa que haga más daño a una nación como que la gente astuta pase por inteligente”.
Francis Bacon
Cuando los muy mayores de hoy éramos niños solíamos sumergirnos en un juego de simulaciones y engaños, en el que, semejante a la realidad que hoy vivimos, abundaban los caprichos, las peleas y los gritos y, sobre todo las simulaciones.
El juego ponía a los chicos en una fila, larga o corta, según el número de los participantes y al frente se ubicaba alguien que nos llamaba a su lado, lugar que pintaba tan bueno como un cielo, diciéndonos: “Primer ángel ven aquí, abre tus alas y ven para aquí”, a lo que el convidado respondía:
“No puedo porque está el diablo”. Llegar a su territorio suponía atravesar la barrera custodiada por un ser astuto y voraz que, puesto al costado, utilizaba todas las artimañas para ganar clientes, lo que se sellaba cuando algún elemento que nos tiraba al paso, (un objeto cualquiera, simbólicamente valioso) nos tocaba, volviéndonos sus incondicionales, prisioneros de su voluntad, obedientes a sus mandatos que se manifestaban en “prendas” a pagar.
El juego nos llenaba de una febril expectativa. Había que evitar ser tocado por las marcas que nos volvían dependientes y serviles a quien, a medida que sumaba adeptos, se volvía más poderoso. Algunos evadían las estratagemas del maléfico, y con pensadas escaramuzas y la rapidez de sus piernas lograban llegar a la meta sin ser tocados, en tanto los más ingenuos o lentos o perezosos caían presos de la astucia del espíritu del mal.
Éramos niños pero teníamos bastante claro a quien debíamos evitar para llegar al lugar que nos convenía. Estábamos descubriendo el origen del bien y del mal.
Pasaron los años y los niños de hoy, que no salen a la distracción de plazas ni veredas, desconocen este juego, pero aquella vieja matriz perdura en el subconsciente de los adultos que, tal vez sin advertirlo e introduciendo cambios en el viejo juego, terminan alineados en uno de dos grupos bien diferenciados.
Uno de ellos está integrado por quienes fueron atrapados por promesas y por dádivas, y han entregado su voluntad al precio de engañosos trueques ofrecidos por un ser temerario que engaña ofreciendo una realidad inexistente. Dramáticos cantos de sirena el pleno siglo XXI.
Para ellos las ganancias pesan más que los mandatos de la conciencia. ¿Cómo desaprovechar las grandes ofertas obtenidas por el sólo hecho de consentir y aplaudir? ¿Cómo despreciar sueldos exorbitantes y tantas otras prebendas como viajes y aviones y hoteles de lujo y dineros pagados por el sólo oficio de aprobar lo que dice la poderosa autoridad? Y en otros numerosos casos, ¿cómo decir no a las dádivas que otorgan sueldos no ganados con el esfuerzo del propio trabajo?
En el otro sector están los que se mantienen libres, intocados, obedeciendo sus propias ideas, aún corriendo graves riesgos. Qué enorme contraste con aquéllos que, seducidos por promesas edulcoradas marchan, obedecen y reciben las ventajas prometidas, la comodidad que ofrece la posición de ser conducido, la seguridad del tener que pensar poco y hacer menos porque todo está pensado por una sola mente que tiene mucho dinero (el público) para dar y que, aunque parece inteligente, es en realidad de una astucia temeraria.
Es casi comprensible que en nuestro país este grupo forme una legión masificada y fanatizada y hasta muy agradecida por las prebendas recibidas; es fácil de entender que exista lo que suele llamarse núcleo duro de votantes que hoy suma a personajes interesados que, ya sea por aprobar sin protestar y obedecer sin preguntar, reciben abultados sueldos y beneficios.
Por suerte, y ante tanta contradicción, vacío de principios y valores, ante tanta desfachatez y hasta insulto a la inteligencia de la gente, las filas del lado opuesto se van engrosando día a día. Lentamente se reacciona.
Los indignados aumentan y muchos, que han sido “tocados” por beneficios que se les evapora, advierten que lo que se da indiscriminada y discrecionalmente a una cuarta parte de la población merma lo que es de todos: una mejor salud en hospitales bien atendidos y mantenidos, la buena alimentación adquirida por propia elección y con el propio esfuerzo, y una educación dictada por docentes cada vez más capacitados y convencidos del valor de su misión. En todos los campos se va verificando que en las sumas y restas se pierde lo realmente valioso: la grandeza de la Nación, por un lado, y el sentido de la propia dignidad por el otro.
Esta reacción se acrecienta en nuestro país ya que muchos van despertando a las consecuencias de su propia enajenación y advierten que no pueden permanecer con las alas atadas a promesas que son un espejismo y que atentan contra las reales posibilidades de su desarrollo.
Aquel viejo juego, metáfora de lo que sucede en nuestro país, se ha transformado en algo muy serio, ya que ahora sus protagonistas son adultos, cuya acción enajenada afecta el desenvolvimiento de una nación que será más o menos importante para sus ciudadanos de acuerdo a su participación más o menos consciente y reflexiva y a su capacidad de descubrir la interesada astucia escondida tras una pretendida inteligencia, que, si fuera tal, le permitiría repetir a quien la ejerce lo que escribió Johannes Kepler:
”Me gusta más la crítica aguda de un hombre inteligente que la aprobación irreflexiva de las masas”.
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