¿La dignidad tiene precio?


“La dignidad es el respeto que una persona tiene de sí misma y quien la tiene no puede hacer nada que lo vuelva despreciable a sus propios ojos”.
Concepción Arenal

Hace miles de años el ser humano viene levantando la cabeza, ganando la posición erecta, lo que le permite contemplar sus ojos en cualquier espejo y juzgarse, mirar de frente a los demás y elevar su vista hacia lo alto, en donde pueden desplegarse los proyectos del bien, los más elevados sueños  y hasta las más inalcanzables utopías.
Desde entonces viene construyéndose la dignidad humana.
Hace cientos de años, los habitantes de esta tierra venimos pugnando por construir una república representativa y federal que permita a los argentinos llevar una vida digna, lo que quiere decir que, habiendo satisfecho  las necesidades básicas de alimentación, las sanitarias y las de techo y abrigo, pueda recibir adecuada educación y, aún más,  emprender el camino de su autorrealización personal.
 Sin embargo, la lucha es hasta el momento estéril, ya que una gran parte de los argentinos son pobres, no acceden a la educación y ni pensar en su realización personal, es decir están lejos de haber logrado una vida acorde a una condición auténticamente humana.
Y esto, ¿por qué sucede? Porque la vida digna de los más depende, razonablemente, de las actitudes, decisiones y responsabilidades de los representantes del pueblo.
  Es bueno pensar que el significado de la palabra dignidad está relacionado con el decoro, la ética, la autonomía, el libre albedrío que permite al hombre actuar con libertad,  rectitud y honradez y de acuerdo a una recta razón. La libertad es posible a través de la educación que lleva  a las personas a tomar decisiones en base al conocimiento sobre temas de su competencia y haciendo uso de la plenitud de su inteligencia.
Los individuos autónomos crecen y con ellos lo hace también la especie, al sumar a la memoria colectiva sus logros, sus creaciones, lo nuevo que tienen que decir, una visión más amplia del mundo que surge solamente cuando se hace fecundo el pensar y el hacer.
El timón de proa del crecimiento tiene mucho que ver con el actuar y espíritu digno. Sin la búsqueda de la verdad, de armonía y justicia  el hombre no podrá avanzar.
La dignidad es la que da lustre a las acciones humanas porque se basa en el respeto por sí mismo, en la autonomía de su obrar, en su capacidad de hacerse responsable de su proceder que responde a la voz de su fuero íntimo.
Pero, ¿qué pasa cuando la dignidad tiene un precio en el mercado de valores y se compra y vende al mejor postor?
Los argentinos sentimos que la mayoría de los representantes del pueblo han vendido su dignidad y con ella su conciencia. Lo han hecho como muchos humildes  habitantes lo hacen porque están realmente necesitados y entregan su voto para seguir recibiendo prebendas, tales como un colchón que les permita dormir mejor, o una canasta de alimentos básicos; pero en el caso de aquéllos es injustificable e imperdonable porque han vendido su dignidad al alto precio de sus desmedidas ambiciones, lo que les debería obligar a poner la mirada avergonzada en el suelo.
Lo que al pueblo le llama la atención es que en la medida en que van perdiendo su dignidad también pierden sensibilidad social y la responsabilidad ante los perjuicios que provocan.
 La obediencia debida, su actuación en bloque, la falta de desarrollo de pensamiento personal, de independencia, de ideas nuevas, hablan, sobre todo, de su sumisa dependencia. ¿Por qué se someten de esa manera? ¿Miedo a perder sus cargos?, ¿prebendas?, ¿los beneficios extras?, ¿sobresueldos? ¿Por qué tanta obediencia si tanto se les advierte sobre  desastrosos efectos? Muchas y  fundamentadas denuncias han sido presentadas reiteradamente por personas autorizadas, y hasta por voces extranjeras. 
La indignidad de nuestros representantes nos empobrece, nos atrasa. Y ese precio, demasiado alto, pesa en la vida de cada ciudadano argentino. Ojalá supiéramos qué hacer para que no siga sucediendo. 
                                         Gladys Seppi Fernández

Poder judicial y sociedad




“¿Garantizan los altos sueldos de los jueces su dedicación a la administración de justicia? ¿Cuántos jueces han desafiado la opinión de los acomodaticios con resoluciones que pusieron entre rejas a funcionarios corruptos? La ciudadanía, cansada de privilegios exigirá justicia a la justicia”.

(De la nota “El sentido de la justicia de la justicia” Publicada por La Voz del Interior en el  año 2000)

La ciudadanía argentina, siente, -y lo expresa por cuanto medio tiene a su alcance,- que  dentro de los poderes que configuran nuestro Estado Nacional y aparte, por cierto, del ejecutivo, es el judicial el que más deudas viene acumulando con el pueblo.

