-No
estoy de acuerdo con vos. Leyes hay y además tenemos una buena constitución. Lo
que no hay es quien las haga cumplir”.
Diálogo frecuente entre ciudadanos argentinos.
En un país en que se habla de sensaciones, palabra
que disimula las angustiosas experiencias cotidianas que se viven, la ciudadanía
argentina tiene la percepción cierta, la certeza de que el poder judicial -que
conforma con el ejecutivo y legislativo las imprescindibles columnas de la vida
democrática- está faltando a su esencial responsabilidad: hacer cumplir la ley.
Se siente, se lee, se sufre que hay más
fallas de las tolerables: muchos delincuentes no cumplen debidamente sus
condenas y devueltos a las calles vuelven a delinquir sumando día a día más
víctimas de robos y homicidios y más dosis de crueldad. Los poderosos saben
cómo comprar su libertad. Y evidentemente la compran.
Esto
quiere decir que demasiados magistrados no actúan con independencia, un sutil e
invasivo temor gobierna sus dictámenes, un poder omnímodo maneja y anula la
fortaleza que debieran tener como cuerpo
unido, cohesionado, independiente y consciente de su altísima misión.
Sin
embargo, la nación necesita de este poder y la ciudadanía lo considera esencial
para consolidar la República que todo argentino de bien anhela, razón por la
que se ha llegado a considerar necesaria y justa la distancia sideral en que se
ha ubicado, el privilegio de sus sueldos que multiplican considerablemente el
de un trabajador común, (un maestro, un médico, un operario), a lo que se ha
sumado la eximición del pago del impuesto a las ganancias. Es que justamente se
cree que esa situación privilegiada le dará más firmeza, criterio y probidad a
su accionar, pondrá más vigor en su voluntad de servir al pueblo y a la nación,
lo volverá un custodio implacable de la constitución y su cumplimiento.
Sin embargo el descuido y hasta debilidad
en el cumplimiento de su elevada misión, la lentitud en dictaminar y su
inclinación a satisfacer a los poderosos de turno, ha disminuido su prestigio y
el respeto de la ciudadanía y, lo que es más grave aún, estimula el accionar de
la delincuencia en nuestro país, crecida últimamente de manera alarmante.
Admiramos a muchos jueces y fiscales.
Guardamos con agradecimiento el nombre de magistrados ilustres que, cumpliendo
honorablemente con su delicada tarea, han dado la ejemplar muestra de su hacer
probo. La conciencia colectiva agradece el valor del Fiscal Nisman, que, sea
como sea que murió, se jugó la vida cumpliendo con su misión. Sin embargo su
heroísmo, sumado al de magistrados que se arriesgan buscando la verdad, no
alcanza para cubrir el déficit producido por su generalizado torcimiento.
La sociedad se infesta de delincuentes que
van por todo sabiendo que no hay quien los castigue, el carácter argentino se
corroe y se genera una anomia general preocupada en consumir más, en entretenerse,
en evadirse, actitud vital transformada en filosofía que invade los hogares, donde
el nada importa debilita el desarrollo
de los niños y adolescentes; invade la escuela, golpea el entusiasmo de quienes
deben formar para el futuro; desmoraliza el quehacer médico que tiene la
elevada misión de salvar vidas;
empequeñece la capacidad de construir con creatividad de ingenieros,
técnicos, arquitectos, operarios ya que en todo se priorizan las ganancias, ensombreciendo
los proyectos, mientras el miedo y la desconfianza
sospechan de todo y de todos.
La ciudadanía argentina se siente desolada,
impotente. Huérfana. Reclama señales para poder confiar en un Poder Judicial independiente
del ejecutivo, poder político considerado por el 74% de la opinión pública, (según
un estudio de Idea internacional y Poliarquía) como el mayor violador de la ley.
Urge
amputar de pies y cabeza el delito, es el
poder judicial el que debiera haber permanecido atento y fuerte ante su avance
antes de que se instale, eche raíces y crezca en medio de la sociedad haciendo con arrogante
seguridad, sabiendo que no hay control y que cuando la policía lo ejerza no
habrá condena.
Esta disfuncionalidad además de atrasarnos
como pueblo conduce a una desmoralización generalizada manifestada en acciones
descontroladas y transgresoras que, aunque parezcan menores van transformado la
convivencia social en un caos.
Tenemos la esperanza de que esta situación
pueda revertirse, que se implante la cultura de la verdad y la justicia, ya
que, como dice Santiago Kovadlof, “un país impune es peligroso para todos”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario