Priorizar y no postergar



Para saber qué está primero y qué grado de atención le debiéramos dar a cada acción y decisión, el cerebro tiene que estar acostumbrado a esa difícil y poco frecuentada tarea de pensar con paciencia y tiempo, de pensarse, poniendo claridad en los intersticios donde se esconde lo oscuro, lo contagiado, lo copiado de los demás, lo impuesto por la propaganda, los medios, el pensamiento ajeno, la propia historia. Todo aquello que nos hace ir por la vida sin conciencia y postergando la identificación y cuidado de lo que realmente vale.
Poner orden en las prioridades de la existencia supone ser un sujeto activo que no se deja llevar. ¿Y quién puede decir que está exento de esa nefasta y negativa influencia que significa optar en función de lo que el otro hace y piensa y hasta de lo que se supone que ve en nosotros, sin atender a lo que nos dice el propio criterio?
En primer término, tratamos de dilucidar qué significa "prioridad". El diccionario nos dice: "Lo primero en orden y tiempo, lo que, respecto de una cosa de otra, tiene superioridad, supremacía o preferencia o preponderancia".
Y en el juego de la vida, obviamente, el más difícil e importante de todos, la manera de apostar, varía tanto como la de los apostadores, tanto como su concepción de la realidad, tanto como sus conocimientos previos, como lo que les ha sido inculcado, tanto como su propia valoración de las fichas con las que juega.
Lo que es cierto -y nos atrevemos a decir una verdad irrefutable- es que el ser humano actúa, elige y decide, consciente o inconscientemente, según lo que considera prioritario, es decir lo primero, muchas veces sin atender a lo que es fundamental y sin prestar demasiada atención a lo que lleva a lograr un estado de mayor satisfacción y felicidad no sólo en el momento sino en el largo plazo.
Por eso, mientras para algunos lo digno de atención es la salud, para otros es el trabajo sin descanso para lograr más dinero o bienes materiales; para algunos el ser reconocido por los demás o ser exitoso en su trabajo o profesión y hay quienes valoran en primer lugar tener una pareja compatible, una familia armoniosa, y hasta encontramos a quienes, habiendo logrado ya la apetecida riqueza, se dedican a acaparar poder aun a costa de su propia dignidad. Existen, en fin, infinitas y variadas opciones.
Lo que sí parece muy seguro es que del objetivo que cada persona se fija, de su elección, dedicación y trabajo, en un sentido u otro dependen los resultados y de ello, su satisfacción como persona, su plenitud como ser humano.
Parece ser que una mayoría actúa sin objetivos claros sobre lo que se pretende para sí, sino más bien por un dejarse llevar en el fluir de los días, hecho éste que puede depararle amargas sorpresas y postergaciones involuntarias y muchas veces irreparables porque se dejó pasar su tiempo, su oportunidad.
Le sucede así, por ejemplo, a aquel individuo que, en pos de consolidar un negocio, deja de asistir a la despedida de su padre enfermo. Llegar tarde le deja una sensación de irreparable vacío que no podrán llenar sus ganancias materiales.
Lo que algunos estudiosos del tema aportan es que la felicidad natural a la que todos aspiramos se determina poniendo en el debido orden las acciones, actitud que está en gran parte determinada por la genética y la crianza y por el medio, por la propia historia, lo que en cada uno marcó alguien o algo con su ejemplaridad o sus faltas, influencias sobre las que es necesario trabajar y preguntarse: ¿a qué objetivos doy prioridad? ¿Qué debo atender primero? ¿Las buenas relaciones, la buena salud, el trabajo para vivir mejor o para tener más cosas que disfrutar y mostrar? ¿No estaré dejando sin atención campos que en el largo plazo me impedirán la satisfacción de haberle encontrado el sentido a mi existencia?
Así, poner las fichas en la formación de los hijos, por ejemplo, en apoyar su autodescubrimiento y desarrollo adecuado a su proceso de crecimiento en el momento preciso (una acción que sufre postergaciones lamentables hoy, descuidos que se pagan con la dolorosa moneda del resentimiento, el desamor, la rebeldía y el descalabro emocional del que sufrió abandono), evita sufrimientos y valoriza lo que debiera considerarse entre lo prioritario.
Existe gente que da prioridad a tener un buen matrimonio, una buena relación con sus hijos; otra, a participar en actividades sociales, mientras que muchas personas se concentran en comprar cuanto quieren y pueden o en tener una carrera exitosa y otros innumerables caminos posibles de recorrer. Cada uno es dueño de su vida, pero ¿existe un parámetro para determinar cuál de estas elecciones puede ofrecer más satisfacción y felicidad?
Hay quienes estudian este tema y nos ayudan a ordenarnos. Bruce Headey, por ejemplo, dice: "Parece que las personas, mientras menos se involucran en las relaciones, en sus vínculos con los demás, son menos felices".
Para ayudarnos a esclarecer un tema tan importante también aporta Robert Biswas-Diener: "La felicidad humana realmente no depende de factores innatos del individuo, sino de sus decisiones de vida. Parece que con esfuerzo podríamos aumentar o disminuir la felicidad, dependiendo del acierto de nuestras decisiones".
Es recomendable detenernos un momento para pensar y poner orden a nuestras prioridades a fin de que, las que identificamos como legítimas, no queden postergadas y perdidas, lo cual podría afectar nuestro destino personal y el de quienes amamos, para siempre.
(*) Escritora. Educadora

¿Cuáles son los fines de la educación?


 “La educación hace a la gente fácil de dirigir pero difícil de manipular, fácil de gobernar pero imposible de esclavizar."
Henry Peter Brougham (1779-1868)

      
   Quizás una de las medidas más urgentes a tomar en el empeño de mejorar la educación de nuestro país y llevarla a ascender a mejores puestos en los certámenes mundiales (más que por la competencia en sí, para poder medir cuánto se va logrando en la formación humana de los educandos), sea la de fijar, con claridad, su finalidad, a qué apunta, qué tipo de persona y ciudadano se pretende formar.
          Por eso iniciamos esta nota preguntando: ¿Tienen claridad los agentes del acto educativo sobre lo que persiguen con cada una de sus clases, con el cumplimiento de sus programas, con sus esfuerzos áulicos y extra escolares? ¿O enredada entre palabras altisonantes, diluidas las metas, sin aclarar los qué lograr ni los cómo hacerlo, la educación argentina marcha a la deriva?
            Lo que se percibe es que, sin puerto inmediato ni mediato, debilitada su misión,  rodeada e impregnada por la laxitud del medio ambiente, de su todo vale, de la devaluación de los valores que dignifican la vida, de la exacerbación de lo instintivo, impulsivo, irracional, también la escuela ha sido invadida por “dolce far niente” imperante, por la inclinación a pasar el tiempo placenteramente a que invita la imitación de tantos malos ejemplos.
            No se puede pedir a la escuela - léase la educación- que permanezca inmune a los males ambientales  mientras casi todas las instituciones manifiestan, en mayor o menor grado, haber sido alcanzadas por la corrosión, estar manchadas por las sospechas de negocios vergonzosos,  es decir desgastadas y desautorizadas; no se le puede exigir lo que no se logra en el ámbito político y social; no se puede pedir a los docentes lo que no pueden alcanzar los padres en el hogar.
            Sin embargo ella, la escuela, es una institución madre y debe buscar, imperiosamente, motivos que le den sentido y vigor a partir de los males que la están superando ya que de su capacidad de erguirse, de su mejoramiento, depende una vida social más sana que por algún lado- no hay otro más que el suyo- tiene que empezar a florecer.  Por eso, aclarar los objetivos que persigue y resignificar términos que la orienten, es esencial, porque la escuela, de la misma manera en que lo hace la familia en la primera etapa del desarrollo humano,  forma a los futuros ciudadanos, los que han de llevar a su  trabajo, cargo, profesión u oficio la incorporación de hábitos que más tarde, ya transformados en carácter,  se vuelven imposibles de reformar.
            Confiando en la fuerza de su recuperación preguntamos: ¿Se ha pensado, por ejemplo, en refundar palabras que se han perdido en su misma obviedad, como es, por ejemplo,  “educar”? Tanto se habla de educación pero, ¿qué es educar?  Las definiciones académicas sobran pero si las pusiéramos cerca del oído común, del hombre y padre de la calle, y tratáramos de dar claridad, podríamos decir que “educar” significa hacer consciente ideas, nuevos conocimientos, llevarlos al cerebro reflexivo, al que piensa y elabora juicios críticos y selecciona y elige y juzga cada acción y decisión a tomar en beneficio del mejor desarrollo humano.
         La educación transmite y fortalece en el ejercicio de valores y, entre los valores de los que poco o nada se habla cuando se proponen fines en educación, uno de los principales es la responsabilidad de los actos.
           En el aula
            Los docentes sufren, o quizás ya están acostumbrados, la falta de cumplimiento de las tareas encomendadas a los alumnos, tanto dentro de la escuela como fuera de ella; sufren la desidia, la apatía, la indiferencia de los chicos de hoy. También sus atrevimientos y rebeldías.
