¿De qué pobreza hablamos?



Qué es la pobreza? ¿Cómo mensurarla? Definirla con claridad y cuantificarla son preocupaciones de estos tiempos, tal vez como compensación necesaria a la tergiversación de datos existentes.
         En una nota de "La Nación" de los últimos domingos, con un título de gran impacto -"Pobreza, irresponsabilidad y cinismo oficial"- se dice que "la pobreza es consecuencia de una gestión gubernamental sin auténtico proyecto de nación y de un proyecto de poder que niega la realidad y profundiza la decadencia".
Como vemos, éste es un tema tan complejo como la misma humanidad.
Tal vez tengan razón los que dicen que es difícil medir la pobreza, pero nadie puede negar que, si a la objetiva y material nos referimos, a la carencia de bienes necesarios para la sana subsistencia, una detenida observación de las personas que caminan por cualquier calle de cualquier pueblo o ciudad lleva a determinar que un alto porcentaje de la población está sufriendo las carencias y la humillación de ser pobre, situación que produce un gran padecimiento. La precariedad de la vestimenta, los rostros ajados y prematuramente envejecidos, las dentaduras descompuestas y perdidas y el desaliño y abandono en los cuerpos por una inadecuada alimentación dan cuenta de un estado de cuya aceptación o negación depende su corrección.


A esto se suman otros males, otras carencias, más graves aún a pesar de que no se hable de ello, a pesar de que no esté en tela de juicio el deterioro que vuelve miserable a tantos otros seres de los más diversos niveles sociales. Son los que, luciendo un ropaje más cuidado, evidencian en sus gestos tristes y en su mirada gacha un gran agotamiento moral, un extenuante desconcierto y disconformidad con la vida y con ellos mismos.

Impresiona la realidad de un país muy venido a menos. ¿Pobre? No, empobrecido.
La Argentina ha caído en un pozo de decadente mediocridad que se evidencia en el destrato entre la misma gente, en los gritos y la violencia verbal, en la falta de respeto por el otro y la cosa pública, de manera que a poco de andar por las calles puede diagnosticarse que se trata de un país del Tercer Mundo, donde chicos y grandes (que es de donde emana el mal ejemplo), a puro resentimiento, ensucian, rompen y destrozan lo que es de todos sin el menor atisbo de educación ciudadana ni cuidado por la cosa pública. Eso es pobreza, carencia emocional y espiritual.
La pobreza está ahí, en la estrechez de miras y proyectos comunes, en la falta de respeto por los otros, en la exhibición impudorosa de las grandes miserias humanas que no hablan sólo del aspecto material -que parece ser excluyente para las mediciones-, sino de la pobreza de ánimo, de ganas, de horizontes, causa y consecuencia a la vez de la falta de acceso a los bienes materiales, innegable fuente necesaria y primera de bienestar humano, de la imposibilidad de lograr empleo y oportunidades para ir tras el propio desarrollo humano, de la ignorancia de las propias capacidades, valor que otorga identidad y hace sentir persona.


Desde una cosmovisión que abarque lo que dignifica al hombre preguntamos: ¿qué es lo que al ser humano lo hace sentir pleno y satisfecho con su vida, que si bien comienza a serlo por la satisfacción de las necesidades básicas de alimentación aspira a ascender a tener abrigo y techo para pasar a apetecer el reconocimiento de los otros, su respeto y consideración, porque ha podido desarrollar su vocación, autorrealizarse, único e intransferible logro que le permite integrar a la sociedad, en una interrelación enriquecedora, los frutos de su esfuerzo?

Pero en ese proceso de crecimiento humano que nada tiene que ver con el éxito de sueldos astronómicos por el mérito de bailar bien o ser amigo o hijo de o llamar la atención con escándalos, podemos decir que somos un pueblo ¡que pudiendo llegar a ser tanto! nos hemos estancado en la mayor mediocridad. Bastaría someter a estudio y análisis el proceso de la vida del grueso de la población, abarcando todas las clases económicas y sometiéndolas al tamiz propuesto por Maslow en su pirámide de las posibilidades humanas, para reconocer -por cierto dolorosamente- que hemos hecho poco para lograr ascender al grado más alto o siquiera mediano de la superación personal. Si hacemos una valoración cierta de lo que aporta la suma de individualidades a lo social argentino, los resultados son esta dura y frustrante realidad.


Muchos individuos que según sus posesiones son considerados de clase media, alta, rica y aun poderosa, degradan su condición por no poner los medios con que cuentan al servicio de hacer una vida digna y respetable. En cambio, se obstinan en acumular más dinero en una carrera de codicia sin fin. No siempre contar con medios económicos suple la falta de real inteligencia y discernimiento que conduciría a superar la pobreza moral que está inundando nuestras vidas.

Tal vez sea una cuestión de época, tal vez la causa esté en el desprestigio del trabajo genuino y del esfuerzo sostenido, tal vez en la falta de valores, tal vez nos dejamos llevar por la marea baja que nos arrastra al menor nivel, al reino de lo más fácil, más rápido, menos exigente y acomodaticio, donde no cabe el cultivo del talento y la capacidad personal, en cuyo desarrollo está el verdadero resplandor de lo que vale y permanece.


El pueblo argentino podría llegar, si se le hicieran ver sus posibilidades, si se le advirtiera de cuánto es capaz, si desoyera las demagógicas e hipócritas palabras con que se lo parasita y oprime, a cumplir sus sueños postergados.

El nuestro es, como todos sabemos, un país inmensamente rico que, paradójicamente, tiene una extendida pobreza material sustentada en una inconfesada pobreza moral y espiritual. Las posibilidades de superación vendrán cuando cada ciudadano se mire, se piense, cuide y admire su existencia y se aboque a su debida construcción, desarrollo y superación basado en normas de comportamiento, reglas y principios inalienables.


(*) Educadora. Escritora

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