Empezamos diciendo que se admite y admira a muchos miembros del poder judicial que cumplen dignamente su función aún a riesgo de perder sus puestos,- muchos han sido suspendidos y castigados de diversas maneras. Sin embargo de la misma manera que unas golondrinas no hacen verano, esas meritorias acciones de jueces probos no alcanzan hoy a devolverle al Poder Judicial argentino el prestigio que debiera darle resplandor y hasta podemos decir que prevalece el sentimiento, transformado en una concepción robusta y firme, de que mientras los otros dos poderes están destinados a caducar, los miembros del Poder judicial, nombrados a perpetuidad, detentan el gran poder que les ha sido conferido hasta su jubilación, y solamente una resolución del poder ejecutivo, -que los pone en sus cargos a través del Consejo de la Magistratura- puede destituirlos. Y creemos que es en ese hecho donde surge su dependencia del ejecutivo, generando lo que los ciudadanos percibimos como una justicia de mano temblorosa que dicta sentencias sometidas a la voluntad del poder central. Y el pueblo las percibe como caprichosas, dudosas, ambivalentes, y aún más, tímidas y demoradas resoluciones. 
Nunca como en esta década el pueblo ha sido testigo impotente de las vergonzosas actuaciones de algunos jueces venales, débiles, miedosos, que sin respeto alguno por la opinión pública han encubierto las acciones delictivas de muchos de nuestros gobernantes, deteniendo juicios, demorándolos hasta el escándalo, encajonando testimonios, aletargando disposiciones, disimulando hechos, sobreseyéndolos, dejando que actúen, en fin con total impunidad, dando la sensación, -que ha terminado por transformarse en certidumbre-, de que son parte del reparto del gran botín en que se han transformado las arcas del Estado.
La sensación reinante es la de total impunidad y sus consecuencias son de extrema gravedad, porque del malísimo ejemplo que se da, deviene el accionar de una delincuencia que actúa sin frenos. 
     El poder judicial argentino adolece, además, de una grave falta que empalidece aún más su exigible honorabilidad y la necesaria credibilidad  que  se viene cimentando a través de mucho tiempo: su interés pecuniario, su defensa, a ultranza,  de un derecho que la ciudadanía no considera como tal y que por lo mismo es, a los ojos del pueblo, indefendible: no pagar el impuestos a las ganancias a pesar  de los altos sueldos que perciben. Los ciudadanos nos venimos preguntando por las razones de este urticante privilegio.
Ya en el siete de abril del año 2000 La Voz del Interior publicó mi nota “El sentido de justicia de la justicia”, que expresaba cuánto socava el respeto debido a tan alto y necesario poder republicano el hecho de que los jueces, ellos mismos, hubieran decidido abstenerse de tributar como lo hacen todos y cualquier  asalariado argentino. 
Pues bien, sumado a este hecho, hoy muchos jueces y miembros del Poder Judicial, entre los cuales hoy emerge con más visibilidad Oyarbide, actúan ya sin disimulos y con tan inescrupulosa parcialidad en lo que se ha constituido un ominoso mercado de influencias, que el pueblo escucha ya sin asombro y hasta adormecida su sensibilidad sobre  las caprichosas resoluciones  de encubrimiento del ejecutivo, en tanto otros jueces, calificados por su digna rectitud, terminan por callar, aprobando así actuaciones que denigran a la totalidad del cuerpo que ejerce la justicia argentina.
Las escasas y valientes manifestaciones de algunos jueces  cuyos nombres enaltecen su tarea, no alcanzan a derribar la sensación de que el país está inundado de un estado altamente corroído. La impunidad mayúscula nos está gobernando y la temblorosa sensación de que Alí Babá y sus secuaces pueden irrumpir en cualquier lugar para  acallar a los honestos, nos invade con su frío amenazante.
Ya no hay frenos en nuestro país porque, lejos de evolucionar hacia una situación superadora, los problemas sociales, lejos de haberse solucionado han explosionado en una catarata de actos de corrupción, de injusticias que no sólo siguen vigentes sino crecen desmesuradamente y sobre las que hace quince años escribíamos: “Los sueldos de los jueces, de los legisladores y las jubilaciones de privilegio que a ellos favorecen fueron siempre motivo de irritación para la sufrida clase trabajadora, que se pregunta: ¿qué privilegio- de derecho privado- asiste a estos trabajadores cuyos sueldos marcan tan visibles diferencias. ¿Acaso garantizan sus abultados sueldos mejor administración de justicia?...La ciudadanía no cree en la respuesta que ha dado el juez Carlos Huespe: “La intangibilidad no es un privilegio sino una garantía de independencia”.
¿Independencia? La palabra cosquillea en la conciencia ciudadana.
Esperamos que dentro de un plazo cercano los actos de la ciudadanía puedan respaldarse en una justicia realmente justa.
                             Gladys Seppi Fernández
    

Argentina en la mirada del mundo. ¡Qué mal nos ven!





       ¿Qué arruina a un país?, ¿la riqueza fácil tal vez? 
       Cuando queremos abarcar la totalidad de una escena , de una situación o suceso y comprenderla mejor nos alejamos buscando una perspectiva que nos permita observar con más claridad. Cuando queremos entender nos sacudimos la subjetividad y la mirada parcial intentando enriquecer el entendimiento con otras miradas, otras opiniones.
       Nada más obturado, cerrado y oscurecido que el punto de vista de un fanático, de un interesado en creer y hacer creer solamente lo que él ve.
       En nuestro país predomina esa manera de ver: si se es partidario del gobierno, todo lo que la presidenta haga, resuelva, determine estará bien porque se la considera infalible; si nos alineamos en la oposición solamente veremos sus errores y, ¡Cómo cuesta aceptar sus aciertos!
    Quienes desean ampliar  la, por lo general  obtusa mirada del argentino se nutren de lo que ven los de afuera. Y la verdad es que, desde la muerte de Nisman los ojos del mundo se dirigen a nuestro país atraídos por el colmo de sus desaciertos y desdichas. Pero no solamente el gobierno es duramente criticado por el tratamiento tan poco inteligente del gobierno a la muerte de Nisman, también escandaliza la actitud del pueblo argentino y llama la atención “la capacidad de tolerancia o indiferencia del pueblo, su aceptación de lo inaceptable”.
    Y aunque la marcha del 18f haya paliado la generalizada impresión de nuestra indolencia, “este país – como dice el periodista Jorge Fernández Díaz- que estaba en los márgenes más olvidados de  la atención mundial, vive una larga y enigmática decadencia”, ahora, ha concitado  la atención del periodismo  planetario, ha ocupado la primera plana de los diarios más leídos del planeta que se preguntan cómo es que pasamos a tan alto grado de mediocridad, cómo se degradó un pueblo que se distinguía 100 años atrás, cómo es que retrocedimos tanto en lo principal: educación y capacidad reflexiva, en proyección al futuro, en capacidad participativa. El mundo nos mira ya no sólo al gobierno, cuyo accionar causa espanto, sino al pueblo que lo permite en estado de total indolencia cívica.
    Mario Vargas Llosa pone el dedo en la llaga. Una llaga invisible, subterránea pero tan omnipresente como nuestra capacidad de hacernos los distraídos, de decir acá no pasó nada. En una nota publicada por La Nación titulada “Grecia, el harakiri de un país”, el consagrado escritor utiliza el ejemplo del ritual de la inmolación personal, que fuera tan común en Japón, para extenderlo a las formas de un harakiri colectivo, un ritual de la inmolación  que practican algunas naciones que “en un desvarío pasajero o prolongado deciden empobrecerse, barbarizarse, corromperse o todas esas cosas a la vez”.  Por el camino de los ejemplos el afamado escritor alude a la Argentina, caso que escandaliza al planeta porque después de ser un país del primer mundo “decidió retroceder y arruinarse … por una heroica perseverancia en el error de sus electores que continúa todavía”.
“Esperemos que algún día los dioses o el azar devuelvan la sensatez y la lucidez a la tierra de Sarmiento y de Borges”, termina la triste alusión a lo nuestro. 
     Por otro lado, en una nota que se publica como editorial del Diario El Mercurio de Chile, su autor lamenta la situación indescriptible, injusta y arbitraria que vive la Argentina “a partir de la voluntad omnímoda de tránsfugas y asesinos seriales que han convertido a la democracia en un instrumento idóneo para sus latrocinios y perversidades”. El autor afirma que existen responsables directos, con nombres y apellidos, secundados por cómplices secuaces, testaferros, súbditos etc., del mayor genocidio ocurrido en la historia de América Latina. Cientos de miles de habitantes de este suelo condenados a la muerte por olvido, pobreza, promiscuidad, enfermedades, vicios promocionados, analfabetismo, pues los fondos destinados a cubrir sus necesidades fueron a parar a los bolsillos de los sujetos (as) mencionados”.- Denuncia
        Admira a los chilenos el hecho de que, sin ninguna limitación, desparpajo y en la mas insolente impunidad, merced a la mentira y la tergiversación instrumentada de hechos, historias y circunstancias se maneje a la perfección la estrategia para el mal quienes nunca pagarán sus crímenes de lesa humanidad potenciada, porque "lo han hecho en democracia". Pero más se agudiza su dedo acusador cuando afirma que la argentina es una sociedad que en el fondo no desea ser salvada porque  le da igual cualquier cosa “mientras puedan dormir tranquilos la siesta. Es que se han agotado todo tipo de reservas y límites morales y espirituales”. 
     Gloria a la imagen de la Argentina que fue. Desprecio a la Argenzuela actual en que lo más grave es que el pueblo, cada vez más ignorante, vota por las dádivas que recibe sin trabajar y sin importarle en absoluto la destrucción del país.

De las botineras a los políticos faranduleros

                           

“Es la sociedad, estúpido”- (Parafraseando a Clinton).

        Hace unos años hablábamos de las botineras,  las bellas chicas que iban a las canchas a la caza de algún galán futbolero y que lograban o logran aún no sólo la tan ansiada conquista sino notoriedad y un importante ascenso económico. En estos años y aún hoy se sigue produciendo el encuentro y así se hicieron y se hacen  famosas muchas jóvenes hermosas que pescan su botín.
   Por estos días son noticias  las politiqueras, si es que así las podemos llamar, y son las que se encuentran con hombres de la política, buenos partidos entre los mejores porque en la Argentina son los que tienen los mejores sueldos, los que más y mejor recaudan, los que se han hecho ricos y pueden ofrecer bodas y viajes y casas fastuosas sin que nadie- excepto  casos que intentan dar ejemplo de una justicia inexistente como el de Fariña y otros-, se los moleste para preguntarles  sobre el cómo lo lograron.
    Hoy se habla y se publica sobre las politiqueras pero se carga más la tinta en los políticos faranduleros, que al relacionarse y hasta casarse con mujeres famosas como son las bailarinas y vedettes en nuestro país, ganan una pulposa popularidad que, de ninguna manera hubieran logrado ni con la mejor de las gestiones, ni dando ejemplo de muy buenos atributos para organizar y gobernar. El mérito acá es mostrarse y hacer alarde de haber conquistado a una bella mujer, con la que se pavonean y hasta se casan  sabiendo que ese hecho les traerá el gran rédito de hacerse conocidos, prensa mediante.
    Prensa mediante, porque en este fenómeno la prensa es actriz principal, es ella la que fogonea el espectáculo, sabiendo que es lo que vende más y entendiendo también que basta que se hable de ciertos personajes para que el gran público, que poco se preocupa hoy por sus reales aportes a la grandeza nacional, ahora tendrá motivos para convertirlos en objeto de sus conversaciones,  para repetir su nombre y a fuerza de repetición ponerlos en el más alto lugar del podio de los argentinos famosos, lugar que ocupan futbolistas, vedetes, cantantes, figuras del espectáculo.
   Y éste es un tema que merece un profundo análisis de nuestra parte, del pueblo, de los que propiciamos esos ascensos indebidos a la consideración por el sólo mérito de llamar la atención como sea posible.
    Lo que comentamos ha ganado fuerza últimamente, personas que vienen actuando con llamativa indecisión y algunos hasta faltos de ideas claras y mucho menos, por cierto, conducentes a lograr algunos de los cambios que se reclaman, acaparan la atención de las cámaras y la gente se deja encandilar por la intensidad de su luz.  Así van subiendo en las encuestas. ¿Cuál es su mayor mérito? Llamar la atención con sus presentaciones en programas populares, con bodas espectaculares, con la expectativa que van creando.
    Del otro lado la gente. El público obnubilado, un pueblo arrastrado por fogonazos a las más  irreales y frívolas apreciaciones, una mayoría  que confunde valor con apariencia, y que termina volcando el favor de su voto para que ocupen los altos cargos de conducción, en  personas que ostentan como gran mérito el de ser, justamente ostentosos, sin que nada sepamos de su ser profundo, de sus talentos puestos al servicio de la comunidad, que es lo que necesitamos  para sacar al país del embrollo actual que a todos perjudica. 
     ¿No es acaso, muy llamativo que la consideración pública hacia la figura presidencial aumente en la medida en que alardea de temeridad o se enferma o enfrenta irracionalmente a los poderes del mundo? Pura teatralización que cumple su cometido: deslumbrar, fanatizar, anular el pensamiento y las conciencias.
    Para enfrentar tan dañina y fomentada  irrealidad hace falta un arduo trabajo de los que aún se sustraen atan primario deslumbramiento; es necesario que quienes conservan una visión más clara de la realidad y aún pueden nombrar a las cosas por su nombre, participen y se comprometan en la contraofensiva.                                      
     Será bueno  que intentemos esclarecer, por ejemplo, si es el público el que pide y se abandona al dulce paladeo de engañosos espectáculos o si éstos son herramientas que emplea la mala política para reducirlo y dominar su voluntad, lográndolo.
    Pensamos que, si la mayoría de los argentinos fuera educado en la reflexión, la introspección, la exigente búsqueda de mayor calidad de vida, leería mejor la realidad y no aceptaría ni seguiría ni  aplaudiría lo que en los países más adelantados y serios se consideran payasadas absurdas.  
     Creemos que la ignorancia, el fanatismo, la falta de reales y personales proyectos que crecen alimentadas por un consumo vil, retroalimenta,  en las grandes masas, a su vez, la afición al circo, la conducta de la chismografía, la que exalta a personajes innombrables.
     Por otra parte, los medios de comunicación se suman activamente a un circuito que parece no tener fin y que subsume a países empobrecidos en la “sociedad del espectáculo” como la nombra en su libro el escritor francés Guy Debord y más recientemente Vargas Llosa en su obra “La civilización del espectáculo”.
    “El espectáculo es el corazón del irrealismo de la sociedad real” dijo el primero de los escritores nombrados, y “constituye el modelo presente de la vida socialmente dominante”.
   Es bueno saber que,  como ellos, otros autores nos advierten que hay en la sociedad actual una tendencia a la mera representación que  reemplazó la valoración de la conciencia social y el compromiso con la realidad por la propensión al entretenimiento y la distracción, como afirma con contundencia Vargas Llosa.
   ¿Qué resta por hacer, entonces?
    Quizás intentar despertar conciencias y como humildemente cada uno pueda hacerlo; quizás generar  espacios donde se hable de la banalización de la realidad que nos subsume en un engañoso mundo de apariencias; quizás contagiar esta preocupación tan vital a los medios, sobre todo a la TV, para que dedique tantos espacios como los dispuestos al mero entretenimiento- que es decir a la estupidización de la gente- a otros que permitan despertar conciencias:  que el público sepa qué mundo habita, por qué actúa como actúa, qué filosofía imperante evapora su sentido de la ética, su compromiso con la realidad, por qué prefiere a un político que escandaliza sobre el que piensa y actúa coherentemente, por qué pone en tan alto lugar lo que lo distrae y divierte desestimando lo que obliga a razonar y elevarse, por qué actúa con tamaña desaprensión ciudadana, por qué deja en manos de gente que miente, fantasea y crea una realidad falseada, su propio destino.
    Tal vez por el sólo hecho de reflexionar sobre el tema surjan buenas ideas. Y acciones.

