Seguramente sea el mismo docente el que, en un profundo análisis sobre la educación actual, se atreva a reconocer cuán mal ve a la escuela y cuánto de su propia responsabilidad suma a ese malestar. El docente actual sabe, aunque no lo confiese en voz alta, que él mismo ha bajado los brazos, ha desertado de su tarea, simplemente porque no sabe adónde van el país y con él la escuela, adónde van a parar sus esfuerzos para orientar a los alumnos.
Tal vez sea éste el momento en que el ciudadano constituido como tal, se confiese a sí mismo lo que en la intimidad de su conciencia sabe muy bien: sólo en un país ordenado, organizado, pueden aflorar sus propias energías positivas, desarrollarse las capacidades individuales y disfrutar de un estado de paz y seguridad que, aunque parezca imposible, existe, como ejemplo para los demás, en algunos países, -pocos, lamentablemente- del primer mundo.
Sucede que la escuela, aunque sus contenidos permanezcan aislados, atrasados con respecto al mundo actual y su proceso de crecimiento es, por otro lado, permeable a cuánto sucede en la sociedad. A ella ingresa, diariamente, la problemática de los argentinos, sus vicios y virtudes en las conductas, creencias y voces de los docentes y alumnos que se comportan de acuerdo a lo vivido en las calles, en las plazas y en todo el territorio nacional.
¿Y cuál es, en términos generales, el espíritu que se lleva a las aulas? El todo vale imperante, el hacer improvisado, ciego, contradictorio, carente de metas claras, violento, que caracteriza el desenvolvimiento de cada día del pueblo argentino.
Vivimos en un torbellino, y ¿quién puede ver, observar, avizorar, a través de sus ráfagas?
Si en nuestro país impera el autoritarismo ciego, no es de extrañar que los docentes adopten esa postura, en defensa del resto de poder que asumen para estar al frente de grupos díscolos, que no saben qué ni para qué asisten a las cuatro paredes de encierro en que se ha transformado la institución escolar.
Si la demagogia, la permisividad y el facilismo imperan en la sociedad y en los hogares, no es de extrañar que las autoridades educativas, ministerios, directivos y docentes, hagan de la escuela el reino del dejar hacer y dejar pasar, ya que eso es lo único que parece apetecer la mayoría.
Hay muchos defectos para enumerar, pero algunos observadores agudos afirman que en el fondo de las conciencias de todos los partícipes de la educación, permanece oculto pero latiendo el sentido de la ética, la conciencia del deber ser y tanto docentes como alumnos reclaman la corrección de esta situación destructiva.
La escuela de hoy no puede resistir más tiempo el desorden y la indisciplina instalados en ella. Poner orden, por lo tanto, urge. No sabemos claramente qué es lo primero: ¿Es la sociedad la que transformará la escuela o es la escuela la que apuntalará un real cambio para el futuro inmediato? Tal vez sea todo a la vez, ya que ambas, escuela y sociedad se retroalimentan, se influyen inevitablemente.
Es hora de revisar algunos significados: cuando algunos universitarios y algunos científicos preponderan la existencia de un estado dadivoso y el fortalecimiento de los derechos sin considerar las obligaciones, ponen el acento en una dañina, cómoda inclinación a usufrutuar pasivamente de lo que reciben, menoscabando el sentido de su tarea de constructores, de sus valores, de su propia dignidad.
El que extiende las manos para recibir, suele reducir su mirada para ver más lejos y profundamente, y lo que se necesita es una visión clara y lúcida que pueda juzgar el porqué de las dádivas, que se dan intencionalmente y a mansalva, para poder eliminarlas si esclaviza su pensamiento y voluntad de hacer por sí, entendiendo que el dinero obtenido sin esfuerzos suele provocar graves consecuencias a la ética social y cultural.
Nunca estuvimos mejor, dicen algunos, que con cero esfuerzos pudieron cumplir sus sueños de apropiamiento: una casa, un terreno, sueldos sin tareas, una donación, y mucho más. Nunca recibimos tanto.
Nunca fue más divertida la escuela dicen los alumnos. Se nos facilita el acceso a aprobados, diplomas, pases de cursos, títulos sin más exigencias que el estar. Jamás se nos dejó hacer a nuestro antojo como ahora, expresan los que usufructúan el camino sembrado de regalías y facilismo. Porque en la escuela de hoy, tal como sucede en la sociedad, las notas, los aprobados, las ausencias permitidas, los diplomas son una suerte de prebendas que se reparten indiscriminadamente.
Sin embargo, si se auscultara el latido social profundo, se daría la sorpresiva respuesta de un alumnado que pide que se le exija, que se lo oriente hacia la formación de su personalidad y se lo encamine al cumplimiento de su particular destino, lo único que le dará plenitud vital.
La gente- involucramos a adultos, jóvenes y adolescentes-, está empezando a pedir más organización y disciplina, un ordenamiento que permita dilucidar si los esfuerzos valen, si el trabajo es reconocido, si el cumplimiento de las metas, que deberán proponerse, significan más que la indiferencia actual que ha postrado las energías y talentos en una marejada sin sentido.
De la misma manera, la ciudadanía está solicitando que a todos y a cada uno, se nos exija idoneidad, cumplimiento y superación en el ejercicio del trabajo, entendiendo que el verdadero cambio, beneficiará a todos porque no es lo mismo, por ejemplo, ser atendido en un despacho público por alguien bien preparado, que por los improvisados que hoy maltratan al público.
Tal vez éste sea el momento apropiado para instaurar un ordenamiento necesario: que el padre vuelva a ser padre y el docente, docente; que jerarquicen sus roles, con ganada autoridad, basados en la fortaleza que se obtiene luego de haber recorrido el camino de su desarrollo como persona de bien y de saber.
Gladys Seppi Fernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario