¿Quién
no quisiera vivir en un gran país en donde la seguridad reinara, las leyes se
cumplieran, los ciudadanos pudiéramos confiar en gobernantes bien preparados
para administrar y ponernos a disposición de discutir hasta acordar para
llevarlo adelante resolviendo las graves problemáticas que se van presentando y concretando los grandes
proyectos que van apareciendo para crecer, superarse, ser más y mejor?
Todos
quisiéramos tener un gran país porque sabemos que vivirlo permite el propio
bienestar, respirar en un clima de
desarrollo creciente, estimulante y
sustentable de cada uno de nosotros mismos, de nuestra familia, del colectivo
social. Sentirnos personas maduras.
Bien sabemos y lo
sufrimos en carne propia sobre los daños que causa a nuestra salud mental,
emocional y física vivir cada día la humillación del maltrato entre nosotros
mismos. ¿No es acaso sumamente penoso tener que hacer largas colas y hasta
madrugar, para ser atendidos en oficinas públicas, hospitales, recibir malas
respuestas, enfrentar a personas poco o nada cordiales, nerviosas, disconformes
con su trabajo y consigo mismas, repetir trámites que no se hicieron bien por la falta
de preparación, ineficiencia e irresponsabilidad?
Nos justificamos
diciendo que “eso pasa en cualquier lugar del mundo”. ¡Qué corta es nuestra
mirada y qué poco vemos un poco más allá de nuestras narices!
Australia, por
ejemplo, entre tantos otros países, con una edad parecida a la nuestra, con una
semejante ubicación geográfica, si bien
enraizada en otra cultura, ha
sido designada por estos años “el país más feliz del mundo”, y esto quiere decir: gente que ha llegado a un
alto nivel de vida, que vive más años y mejor, que lo hace organizadamente, que
se respeta, cumple las leyes, y puede superarse más cada día aportando al bien
del país. Cuando se indagan los por qué, cuando se lo conoce ya sea
visitándolo, estudiándolo, averiguando en Internet se siente una profunda
admiración, ¿o envidia?, por el bienhechor derrame de una cultura que permite
semejante bienestar, tranquilidad,
libertad de movimientos, confianza y vida confortable.
¿Cómo lo
hicieron?, ¿cómo lo sustentan?, ¿cuál es el pozo surgente de la abundante
energía que les permite seguir creciendo?
La respuesta
puede resumirse diciendo: en el alto grado de responsabilidad con que realizan
sus tareas, beneficiándose mutuamente, alentándose y estimulando a los más
capaces y creativos. No sabemos ante quien responden ni cuál es el grado de los
controles que han llevado al australiano
a cuidar sus propias y prolijas casas,
sus calles y paseos, a manejar sus vehículos con cuidado y respeto hacia el
otro, a usar el cinturón de seguridad porque es bueno hacerlo, a cruzar las
calles por los lugares señalados, y sobre esos detalles, lo principal: a
cumplir con sus obligaciones laborales de la mejor manera posible, a respetar
las normas de convivencia con la
profunda convicción de que así se debe hacer aunque nadie esté observando. Los
australianos explican que en su país es casi imposible coimear, comprar y
vender voluntades de policías y jueces, contravenir una norma, simplemente
porque a esta altura de su madurez cívica a nadie se le ocurriría ni atrevería
intentarlo. Además, las bonanzas, el disfrute consciente de sus logros, como
poder moverse con agilidad, sin pérdidas de tiempo entre gentes afables y hasta
el verdor del césped y el colorido de las abundantes flores, hacen del habitante de ese privilegiado país
un ser dispuesto a proteger su alto estándar de vida.
¡Qué diferente
al nuestro! Acostumbrados a transitar entre calles obstaculizadas por un
tránsito lentificado, entre autos mal estacionados, veredas destruidas, ganadas
por desperdicios, defecaciones de
perros, paseos maltratados y plazas sin luz, para nada parece molestarnos la
demora del bus, el incumplimiento de horarios, la mala cara de los oficinistas,
la falta de consideración y de respeto para el público: la ineficiencia y mediocridad generalizada.
Mientras tantos,
sentimos que estamos “protegidos” por los gremios correspondientes que resguardan nuestros derechos, que incitan a
hacer lo menos y pasarla bien, a desempeñar las tareas con el menor esfuerzo, a
no aportar porque un mal entendido proteccionismo habla de derechos pero nunca de
obligaciones y deberes.
De esa manera,
el país que tenemos sigue siendo un caos tomado por la irresponsabilidad. Usted
no haga, no cumpla, no se esfuerce, no crezca, no aporte, nos dicen los líderes
de paso, nosotros lo haremos por usted, nosotros, “yo” estoy para hacerles la
vida fácil. Ése es el mensaje que admitimos, a eso nos han reducido los
populismos que hemos permitido nos gobiernen. La irresponsabilidad ha crecido y
ésa es la lección que reciben y ejercitan nuestros hijos.
Sin embargo,
todos queremos que la Argentina cambie y crezca “porque aquí ya no se puede
vivir”, escuchamos por todos lados, pero hacemos poco y nada para remediarlo.
¿Habrá un mago
que pueda mejorar el país, es decir la conducta de sus 40 millones de habitantes?
Tal vez debamos
sentarnos a esperarlo.
Gladys Seppi Fernández
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