                                         Gladys Seppi Fernández     

La deuda del poder judicial con la ciudadanía argentina




“Es que este país no hay leyes- argumentaba una de las vecinas.
-No estoy de acuerdo con vos. Leyes hay y además tenemos una buena constitución. Lo que no hay es quien las haga cumplir”.
 Diálogo frecuente entre ciudadanos argentinos.

    En un país en que se habla de sensaciones, palabra que disimula las angustiosas experiencias cotidianas que se viven, la ciudadanía argentina tiene la percepción cierta, la certeza de que el poder judicial -que conforma con el ejecutivo y legislativo las imprescindibles columnas de la vida democrática- está faltando a su esencial responsabilidad: hacer cumplir la ley.
    Se siente, se lee, se sufre que hay más fallas de las tolerables: muchos delincuentes no cumplen debidamente sus condenas y devueltos a las calles vuelven a delinquir sumando día a día más víctimas de robos y homicidios y más dosis de crueldad. Los poderosos saben cómo comprar su libertad. Y evidentemente la compran.
    Esto quiere decir que demasiados magistrados no actúan con independencia, un sutil e invasivo temor gobierna sus dictámenes, un poder omnímodo maneja y anula la fortaleza que debieran tener  como cuerpo unido, cohesionado, independiente y consciente de su altísima misión. 
    Sin embargo, la nación necesita de este poder y la ciudadanía lo considera esencial para consolidar la República que todo argentino de bien anhela, razón por la que se ha llegado a considerar necesaria y justa la distancia sideral en que se ha ubicado, el privilegio de sus sueldos que multiplican considerablemente el de un trabajador común, (un maestro, un médico, un operario), a lo que se ha sumado la eximición del pago del impuesto a las ganancias. Es que justamente se cree que esa situación privilegiada le dará más firmeza, criterio y probidad a su accionar, pondrá más vigor en su voluntad de servir al pueblo y a la nación, lo volverá un custodio implacable de la constitución y su cumplimiento.
    Sin embargo el descuido y hasta debilidad en el cumplimiento de su elevada misión, la lentitud en dictaminar y su inclinación a satisfacer a los poderosos de turno, ha disminuido su prestigio y el respeto de la ciudadanía y, lo que es más grave aún, estimula el accionar de la delincuencia en nuestro país, crecida últimamente de manera alarmante. 
   Admiramos a muchos jueces y fiscales. Guardamos con agradecimiento el nombre de magistrados ilustres que, cumpliendo honorablemente con su delicada tarea, han dado la ejemplar muestra de su hacer probo. La conciencia colectiva agradece el valor del Fiscal Nisman, que, sea como sea que murió, se jugó la vida cumpliendo con su misión. Sin embargo su heroísmo, sumado al de magistrados que se arriesgan buscando la verdad, no alcanza para cubrir el déficit producido por su generalizado torcimiento.

    La sociedad se infesta de delincuentes que van por todo sabiendo que no hay quien los castigue, el carácter argentino se corroe y se genera una anomia general preocupada en consumir más, en entretenerse, en evadirse, actitud vital transformada en filosofía que invade los hogares, donde el nada importa  debilita el desarrollo de los niños y adolescentes; invade la escuela, golpea el entusiasmo de quienes deben formar para el futuro; desmoraliza el quehacer médico que tiene la elevada misión de salvar vidas;  empequeñece la capacidad de construir con creatividad de ingenieros, técnicos, arquitectos, operarios ya que en todo se priorizan las ganancias, ensombreciendo los proyectos, mientras el miedo y la  desconfianza sospechan de todo y de todos.  
   
