Cuando hablamos del problema educativo argentino


Al analizar el mediocre nivel educativo argentino, ¿hacia dónde tendríamos que dirigir la atención para descubrir las profundas causas  de las que vale la pena ocuparse para tomar medidas certeras que lo  solucionen y superen?
     Se habla tanto, se discute por demás, se leen opiniones… pero, ¿Estaremos apuntando a la raíz, a la razón profunda de la mala educación argentina o estaremos evitando decir verdades dolorosas que pueden despertar el enojo de los mayores, tan negados a  aceptar errores, señalamientos o cuestionamientos?
    El futuro de las nuevas generaciones, nos urge a mirar de frente la verdad. No hay otra manera de subsanarlo, de lograr soluciones y expandirlas a todos los rincones del país.
    La educación, entendida como la formación de un hombre fortalecido mucho más que por la mera instrucción y memorización de conocimientos por la incorporación y cumplimiento de valores y de hábitos como el esfuerzo y la disciplina, la búsqueda de la verdad  dentro y fuera de uno mismo, viene tambaleándose desde hace décadas y cuando algún gobernante ha tratado de ponerla en su carril las reacciones  han acobardado hasta al mejor dispuesto. Lo fácil ha sido aceptar las soluciones a corto plazo, lo que no demande esfuerzo, “lo que no discrimine ni haga sentir mal” y esta concepción, tan errada, es el obstáculo primero y necesario a vencer para  empezar a mejorar.
   La educación debiera tener como alta meta formar personas de bien y quien llega a este nivel, ha aprendido que la vida  es una interminable carrera de superación que parte  del reconocimiento de uno mismo, de lo que se es y se intenta llegar a ser y que sólo termina al final de la vida, por lo que es necesario ponerse permanentemente en cuestionamiento, corregirse, aprender a aprender y trabajarse, depurarse, es decir transformarse en un sujeto consciente del propio aprendizaje dispuesto a superarse día a día, clase a clase.
    La educación comienza con el nacimiento. La primera escuela es el hogar, los primeros maestros, los padres y continúa en la escuela que necesite para trabajar bien un alumno que la valore y respete a los docentes. Pero, ¿quiénes y cuántos han advertido que los padres mismos son los primeros y necesarios maestros, que de su propio nivel educativo depende el de la familia porque, ya se sabe: nadie da lo que no tiene?
     En cuanto a la valoración del trabajo escolar, es muy pobre, ¿o escasa? Eso es  lo que los adultos, los padres, transmiten a los hijos en una cadena ininterrumpida de décadas que sólo se cortó en la época sarmientina y  cuando se aspiró a tener un “hijo dotor”. Hoy, los padres, la familia, tienen otras preocupaciones prioritarias: la inseguridad, el sueldo, las vacaciones, el entretenimiento, los programas de TV, el fútbol y tantos otros motivos muy alejados, demasiado alejados de la real formación humana propia y por lo tanto de la descendencia.
  Los padres han demostrado que no consideran a los docentes como sus necesarios seguidores educativos, sus necesarios aliados para un mayor perfeccionamiento, de manera que mientras sus hijos estén contenidos en la escuela- y hasta alimentados- no reclaman acordar con ellos, no los apoyan, y lejos de solicitar un mejor nivel, un mayor grado de exigencias, se inclinan por el facilismo, los aprobados y diplomas fácilmente obtenidos, sin preguntarse por lo realmente aprendido y superado.  
        De esta falta de exigencia  y formación de hábitos de esfuerzo y disciplina familiar nace la escolar y se deriva el gran mal de la educación argentina y otras consecuencias como más deserción escolar, más chicos en la calle, más droga, más fracasos de vidas. La falta de fines educativos claros agrava esta situación.
    Aunque la escuela argentina viene  transmitiendo complejos contenidos, arduas, lecciones, los padres debieran preguntarse, ¿se sabe  para qué se estudia, para que se  memoriza? Poco se practica realizar una  transferencia consciente de lo aprendido  a la propia vida y a sus necesidades, objetivos que además de orientar pondrían entusiasmo en la marcha hacia un fin. No es de extrañar, entonces que, según estadísticas y estudios comparativos, las mejores escuelas argentinas son peores que las peores de unos treinta países y sin embargo, los padres desconociendo estos datos, desconociendo cuánto más felices son los alumnos de escuelas de calidad,  no reclaman, no exigen más para sus hijos. 
     Según Jaim Etcheverry “la falta de calidad educativa argentina es un problema de falta de reclamo social, a los padres la educación superadora no les interesa  y  si los padres vienen actuando con ignorancia  de su propia ignorancia debieran buscarse medios que los despierten a la necesidad ineludible de empezar a exigir que los docentes sepan lo que enseñan, para qué lo enseñan y que lo hagan no sólo con más preparación sino con entusiasmo”.

    Empecemos a hablar sobre el tema sin desentendernos de la responsabilidad que nos cabe.
                               Gladys Seppi Fernández

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