Alguna vez, y no tan lejana como para que los mayores no lo recordemos, la sociedad en todas sus formas, desde la familiar a la escolar y social, estaba regulada por el sistema de premios y castigos. Y podemos afirmar que era bueno, así como también que su descuido, o mejor decir olvido, marca negativamente la convivencia actual.
No podríamos precisar cuándo, en el orden familiar, se entró en esa vida pareja donde todo parece estar bien aunque esté mal o donde siempre está todo mal porque las palabras son maltrato y los silencios son mordeduras; no sabemos cuándo fue que el rol del hijo pasó a ser el del padre, cuándo fue que se debilitó tanto la palabra como para olvidar ciertos estímulos y órdenes familiares y comentarios que eran muy repetidos porque se apelaba a ellos continuamente, porque si eran para alentar, como sucede con frases tan cortas y fáciles de decir, en esos tiempos se soltaban generosamente: ¡qué bien lo hiciste!, ¡gracias, hijo! y actuaban como la mejor brisa impulsando el timón de la barca hogareña, donde también aparecían las reprimendas, los castigos, que estaban porque así se marcaban los límites de los comportamientos.
¡Y las penalidades se cumplían a rajatabla! En el hogar las penitencias ardían y no se apagaban sino en el tiempo establecido, porque había una palabra y una orden, generalmente la del padre, que se debía cumplir en lugar y horas precisos.
Lejos de pensar que todo pasado fue mejor, esta reflexión intenta volver a incorporar esa buena costumbre de reconocer las buenas actitudes y exaltarlas así como también desaprobar las negativas para disminuirlas y extirparlas.
Porque de la suma de hogares en donde las reglas se respeten y su desobediencia se controle, dependen las sociedades sanas. La pacífica convivencia social.
Pero, ¿es realmente así? Muchos ansiosos en restaurar una convivencia basada en las normas creen hoy que el mal ejemplo que nos llega desde las altas esferas del poder ahoga los buenos propósitos y actitudes de las minorías.
Tal vez sea así, porque, casi imperceptiblemente, como si una oscura e invisible nube hubiera descendido desde las alturas hasta cubrirlo todo, se instaló la total irresponsabilidad en cada uno de los estamentos de la vida ciudadana y el aire es tan irrespirable que las nobles cualidades mueren asfixiadas. No es que antes no tuviéramos esa condición de "avivatos" pero, como contrapeso, estaban los virtuosos y había medios para resaltar sus virtudes.
Si somos sinceros y memoriosos podemos afirmar que en los hogares reinaba la autoridad paterna; en las escuelas la palabra de la maestra era sagrada y para los docentes destacados había palabras de estímulo y se echaba mano al cuaderno de actuación profesional que no escatimaba halagos para quien lo merecía y observaciones y sugerencias correctivas para los docentes que no cumplían su tarea debidamente, en tanto para los alumnos existía el cuadro de honor y era realmente una alta distinción figurar en él.
Todas esas formas de reconocimiento han desaparecido, ahogadas como dijimos por la cultura del todo vale que ahora reina en el país y, sin embargo, en el fuero íntimo de la conciencia social se reclama volver a implantar en todos los órdenes el premio a las cualidades, talentos, fortalezas y buen desempeño; en definitiva, al cumplimiento responsable de cada tarea, así como la sanción a las conductas indignas, las que perjudican el orden de cualquier sociedad, desde la familiar a la republicana.
Terrible es el efecto que produce el hecho de que se premie con ascensos, traslados a embajadas, a personas que, a veces caprichosamente y desdeñando las leyes de la lógica, han causado graves perjuicios al país. Además resulta necesario revisar los conceptos de derechos y deberes, que son básicos para ajustar el ejercicio responsable de las funciones.
En algún momento el premio por el hacer idóneo y responsable cayó bajo el peso de la palabra derechos; sí, los derechos fueron para todos sin distinción y se utilizaron en el sinnúmero de relaciones que cada individuo entabla con los otros.
Así se habla de los derechos del trabajador, que llegaron en buena hora para quedarse pero también para exacerbarse, de los derechos del niño, a hacer lo que deseen, a disfrutar, a pasarlo bien, a no ser castigados ni reprendidos para evitarles traumas; de los alumnos a no ser exigidos, a no ser amonestados, a permanecer en la escuela aun a riesgo de los compañeros, a que se les faciliten los aprobados, a que se les dé inacabables oportunidades, a que no se los amoneste.
Mucho se habla de derechos en la sociedad argentina y bajo su paraguas se refugian los que no cumplen, los no idóneos, los que faltan a sus puestos de trabajo, los que no tienen dedicación a su tarea, los carentes de capacidad. Un concepto errado de gremialismo ha puesto de patas para arriba el eficaz desempeño de cada tarea, las que hacen al bien de todos, las que ordenan el tránsito, las que mejoran las calles y las plazas, las que maduran el aprendizaje, las que ayudan a crecer a los individuos en un ambiente estimulante.
Nuestra sociedad reclama premios y castigos, que se distinga a los buenos, a los hacedores, a los creativos. Creemos que es la única manera de mover la pesada rueda del hacer nacional.
GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ. Escritora y educadora
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