   La ciudadanía argentina se siente desolada, impotente. Huérfana. Reclama señales para poder confiar en un Poder Judicial independiente del ejecutivo, poder político considerado por el 74% de la opinión pública, (según un estudio de Idea internacional y Poliarquía)  como el mayor violador de la ley.
   Urge amputar  de pies y cabeza el delito, es el poder judicial el que debiera haber permanecido atento y fuerte ante su avance antes de que se instale, eche raíces y crezca en medio  de la sociedad haciendo con arrogante seguridad, sabiendo que no hay control y que cuando la policía lo ejerza no habrá condena.  
    Esta disfuncionalidad además de atrasarnos como pueblo conduce a una desmoralización generalizada manifestada en acciones descontroladas y transgresoras que, aunque parezcan menores van transformado la convivencia social en un caos.
    Tenemos la esperanza de que esta situación pueda revertirse, que se implante la cultura de la verdad y la justicia, ya que, como dice Santiago Kovadlof, “un país impune es peligroso para todos”.

                                                                                     Gladys Seppi Fernández

La escuela en pos de un proyecto de patria



“Nadie es  la Patria pero todos lo somos”
 Borges


La Argentina que pasa por un largo eclipse, (al decir de Abel Posse) está saliendo de él o puede hacerlo si pone decisión  en la marcha, inteligencia en  los pasos a dar,  el compromiso y  responsabilidad participativa de sus habitantes.

   Con esa  Argentina posible debe conectarse la Escuela -el docente- reconstituyendo su sentido en torno y en pos de un gran proyecto que eleve el Ser nacional a su mayor posibilidad.
   El proyecto de contribuir a hacer un gran país debe ser un tema nuclear. Un tema de todos, un desafío nacional y  escolar que a todos involucre: Todos somos la Patria y la construimos o destruimos para beneficio o perjuicio, esto último hoy tan palpable y doloroso, para  cada habitante.
   Que los niños y los jóvenes comiencen a sentir la Patria como suya, que la conozcan, que la cuiden, que la amen desde su lugar, su hogar, su calle, la plaza de su barrio, los árboles; que se ejerciten en una convivencia solidaria,   que entiendan que en una Nación incorporada al progreso humano, la vida tiene más calidad, hay más trabajo para los padres, posibilidades de realización para ellos mismos, alegría, esperanza y fe en la fuerzas productivas  que honran la vida del ser humano.
   Generar la convicción  de que las acciones de cada uno suman o restan, de que la falta de participación y compromiso con lo que es de todos ha generado una República empobrecida que eso significa: ciudadanos empobrecidos, que debemos sacar, entre todos, adelante.
Una portentosa empresa nacional espera en cada escuela argentina.
¿Y a quién le compete encabezarla, orientarla?
A los ministerios de Educación, al  Docente. A la Escuela.
El docente debiera ser, con los padres,  el dueño de todos los medios, sumar su experiencia, los conocimientos que debe actualizar,  recuperar el poder y confianza en sus fuerzas. Una nueva voluntad de hacer debiera alentarlo.
Él es el guía natural de esta empresa gigantesca, el que debe enseñar con el ejemplo de su trabajo y entrega apasionada. Con su  “vale la pena el esfuerzo”.
 Lo demás corre por cuenta de su propia convicción en la restitución de sus fuerzas, de su convencimiento de que en el aula y con sus alumnos es él el que tiene el poder: puede guiar, educar, transformar, iluminar con su voluntad de entrega y el ejemplo de la donación de sí mismo, de sus propios y siempre acrecentados saberes.  
Desde el atalaya de los  Ministerios nacional y provinciales mucho debe y puede hacerse en este sentido, mucho, muchísimo más porque a los que trabajan hoy en cada uno de ellos,  se los percibe aletargados, sin poder para producir cambios radicales, sin iniciativa y hasta temerosos de escuchar propuestas, apegados a lo viejo sin entender ni incorporar las nuevas experiencias que llegan desde las creaciones, escasas, que se producen en el aula.
Claro que se reconoce que están rodeados de papeles, trámites burocráticos que los mantienen aferrados a sus sillas, y hasta pueden tener puesta la atención  en las propuestas de cambios en los programas y otros aspectos formales, pero hoy se impone, fundamentalmente, que le  transmitan al docente una orientación filosófica que dé luz a los  qué y porqué de su ejercicio y   fe  en el valor de su esforzada acción educativa.
Los teóricos de la educación pueden apoyar en mucho esta  revalorización de una tarea trascendente. Vigorizarla y transmitir optimismo y hacer cuánto esté a su humano alcance para que se haga realidad.
 Para el “vale la pena” puede decirse, por ejemplo,  que aunque aún estamos en medio de la neblina, se avistan los necesarios signos de recuperación de los valores humanos, que el docente no está solo, porque por todos lados aparecen pequeñas chispas que anuncian reacciones favorables  a una búsqueda del  sentido de  trascendencia de lo que el Hombre (con mayúscula) debe recuperar  y hacer crecer.
 En la era del dominio científico y tecnológico- terreno este último en que  los más chicos parecen poder darnos lecciones a los adultos- se avista el agotamiento de lo que tanto la ciencia como  la tecnología no han sabido brindar al hombre: el sentido profundo de paz interior y respuesta  a la vida y amor, cuidado y respeto por al suelo que se pisa, por donde empieza, en cualquier orden, el camino del desarrollo personal y de los pueblos.