       Habituados al “no estudié”, “tengo sueño, anoche me quedé hasta tarde viendo TV”, y otras lamentables respuestas, han ido ablandando las exigencias y  finalmente hoy manifiestan una débil voluntad para hacer cumplir los objetivos mínimos de su materia. De esa manera los alumnos pasan sin saber y los docentes, que tampoco deben responder a ninguna autoridad que se haga realmente cargo, caen en el estado de anomia actualmente generalizada. Entonces, ¿cómo pretender que los alumnos  argentinos ocupen lugares más altos en los exámenes Pisa si hoy no superan los más elementales y confeccionados a la cómoda medida de sus escuelas?
            Restablecer la gestión de actitudes responsables de todos los agentes del quehacer escolar, hacer que el alumno actúe convencido de los bienes que puede lograr en la transformación de sí mismo, poner en claro los fines parciales de cada nivel hasta lograr las más exigentes metas formuladas  tanto referentes a conocimientos como a actitudes y conductas, pudieran dar fuerza a la actividad escolar de hoy. Para ello la más alta conducción educativa, los ministros  y quienes los secundan, tan burocráticamente hoy, y tanto en el orden nacional  como provincial, tendrían que empeñarse más, actuar más, dar el ejemplo de un trabajo comprometido y entusiasta. Y eso actualmente no se ve, no es lo que perciben los docentes, ni los padres, ni el público desde un lugar al que llegan sus prolongados bostezos.
            Falta convicción en los que conducen la educación argentina; falta fuerza y esa debilidad se derrama desde arriba hacia abajo. 
        Un gran objetivo: la responsabilidad
      Es fácilmente observable que la demagogia generalizada en el orden político, familiar,  y también escolar,  manifestada en permisividad, sobreprotección y ahogo de posibilidades de desarrollo personal,  ha producido una mayoría de ciudadanos que no responden por sus actos, que son irresponsables a pesar de haber alcanzado la edad adulta, lo que habla de un grado deficiente de preparación y madurez.
            ¿No es urgente, entonces, pedir que sea la familia y la escuela las que consideren que es su tarea primera formar a las nuevas generaciones en el ejercicio de  la responsabilidad? Para lograrlo habrá que empezar a tomar algunas medidas  dentro de cada ámbito, como: encargándole a los chicos, dentro del hogar, actividades acordes a las capacidades de la edad de cuyo cumplimiento deberán rendir cuentas, y en la escuela   fijando objetivos claros, secuenciados, subordinados a las grandes metas que habrá de formular la educación argentina, hasta lograr la participación interesada y creativa de los alumnos en su propia construcción.
       De esa manera, con un cada vez más alto grado de exigencia sobre el que se habrá acordado con los padres y los mismos alumnos y con acciones bien pensadas que avancen hacia los objetivos,  sin descuidar la exaltación generosa de los logros de cada uno y de todos los agentes del quehacer educativo, se lograrán mejores resultados, desde la tarea ejemplar del docente que hará más, que cumplirá con más entusiasmo, que dará lo mejor de sí, y la de los alumnos, que se volverán más esforzados, impulsados por los debidos estímulos y el ejemplo de los mayores.
       Hay mucho por hacer, por repensar, por trabajar. La posibilidad de superarnos a través de más claros fines de la educación, nos llena de renovadas esperanzas.
                                                      

           
           



                 

La culpa es mía

“LA CULPA ES MÍA”

”Aceptar y corregir los propios errores es el comienzo del camino de la superación”.
G.S.F.

