“La dignidad es el respeto que una persona tiene de sí misma y quien la tiene no puede hacer nada que lo vuelva despreciable a sus propios ojos”.
Concepción Arenal
Hace miles de años el ser humano viene levantando la cabeza, ganando la posición erecta, lo que le permite contemplar sus ojos en cualquier espejo y juzgarse, mirar de frente a los demás y elevar su vista hacia lo alto, en donde pueden desplegarse los proyectos del bien, los más elevados sueños y hasta las más inalcanzables utopías.
Desde entonces viene construyéndose la dignidad humana.
Hace cientos de años, los habitantes de esta tierra venimos pugnando por construir una república representativa y federal que permita a los argentinos llevar una vida digna, lo que quiere decir que, habiendo satisfecho las necesidades básicas de alimentación, las sanitarias y las de techo y abrigo, pueda recibir adecuada educación y, aún más, emprender el camino de su autorrealización personal.
Sin embargo, la lucha es hasta el momento estéril, ya que una gran parte de los argentinos son pobres, no acceden a la educación y ni pensar en su realización personal, es decir están lejos de haber logrado una vida acorde a una condición auténticamente humana.
Y esto, ¿por qué sucede? Porque la vida digna de los más depende, razonablemente, de las actitudes, decisiones y responsabilidades de los representantes del pueblo.
Es bueno pensar que el significado de la palabra dignidad está relacionado con el decoro, la ética, la autonomía, el libre albedrío que permite al hombre actuar con libertad, rectitud y honradez y de acuerdo a una recta razón. La libertad es posible a través de la educación que lleva a las personas a tomar decisiones en base al conocimiento sobre temas de su competencia y haciendo uso de la plenitud de su inteligencia.
Los individuos autónomos crecen y con ellos lo hace también la especie, al sumar a la memoria colectiva sus logros, sus creaciones, lo nuevo que tienen que decir, una visión más amplia del mundo que surge solamente cuando se hace fecundo el pensar y el hacer.
El timón de proa del crecimiento tiene mucho que ver con el actuar y espíritu digno. Sin la búsqueda de la verdad, de armonía y justicia el hombre no podrá avanzar.
La dignidad es la que da lustre a las acciones humanas porque se basa en el respeto por sí mismo, en la autonomía de su obrar, en su capacidad de hacerse responsable de su proceder que responde a la voz de su fuero íntimo.
Pero, ¿qué pasa cuando la dignidad tiene un precio en el mercado de valores y se compra y vende al mejor postor?
Los argentinos sentimos que la mayoría de los representantes del pueblo han vendido su dignidad y con ella su conciencia. Lo han hecho como muchos humildes habitantes lo hacen porque están realmente necesitados y entregan su voto para seguir recibiendo prebendas, tales como un colchón que les permita dormir mejor, o una canasta de alimentos básicos; pero en el caso de aquéllos es injustificable e imperdonable porque han vendido su dignidad al alto precio de sus desmedidas ambiciones, lo que les debería obligar a poner la mirada avergonzada en el suelo.
Lo que al pueblo le llama la atención es que en la medida en que van perdiendo su dignidad también pierden sensibilidad social y la responsabilidad ante los perjuicios que provocan.
La obediencia debida, su actuación en bloque, la falta de desarrollo de pensamiento personal, de independencia, de ideas nuevas, hablan, sobre todo, de su sumisa dependencia. ¿Por qué se someten de esa manera? ¿Miedo a perder sus cargos?, ¿prebendas?, ¿los beneficios extras?, ¿sobresueldos? ¿Por qué tanta obediencia si tanto se les advierte sobre desastrosos efectos? Muchas y fundamentadas denuncias han sido presentadas reiteradamente por personas autorizadas, y hasta por voces extranjeras.
La indignidad de nuestros representantes nos empobrece, nos atrasa. Y ese precio, demasiado alto, pesa en la vida de cada ciudadano argentino. Ojalá supiéramos qué hacer para que no siga sucediendo.
Gladys Seppi Fernández
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