La familia y la crisis actual

                           


“El objetivo de la educación familiar es la felicidad, entendida como fecundidad y creatividad. El niño no debe ser un superdotado, sino un ser feliz que desarrolla su potencial humano hasta donde le sea posible. Por amor a la vida”. 
Victor García Hoz

      La crisis socioeconómica argentina, la pobreza, la falta de modelos y de valores socavan seriamente las bases de la estructura familiar y social. Es cierto que en estos últimos cuarenta años la familia mundial ha experimentando cambios drásticos  causados, sobre todo, por el ritmo veloz de la vida, la falta de comunicación en favor de lo virtual, el impulso consumista, la banalización de los sentimientos, el avance imparable de la  tecnología que  ha modificado fundamentalmente los roles de cada individuo dentro de la familia, tanto del padre, el proveedor tradicional, como el de la madre, hoy inmersa en el mercado laboral, lo que hace que los hijos permanezcan descuidados y hayan quedado a la deriva.
    La socialización de los hijos/as con relación a los valores indispensables para el desarrollo y la adaptación humanos está prácticamente perdida y las consecuencias se están sufriendo en la vida de todos ya que entre familia y sociedad se da una relación de recíproca dependencia.
   Encauzar la familia debiera ser, por lo tanto, una preocupación de todos los argentinos y esencial del gobierno, que debe orientarla para que asuma su responsabilidad en el cuidado y protección de cada uno de sus miembros a los que tiene que asegurar una subsistencia digna y formarlos en la construcción de una fuerte y valiosa subjetividad.
     Es en la familia donde se fraguan las marcas emocionales y afectivas que han de signar el destino de cada individuo, donde se aprende a elegir y tomar las primeras determinaciones, se internalizan las más profundas vivencias afectivas que forman el carácter, se sabe del amor, la rivalidad, la envidia  y hasta del perdón. 
         Quienes tienen hijos, deben obligarse a que la familia, que por ese hecho han constituido, sea cada día mejor cumpliendo su misión conservadora y plástica, es decir, transmitiendo los valores, y orientación vital de generación en generación y a la vez superándose, buscando su perfeccionamiento en la combinación armónica de costumbres,  maneras de pensar, creer y enfrentar la vida de cada uno de los cónyuges. Produciendo, en fin, cambios que incorporan lo mejor de los miembros de la pareja y adaptándolos  e intentando lograr lo más bueno en favor del desarrollo integral de los hijos.
     Actualmente y justamente en la búsqueda de una vida de mayor calidad basada en la verdad y autenticidad,  se han conformado diferentes estructuras familiares que van desde la clásica, formada por un hombre, una mujer y uno o varios hijos, a la uniparental,  muy común entre nosotros y  formada  solamente por el padre o la madre y los hijos, o la familia ensamblada, constituida por padres separados y los hijos de sus anteriores matrimonios y la de homosexuales que reclaman  su derecho a criar hijos.
     Lo fundamental es que, ante tanta diversidad, exista la fuerza del amor, el cuidado mutuo y el respeto para que la familia, sea cual fuere su constitución, pueda cumplir su misión trascendente, que lo es en la medida en que va más allá de sí misma en el tiempo, proyectándose a un futuro de crecimiento humano, y en el espacio, ya que la formación de los hijos compromete la armonía y superación o empobrecimiento del colectivo social al que pertenece.
       Existen y son cada día más numerosas las familia pobres, algunas de las cuales, aún sin recursos materiales, educan, forman, con un gran caudal afectivo, pero, son demasiadas las que, abandonadas a la fuerza destructiva del descreimiento y falta de fe, constituyen un hogar sin principios ni valores y, vencidas por la ignorancia, lanzan al mundo individuos sin sustento material ni espiritual, seres débiles que son fáciles víctimas de la droga, la violencia y el resentimiento social.  El mismo vacío que tienen muchos hijos de clase media y pudiente, con grandes recursos materiales, pero que, por diferentes motivos son abandonados en plena etapa de formación.
         La familia debe ser nutricia y normativa, es decir dar sustento no sólo a las necesidades  materiales y emocionales, sino, fundamentalmente, transmitir pautas de conducta contribuyendo al fortalecimiento de los valores humanos con sus buenos  ejemplos.
      Sin embargo, ¿pueden lograr estos nobles fines las familias que han caído en un estado de precariedad de todo tipo?
  Hoy, analizar, estudiar y apoyar la tarea familiar es una cuestión del Estado. A los gobiernos y a los organismos especializados dependientes, compete tener en cuenta que cuando se habla de crisis social se habla de la familia, donde se registran, procesan, elaboran y retornan las influencias del medio social al que benefician o perjudican. 
    En nuestro país, demasiadas familias han descuidado sus fundamentos y  lanzan a la sociedad individuos mal educados, resentidos, inadaptados, enojados con la vida y proclives a dejarse arrastrar por vicios que debilitan y hasta anulan su desarrollo y lo transforman en un peligro para los demás.
   Así lo expresa, un preocupado Carlos Guauthémoc Sánchez, escritor y pensador, hablando de su quebrada sociedad mexicana: 

     “Nuestros hogares se desintegran cada día más, por lo que es necesario que quienes detectan en su casa rebeldía y falta de respeto de los hijos, hostilidad y burlas entre hermanos, discusiones hirientes, indiferencia, desconfianza para compartir sentimientos, frialdad de alguno de los padres, vicios, abandono y otras actitudes negativas, adviertan que su familia está en crisis y que hay que buscar cambios para poner remedio”. 

     Urge, entonces, que la familia busque soluciones, trate de mejorar los lazos de afecto y respeto que deben reinar en ella, porque el futuro de todo niño depende de un buen hogar donde exista una autoridad que represente la función paradojal “prohibición-autorización” que suele cumplir el padre, la madre o cualquier adulto que se haga cargo, sabiendo que el niño necesita seguridad afectiva básica, límites y motivación para aprender.
    Una familia nutricia  y normativa salva a las generaciones del nihilismo, del pensar que nada vale la pena, terreno propicio para la droga, la evasión, la violencia, cuyo resultado es el ambiente de enfrentamiento, desconfianza y hasta muerte que carcome la vida de los argentinos.
       Los lazos de la gran familia que debemos consolidar en nuestro país están quebrados y es en el  núcleo básico de la sociedad, donde debemos buscar las causas de esta ruptura vincular nacional. Sólo si se le otorga la atención que deben prestar los especialistas, si  se orienta a la familia para que asuma su responsabilidad en este estado de gravísima crisis social que nos involucra a todos, se logrará sanar la raíz envenenada  de nuestra sociedad maltrecha.
    Es, por lo tanto,  tarea y obligación de la familia, esté constituida como estuviere, preocuparse por los hijos que trajo al mundo o le han sido encargados para que logren un buen desarrollo y es, también, obligación de nuestros gobernantes poner todos los medios necesarios para levantar el nivel humano de cada hogar, orientándolos al cumplimiento de su rol y sin perder de vista- como se está perdiendo- que es en la familia, donde se fraguan las vidas que suman o restan a la sociedad y que solamente fortaleciendo su legítima autoridad  se pueden formar adultos plenos de futuro. 