      
  Sabemos que la educación argentina necesita muchos ajustes,  que se hacen más perentorios a medida que el descuido que emana desde las autoridades educativas hacia educadores, padres y alumnos, va relajando las cuerdas que la debieran mantener firmemente orientada a fines claros, un norte, metas pensadas y realmente comprometidas y comprometedoras.
     Uno de los aspectos más diluidos, borrados y no tenidos en cuenta en la educación de nuestro país que, sin embargo, es y debiera ser considerado fundante, básico, esencial al hombre es lograr la autonomía del educando, impulsarlo a su independencia, al responsable manejo de sus decisiones.
     Ser y obrar como una persona independiente habla de responsabilidad y realización del propio desarrollo humano, de madurez, que es a lo que apuntan cada una de las etapas por las que el ser humano, por su naturaleza, transita.
     Además, si el paso por la escuela pudiera lograr gradualmente personas que se conocen a sí mismas, que se inquieren, se preguntan, se cuestionan, buscan a su debido tiempo, en la alta niñez y la adolescencia, su identidad, su ser propio y único sentido vital, lo que lo distingue, se sumaría al crecimiento de la especie humana, el ser en todos.
    ¿Lo han pensado así quienes dirigen la educación? ¿Se busca formar seres que se encuentren a sí mismos en el gran concierto de las voces múltiples del mundo, del país, del barrio, de su propia familia y se hagan cargo de su destino individual? ¿Se ha pensado en sujetos que maduren su personalidad y que puedan responder desde sí y no desde la opinión ajena, los mandatos de otros, del padre, maestros, líderes sociales?
     Si, como vemos, los adultos argentinos, la gran masa poblacional del país, actúa siempre culpando a los demás de su “mala suerte”, de sus desgracias personales, de su pobreza, de lo que les sucede, los resultados negativos se irán agudizando y la pobreza, la desgracia personal, la mala suerte, irán en aumento, porque, ya es hora de comprender que nadie vendrá a ayudarlo sin el interés de una compensación que siempre será para él, poca, indigna.
    ¿Qué tiene que ver la escuela con este déficit formativo de tantos habitantes de nuestro país? Simplemente, que ella misma está inmersa en el vaciamiento generalizado de fuerzas para crecer desde su lugar y con autonomía. Tenemos una escuela dependiente, obediente, y, por lo mismo, poco creativa, poco resuelta y suelta a hacer lo que debe hacer para crecer, para su superación según sea su propia circunstancia y situación vital, muy escasamente entendida y vivida por las autoridades de escritorio.
     La escuela está subsumida en la misma realidad que envuelve a todos los que no se han vuelto seres conscientes y esto se refleja dramáticamente en las mediciones internacionales que evalúan nuestro rendimiento educativo.
      Educar a un ciudadano autónomo, responsable y creativo debiera ser la meta más urgente y destacada en nuestro país, lo que  exigiría cuestionarnos y hacernos preguntas tales como: ¿por qué crecen más y nos superan otras personas y otros países? ¿No será que se hacen cargo, que se responsabilizan, que no culpan a los demás (como nos sucede a nosotros)  de sus errores sino a sí mismos, lo que les permite ver, aceptar y corregir sus fallas? Sin embargo una acendrada concepción nos sigue haciendo creer que hay que dejarlo pasar, olvidarse y que el tiempo dirá… y lo solucionará.
     Así nos va. Además, la realidad nos avisa que somos malos lectores de lo que dicen y enseñan los buenos libros, porque al negarnos a leer nos negamos a las experiencias que nos pueden ampliar la mirada hacia una cosmovisión sin tranqueras. A pesar de las buenas ventas de libros para el pasatiempo y la evasión, es necesario que la educación logre lectores  reflexivos que puedan pensar y actuar con criterios propios y creativos.
  Lamentablemente en el hogar y desde muy infantes se aprende a culpar a los padres;  en la escuela a pedir los fáciles aprobados y en la sociedad a exigir una vida fácil, mate en mano, charla con el vecino y televisión prendida durante horas. Total, siempre habrá a quien echarle la culpa.
                               Gladys Seppi Fernández
   

