“La educación hace a la gente fácil de dirigir
pero difícil de manipular, fácil de gobernar pero imposible de
esclavizar."
Henry Peter Brougham (1779-1868)
Henry Peter Brougham (1779-1868)
Quizás una de las medidas más urgentes a tomar en el empeño de mejorar la educación de nuestro país y llevarla a ascender a mejores puestos en los certámenes mundiales (más que por la competencia en sí, para poder medir cuánto se va logrando en la formación humana de los educandos), sea la de fijar, con claridad, su finalidad, a qué apunta, qué tipo de persona y ciudadano se pretende formar.
Por eso iniciamos esta nota
preguntando: ¿Tienen claridad los agentes del acto educativo sobre lo que
persiguen con cada una de sus clases, con el cumplimiento de sus programas, con
sus esfuerzos áulicos y extra escolares? ¿O enredada entre palabras
altisonantes, diluidas las metas, sin aclarar los qué lograr ni los cómo
hacerlo, la educación argentina marcha a la deriva?
Lo
que se percibe es que, sin puerto inmediato ni mediato, debilitada su misión, rodeada e impregnada por la laxitud del medio
ambiente, de su todo vale, de la devaluación de los valores que dignifican la
vida, de la exacerbación de lo instintivo, impulsivo, irracional, también la
escuela ha sido invadida por “dolce far niente” imperante, por la inclinación a
pasar el tiempo placenteramente a que invita la imitación de tantos malos
ejemplos.
No se puede pedir a la escuela - léase la educación- que
permanezca inmune a los males ambientales mientras casi todas las instituciones
manifiestan, en mayor o menor grado, haber sido alcanzadas por la corrosión,
estar manchadas por las sospechas de negocios vergonzosos, es decir desgastadas y desautorizadas; no se
le puede exigir lo que no se logra en el ámbito político y social; no se puede
pedir a los docentes lo que no pueden alcanzar los padres en el hogar.
Sin embargo ella, la escuela, es una institución madre y
debe buscar, imperiosamente, motivos que le den sentido y vigor a partir de los
males que la están superando ya que de su capacidad de erguirse, de su mejoramiento,
depende una vida social más sana que por algún lado- no hay otro más que el
suyo- tiene que empezar a florecer. Por
eso, aclarar los objetivos que persigue y resignificar términos que la orienten,
es esencial, porque la escuela, de la misma manera en que lo hace la familia en
la primera etapa del desarrollo humano,
forma a los futuros ciudadanos, los que han de llevar a su trabajo, cargo, profesión u oficio la incorporación
de hábitos que más tarde, ya transformados en carácter, se vuelven imposibles de reformar.
Confiando en la fuerza de su recuperación preguntamos: ¿Se
ha pensado, por ejemplo, en refundar palabras que se han perdido en su misma
obviedad, como es, por ejemplo, “educar”? Tanto se habla de educación pero,
¿qué es educar? Las definiciones
académicas sobran pero si las pusiéramos cerca del oído común, del hombre y
padre de la calle, y tratáramos de dar claridad, podríamos decir que “educar”
significa hacer consciente ideas, nuevos conocimientos, llevarlos al cerebro reflexivo,
al que piensa y elabora juicios críticos y selecciona y elige y juzga cada
acción y decisión a tomar en beneficio del mejor desarrollo humano.
La educación transmite y fortalece en
el ejercicio de valores y, entre los valores de los que poco o nada se habla
cuando se proponen fines en educación, uno de los principales es la responsabilidad de los actos.
En el aula
Los
docentes sufren, o quizás ya están acostumbrados, la falta de cumplimiento de
las tareas encomendadas a los alumnos, tanto dentro de la escuela como fuera de
ella; sufren la desidia, la apatía, la indiferencia de los chicos de hoy.
También sus atrevimientos y rebeldías.
Habituados al “no estudié”, “tengo sueño,
anoche me quedé hasta tarde viendo TV”, y otras lamentables respuestas, han ido
ablandando las exigencias y finalmente
hoy manifiestan una débil voluntad para hacer cumplir los objetivos mínimos de
su materia. De esa manera los alumnos pasan sin saber y los docentes, que
tampoco deben responder a ninguna autoridad que se haga realmente cargo, caen en
el estado de anomia actualmente generalizada. Entonces, ¿cómo pretender que los
alumnos argentinos ocupen lugares más
altos en los exámenes Pisa si hoy no superan los más elementales y
confeccionados a la cómoda medida de sus escuelas?
Restablecer
la gestión de actitudes responsables de todos los agentes del quehacer escolar,
hacer que el alumno actúe convencido de los bienes que puede lograr en la
transformación de sí mismo, poner en claro los fines parciales de cada nivel
hasta lograr las más exigentes metas formuladas tanto referentes a conocimientos como a
actitudes y conductas, pudieran dar fuerza a la actividad escolar de hoy. Para
ello la más alta conducción educativa, los ministros y quienes los secundan, tan burocráticamente
hoy, y tanto en el orden nacional como provincial,
tendrían que empeñarse más, actuar más, dar el ejemplo de un trabajo
comprometido y entusiasta. Y eso actualmente no se ve, no es lo que perciben
los docentes, ni los padres, ni el público desde un lugar al que llegan sus
prolongados bostezos.
Falta convicción en los que conducen la educación argentina;
falta fuerza y esa debilidad se derrama desde arriba hacia abajo.
Un gran objetivo: la responsabilidad
Es fácilmente observable que la demagogia
generalizada en el orden político, familiar,
y también escolar, manifestada en
permisividad, sobreprotección y ahogo de posibilidades de desarrollo
personal, ha producido una mayoría de
ciudadanos que no responden por sus actos, que son irresponsables a pesar de
haber alcanzado la edad adulta, lo que habla de un grado deficiente de preparación
y madurez.
¿No
es urgente, entonces, pedir que sea la familia y la escuela las que consideren
que es su tarea primera formar a las nuevas generaciones en el ejercicio
de la responsabilidad? Para lograrlo
habrá que empezar a tomar algunas medidas dentro de cada ámbito, como: encargándole a
los chicos, dentro del hogar, actividades acordes a las capacidades de la edad de
cuyo cumplimiento deberán rendir cuentas, y en la escuela fijando objetivos claros, secuenciados,
subordinados a las grandes metas que habrá de formular la educación argentina,
hasta lograr la participación interesada y creativa de los alumnos en su propia
construcción.
De esa manera, con un cada vez más alto
grado de exigencia sobre el que se habrá acordado con los padres y los mismos
alumnos y con acciones bien pensadas que avancen hacia los objetivos, sin descuidar la exaltación generosa de los
logros de cada uno y de todos los agentes del quehacer educativo, se lograrán
mejores resultados, desde la tarea ejemplar del docente que hará más, que cumplirá
con más entusiasmo, que dará lo mejor de sí, y la de los alumnos, que se
volverán más esforzados, impulsados por los debidos estímulos y el ejemplo de
los mayores.
Hay mucho por hacer, por repensar, por
trabajar. La posibilidad de superarnos a través de más claros fines de la
educación, nos llena de renovadas esperanzas.
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