                                          Gladys Seppi Fernández

Los adultos y la inconsistencia educativa


“Tememos a los adolescentes que hemos maleducado y cuyas malformaciones
son producto de la debilidad de los adultos, de su falta de certezas.” 
Pilar Sordo

      Hace algunos años, en una de las primeras notas que escribí para La Voz del Interior,  “El miedo a los alumnos”,  me referí al tema  a que hace referencia el título que preside este artículo. Tiempo después, envié al diario Río Negro “Educar es también frustrar” en la que vuelvo sobre un tema muy preocupante para quienes desean la mejor formación humana de las nuevas generaciones.
      Inspirada tanto en mi larga experiencia docente y en la de madre de hijos adolescentes, como en lecturas que venían a apoyar lo que intuía como verdadero, pretendí hacer llegar a mis colegas  y padres una voz de alerta que Jaime Barylko desarrolló en su libro “El miedo a los hijos”, con la pretensión de  extenderla  a la escuela donde empezaba a imperar, manejar y hasta organizar las tareas un sentimiento subrepticio de temor a los alumnos.
    ¿Cómo se manifestaba y se sigue dando ese miedo que conduce al deseo, diríamos mejor, a la necesidad de ganar sus voluntades, de hacerse “el docente amigo”, “piola”, “de buena onda”? Ganar los  atributos con que los alumnos distinguen al docente que les hace fácil y placentera una materia en la que se exige el mínimo esfuerzo, estudio, dedicación para aprobar, se transformó para muchos, en un objetivo a cuyos pies rindieron vocación y hasta principios.
       A otros que sostenían altos ideales  y fuerte vocación, les empezó a apretar el mote de “viejo/a anticuado/a” y otros calificativos oscuros opuestos a los que  sostenían la idea demagógica  de que “no hay alterarse intentando lo imposible ya que si los padres maleducan a sus hijos, les dan con todos los gustos, los cubren de cosas al menor deseo, y nos les exigen esfuerzos para nada porque es más simpático resolverles sus problemas… ¿por qué los docentes vamos a ser los cucos?”
      De esa manera,  la mayoría de los maestros y profesores fueron dejándose ganar por la idea de que es mejor hacerse  buenos amigos de los chicos, ser simpáticos, tolerantes, darles confianza, y yendo por lo fácil, los dejaron hacer a su gusto, los dejaron pasar sin que se esfuercen, sin que sepan nada de la materia, en un ejercicio, muchas veces inconsciente de irresponsabilidad que no hizo otra cosa que sembrar más irresponsabilidad.
     De esa manera  hasta los actos escolares se fueron convirtiendo en  una copia de los espectáculos televisivos ya que es lo que más gusta y resulta fácil a los alumnos, y entonces también en la escuela se impone el baile de niñitas desde el jardín de infantes y la primaria hasta llegar a la secundaria, y con esa práctica, por cierto, se dio la exaltación de lo externo, de la armonía de los cuerpos, de habilidades, que son buenas, ¡quién los discute!, en su oportunidad y lugar adecuado. Desde muy tierna edad  la atención escolar se desvió hacia el lucimiento de lo exterior, de  vestimentas,  movimientos que son mejores cuanto más provocativos.
     En los viejos tiempos, el de los abuelos más que el de los padres actuales, posiblemente, lo importante era mostrar las habilidades adquiridas en el aprendizaje y hasta inclinaciones, como es recitar poemas de memoria o hacer representaciones teatrales u otras maneras de poner en evidencia los progresos escolares, lo que llenaba el corazón infantil y adolescente de entusiasmo  y ofrecía la posibilidad de aportar destrezas interiores, actuar creativamente y ser  protagonista.
     ¿Será que eso es pasado y pisado? Mucha inteligencia se demostraría si aprendemos a integrar lo bueno legado con lo que nos ofrece la hora actual sin perder la necesaria visión del largo plazo, tiempo en que se recogen las consecuencias de lo que forma la personalidad y, con ella, el destino de las personas.
      Es decir, si bien sabemos los adultos que la formación de hábitos y de allí el carácter actual anda  muy debilitada y que antes, mediante la disciplina,  se lograban individualidades  robustas, resistentes, luchadoras, ¿por qué  no adaptar a los nuevos tiempos paradigmas que sostenían valores como el sentido de la responsabilidad y el esfuerzo? 
       ¿Cuándo comenzó la debacle actual  que puso a gobernar- en todos los órdenes y desde arriba hacia abajo- a  los menos aptos, a los que menos saben?  Dicen que hubo un psicólogo cuyo nombre no deseamos recordar que puso la educación de patas arriba, diciendo solamente,-¡y qué fácil fue seguirlo!- que había que ser amigo de los más chicos, diluyendo con otras premisas como ésa todo principio de una bien entendida autoridad. 
       Como a toda causa le sigue su efecto, ya desde hace unos 15, 20, 30 años empezó a   insinuarse una problemática que hoy se ha acentuado con sus evidentes y dolorosas consecuencias, de tal manera que, si en la generación en que los hijos de los abuelos de hoy eran adolescentes ya se veía y preanunciaba que a nada nuevo conduciría la demagogia familiar y escolar  que había empezado a imperar, hoy se sufren los desastrosos resultados de esa visión de  tan  escaso alcance, esa actitud facilista que ha transformado a los hijos y a los alumnos de hoy en los que gobiernan y a cuyo gusto y capricho infantil se orienta la vida familiar y escolar. Y hasta social.
     Indudablemente, los adultos hemos perdido autoridad y según los estudiosos del tema, esto ha sucedido, -tal como en todo tipo de conducción social- por falta de certezas, por falta de convicción en el trabajo que se realiza, y sobre todo, porque no se asume la tarea fundamentalmente formadora de las nuevas generaciones que es competencia y responsabilidad de los adultos.
     Hace falta mucha fortaleza moral para mantenerse firme ante las protestas de los hijos  y de los alumnos, pero, ¿es que acaso no es en el ejercicio de la paternidad, de la docencia donde debemos probar que se nos formó en el reconocimiento y aceptación de límites, en la búsqueda de cierto grado de convicción, en  la responsabilidad de formar?
   Bien sabemos, aunque sea muy internamente, que nada se aprende sin esfuerzo y que facilitándoles la resolución de problemas  a los menores en aquello cuya realización pudiera reportarles los beneficios de  un buen y necesario aprendizaje, lo único que logramos es arruinarles su futuro. 
     Por eso, y que aunque tengamos que soportar la muletilla “¡qué mala onda tenés!”, debe primar la obligación de recuperar buenos hábitos para que la memoria de cada individuo registre las emociones que la construyen y dan solidez  a través  del hacer por sí mismo y para sí mismo.
        Idéntica solidez y fuerza necesitamos los adultos para enfrentar el insoslayable  acto de educar, lo que es decir formar, ya sea en la escuela o en el hogar.
                                                Gladys Seppi Fernández