Volver a Nisman

El caso Nisman vuelve a la atención colectiva a pesar de que muchos desearían que se borre de ella. De una buena vez. Sucede que esos "muchos" logran permanecer y delinquir merced a ese esperado olvido, agudizado en nuestro país por una mayoría que va tras los últimos escándalos, las novedades, el último suceso, sin advertir que hay quienes medran con su falta de memoria haciendo uso de una envidiable paciencia.
Acostumbrados al permanente olvido, al hecho real de que el tiempo pasa indefectiblemente una mano que borra los acontecimientos conmocionantes de la vida privada o pública, hay quienes saben dejar que pase, ya que, así como muchos olvidan la impresión causada por la lectura de un buen libro atendiendo a la del que llega a las manos por última vez, así como duelos y quebrantos terminan siendo apenas un bosquejo desteñido en el disco duro de algunas memorias humanas porque la vida sigue y llegan nuevos acontecimientos a ganar el protagonismo principal, acontecimientos conmovedores suelen ser enviados a la papelera de reciclaje cuando se pasa su hora.
Cinco meses han pasado desde que murió un fiscal de la Nación, produciendo un gran impacto en la vida colectiva nacional. Un impacto de diferentes características y lecturas, subordinado -por cierto- al lugar de los opuestos desde el que se observe. Para unos, declararlo un suicidio significó cortar de cuajo todas las sospechas y darlo por terminado; para otros, determinar que fue un asesinato obligaba a una seria investigación para limpiar sospechas y dar con quien lo hizo y por qué.
Es obvio, entonces, que estos últimos dirigieran su acusación a la persona que estaría más interesada en su desaparición, la presidenta de la Nación, quien había sido acusada de hacer pactos con Irán a espaldas de los intereses del pueblo unos días antes, acusaciones que serían ampliadas y probadas en el Senado al otro día del domingo en que se supone que Nisman murió.
Lo cierto es que se nombró para dirigir la investigación a una fiscal sin experiencia, sin el carácter necesario y suficiente para dirigir una causa de tal envergadura. Sin embargo, y a su pesar, sucede con este caso como con las lecturas trascendentes, con las ideas fundacionales o con los acontecimientos que definen la vida de las personas y los pueblos y éste, el de la muerte de Nisman, vuelve a reflotar, a aparecer en la superficie de la atención pública a través de los medios no solamente de nuestro país sino también en donde se lo sigue considerando un hecho abominable.
En este caso fue el programa "Periodismo para Todos", conducido por Lanata con sus recursos explosivos, el que nos obligó a volver a Nisman pero estamos seguros de que hubiera podido ser cualquier otro comunicador, porque la verdad está bullendo por ser encontrada y en las corrientes subterráneas de la opinión pública la irresolución del caso molesta, murmura, llama y obliga a una definición.
Si es cómodo determinar que el fiscal se suicidó, aun el más obstinado en defender lo indefendible concuerda en afirmar que, fundamentalmente, Nisman no tenía por qué suicidarse. Es demasiado evidente que él amaba la vida, la suya, la de sus hijas en primer lugar; salta a la vista de cualquier inteligencia no perturbada que tenía mucho que hacer, que estaba embarcado en una larga y fundamental investigación, que tenía miedo por su vida y que si pidió, como se duda, un revólver a Lagomarsino fue para defenderla, precisamente.
Las dudas malintencionadas han sido sembradas con evidente y clara premeditación. Un astuto y estudiado plan ha ido borrando huellas, desacreditando y hasta denigrando la figura del fiscal, difamación que ha prendido fácilmente en quienes, inconscientemente o no, parecen creer que una vida íntima, sea cual fuere la dirección que haya tomado, puede justificar la crueldad de una condena a muerte, sin defensa.
Lo cierto es que a pesar del mar revuelto y de los panfletos y afiches denigratorios circulantes, la figura de Nisman se levanta, se yergue y sale a la superficie de cada día, solicitando al sentido equilibrador de la justicia que bulle en los secretos pliegues del colectivo social la lógica desmentida del suicidio, para, despejado este artilugio, abocarse a un examen serio de la búsqueda del culpable.
De no suceder así, de persistir la duda, tengamos por cierto que, aunque pase el tiempo y parezca reinar el olvido, la verdad aparentemente sumergida reaparecerá por la simple razón de que es la vida de la república, en la que estamos todos, la que peligra bajo la amenaza de asesinos dispuestos a tender a cualquier ciudadano inconveniente la emboscada de su irracionalidad.