Relatos salvajes: la cultura del ir por todo


La lectura de la película "Relatos salvajes" provoca interpretaciones tan diversas como diferentes pueden ser los espectadores-lectores, cargados con sus propias experiencias, sus conocimientos previos y, sobre todo, su capacidad de leer superficial o profundamente cualquier texto, es decir según sus grados de comprensión lectora, aplicables a toda la realidad.
Es por eso que aparecen en los medios, las redes sociales y en internet, como en las conversaciones de familia y de amigos, comentarios tan disímiles, valoraciones a veces contrapuestas, aunque en lo que sí coincide la mayoría es en que "Relatos salvajes" es una película que hay que ver.
Las diferentes y variadísimas percepciones se sienten en el mismo momento en que asistimos al cine: tanta risa descontrolada, confundida con sonoras expresiones de sorpresa, un temblor en las escenas más violentas y crueles, todo entremezclado con histéricas carcajadas que forman un solo sonido estentóreo y confundido con la oscuridad de una sala donde el público de hoy se atreve, como nunca lo hiciera antes, a manifestarse sin ningún freno.
Algunos espectadores distinguen la fuerza argumental de un relato dividido en seis episodios con acciones muy bien cohesionadas, que van ligando una dinámica ininterrumpida con finales contundentes y un acompañamiento musical adecuadamente emocional, lo cual constituye, para este espectador, un mérito de gran atractivo.
Hay otros que, al poner su atención en los perfiles de los personajes, se sienten más o menos identificados con algunos de ellos, con su manera de ser y reaccionar, con las situaciones que viven, ubicadas en un país, el nuestro. Entonces, al reconocerse en otros, se sienten liberados, mental, emocional y psicológicamente.
Hay quienes encuentran en los diferentes capítulos alguna conexión argumental y otros ninguna, porque, arguyen, los ambientes en que actúan los personajes son diferentes, también sus edades y mucho más las situaciones conflictivas que viven.
Hay muchas maneras de interpretar esta película rica en todo tipo de recursos. Pero hay otro tipo de espectador, un lector más agudo, acostumbrado a buscar temas y subtemas y transferencias a la realidad, que fija su atención en los comportamientos sociales, en una manera de ser que caracteriza a demasiados argentinos de hoy y que ha llevado a su expresión más elevada, un modus vivendi que infesta la convivencia social y hasta familiar, comportamientos de los que muchos reniegan y algunos vivos usufructúan.
Tal vez tanto Damián Szifrón como cada actor principal y secundario han apuntado a denunciar la pulverización de todo principio que sustente una posible cohesión social, hoy inexistente en nuestro país, el triunfo de los que han pisoteado y siguen haciéndolo con todas las normas, con las reglas de la ética.
Por eso, los violentos personajes de esta película actúan desafiando temerariamente los límites y van siempre por más, desde el colmo posible a lo impensable; nada los detiene (no es que nada parezca detenerlos), se juegan su libertad y hasta su vida en cada situación.
Y esta actitud nos lleva a preguntarnos si quienes han participado en la composición de esta conmocionante película argentina, su guionista-director y actores, no han intentado hacernos llegar un mensaje cifrado y más profundo escondido en sus episodios frenéticos.
¿Acaso desde el comienzo al final los personajes no se van deslizando desde el plano de lo civilizado y racional hasta el de la total irracionalidad, brutalidad y animalidad? Lo instintivo y brutal llevado al grotesco se juega en conductas sin límites, donde se arremete contra los principios elementales de la convivencia, las costumbres, las tradiciones y el respeto al otro. En fin.
Es cierto que en la película se llega al plano de la exageración, ¿pero cómo habría de producirse el efecto deseado sin la exacerbación de las emociones de por sí negativas del hombre sino destacándolas con notas marcadas a fuego y sangre?
Es que nos hemos acostumbrado a las emociones fuertes: las peores acciones del hombre se meten en nuestra vida cotidiana hasta que se banaliza el mal; la televisión nos muestra el andar por los bordes de cada vez más individuos descarriados y marginales pertenecientes a muy diversas clases sociales, ocupaciones, profesiones y oficios. Pueden montar en un auto chatarra o en uno de alta gama, vivir en palacetes de country o en una villa, sin que eso interese demasiado para almas descompuestas por la corrupción, la debilidad de los poderes del Estado, la compra y venta de voluntades del Ejecutivo nacional, la denigración de lo humanamente digno. Los conflictos sociales arden con semejantes ejemplos.
Por eso el recurso es hacer de la ira más ira, de la venganza más venganza y más de cuanta perversión ha venido generando el hombre, por siglos, para concluir en su patética deshumanización.
Los "Relatos salvajes" son seis variaciones de un mismo tema: por un lado, el anuncio de adónde puede llevarnos la pérdida de la noción de país, de ciudadanía, de democracia, de respeto por las instituciones y, por el otro y sobre todo, la ausencia de la justicia, que lleva a mucha gente a hacerla por sí misma.
¿Necesita el público emociones fuertes, conmocionantes? Esta película es un plato servido que se degusta entre risas para no llorar y gritos desaforados para no llegar a escuchar los reclamos internos.
Seguramente, sin embargo, más de uno ha de quedarse pensando en el final ejemplarizador de estas comedias salvajes, en las que los protagonistas de acciones descontroladas terminan trágicamente.
GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ. Educadora. Escritora

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