Saber preguntar, saber responder





Uno  de los objetivos centrales de la escuela- en todos sus niveles- es lograr un cada vez más elevado grado de comprensión lectora del mayor número posible de alumnos, lo que supone ver con  más agudeza, profundidad y amplitud la realidad que se nos transmite a través de cualquier medio que eduque, es decir que mueva el razonamiento y la conciencia hacia un nivel superior.
Para lograrlo se guía  al  educando a separar ideas de cada párrafo, señalar significados principales distinguiéndolos de los secundarios, resumir elaborando un juicio crítico personal y transferir a la vida lo aprendido, ya que es de suponer que ya finalizando la tarea,  el lector cambia, mejora, crece, aprende a ver más y mejor mediante el proceso lector.
Si el alumno no comprende consignas, preguntas, ideas principales de un texto, por cierto no puede responder ni avanzar en el conocimiento. El que comprende acertadamente puede responder asertivamente, tanto en las materias escolares como en las de la vida diaria, - ¡que vaya si nos cuestiona!- lo que significa que podrá encontrar las mejores respuestas a sus problemáticas y optimizar sus elecciones.
Las ciencias, cuyo principio movilizador es la búsqueda de la verdad, se mueven tras ella, respondiendo a preguntas existenciales tales como ¿qué misión he venido a cumplir en el mundo?, o las pequeñas cuestiones que hacen a la vida cotidiana del hombre. Yendo tras lo verdadero cada ciencia nace, crece, avanza y se consolida a fuerza de cuestionamientos, preguntas y permanentes refutaciones que no hacen otra cosa más que afirmar sus hipótesis- si se transita el buen camino- o derrumbarlas- cuando se lleva un rumbo equivocado.
Los docentes entendemos que es básico enseñar a traspasar la superficie de las cosas y situaciones, indagar, explorar tras  sus barreras y buscar lo esencial, como propone el filósofo y educador Rubem Alves cuando dice: “Educar es enseñar a ver, a abrir los ojos, es lograr el darse cuenta”.
Las preguntas directas, claras y agudas formuladas por los alumnos de Harvard a la Presidente Argentina, revelan, del lado del preguntador- cuestionador,  una auténtica  preocupación por conocer la verdadera situación económica y política por la que está atravesando el pueblo argentino.
 Algunos analistas interpretaron que las preguntas fueron directas y auténticas, aunque limitadas porque no hubo espacio a la refutación.
En cuanto a las respuestas de la Dra. Kirchner nos preguntamos qué le pasó: ¿Es que no interpretaba bien las preguntas?, ¿o sucedió que, aún interpretándolas y muy molesta por el atrevimiento de los jóvenes, se limitó a transmitirles la imagen pintada de la realidad  que es totalmente diferente a la que hace la mayoría de los buenos lectores argentinos?
 La verdad es que si no se parte de una interpretación cierta  de la realidad no se pueden responder y solucionar los problemas que ella muestra y también- esto es realmente palpable-  y que en esta ocasión la presidente  se perdió una oportunidad histórica de dar la cátedra que es esperable a su alta investidura presidencial: la de la capacidad, generosidad, humildad, altura y sabiduría.  Hubiera sido bueno, un gran ejemplo para los alumnos extranjeros y argentinos, para el mundo entero, que, además la presidente hubiera generado un clima amable, respetuoso de los alumnos, tal como lo hace cualquier docente que se precie.
Por cierto la ciudadanía hace ahora su propia evaluación, teñida por las empatías o antipatías que despierta la presidente y mientras algunos juzgan sus respuestas  como muy astutas, inteligentes o pícaras o evasivas, otros dicen que fueron absolutamente mentirosas. En la confusión creada resulta difícil llegar a lo profundo de los significados.
Porque: ¿en realidad no existe inflación, ni cepo cambiario, ni enriquecimiento ilícito, ni corrupción, ni control y hasta persecución de quienes piensan diferente, como la  prensa independiente, por ejemplo?
  Los alumnos de Harvard deben haberse quedado con grandes deseos de refutar, en tanto la cuestionada parecía querer huir no sin antes dejar un tendal de heridos entre quienes se intentaron desnudar los puntos endebles de su gestión.
En las buenas escuelas se enseña a leer, a preguntar y preguntarse. Resulta interesante, además,  someter las propias ideas a la suma de visiones del grupo que hará, con el aporte de otros puntos de vista, una más segura, cierta y firme verdad.  
Esperemos que los docentes y alumnos argentinos, sientan las situaciones vividas últimamente como una experiencia positiva que  enseña a persistir en la búsqueda y defensa de lo que, por ser verdadero y afectar de manera radical la suerte de los ciudadanos,  merece que no haya desmayos. Mucho se está adelantando por fortuna en el aprender a preguntar y responder,  a hacer sanos cuestionamientos, lo que contribuirá a la consolidación de una personalidad argentina que no admita, nunca más, ser tratada como el interlocutor al que se le puede decir cualquier cosa: total no entiende nada de nada de lo que se habla, de lo que se le pregunta, de lo que se le responde.
Del trabajo convencido de los docentes en esta dirección depende que más ciudadanos se separen del dócil y domesticado rebaño, que piensen, que elaboren, que discutan, que busquen apasionadamente la verdad. 

                                          Gladys Seppi Fernández