¿De qué pobreza hablamos?



Qué es la pobreza? ¿Cómo mensurarla? Definirla con claridad y cuantificarla son preocupaciones de estos tiempos, tal vez como compensación necesaria a la tergiversación de datos existentes.
         En una nota de "La Nación" de los últimos domingos, con un título de gran impacto -"Pobreza, irresponsabilidad y cinismo oficial"- se dice que "la pobreza es consecuencia de una gestión gubernamental sin auténtico proyecto de nación y de un proyecto de poder que niega la realidad y profundiza la decadencia".
Como vemos, éste es un tema tan complejo como la misma humanidad.
Tal vez tengan razón los que dicen que es difícil medir la pobreza, pero nadie puede negar que, si a la objetiva y material nos referimos, a la carencia de bienes necesarios para la sana subsistencia, una detenida observación de las personas que caminan por cualquier calle de cualquier pueblo o ciudad lleva a determinar que un alto porcentaje de la población está sufriendo las carencias y la humillación de ser pobre, situación que produce un gran padecimiento. La precariedad de la vestimenta, los rostros ajados y prematuramente envejecidos, las dentaduras descompuestas y perdidas y el desaliño y abandono en los cuerpos por una inadecuada alimentación dan cuenta de un estado de cuya aceptación o negación depende su corrección.


A esto se suman otros males, otras carencias, más graves aún a pesar de que no se hable de ello, a pesar de que no esté en tela de juicio el deterioro que vuelve miserable a tantos otros seres de los más diversos niveles sociales. Son los que, luciendo un ropaje más cuidado, evidencian en sus gestos tristes y en su mirada gacha un gran agotamiento moral, un extenuante desconcierto y disconformidad con la vida y con ellos mismos.

Impresiona la realidad de un país muy venido a menos. ¿Pobre? No, empobrecido.
La Argentina ha caído en un pozo de decadente mediocridad que se evidencia en el destrato entre la misma gente, en los gritos y la violencia verbal, en la falta de respeto por el otro y la cosa pública, de manera que a poco de andar por las calles puede diagnosticarse que se trata de un país del Tercer Mundo, donde chicos y grandes (que es de donde emana el mal ejemplo), a puro resentimiento, ensucian, rompen y destrozan lo que es de todos sin el menor atisbo de educación ciudadana ni cuidado por la cosa pública. Eso es pobreza, carencia emocional y espiritual.
La pobreza está ahí, en la estrechez de miras y proyectos comunes, en la falta de respeto por los otros, en la exhibición impudorosa de las grandes miserias humanas que no hablan sólo del aspecto material -que parece ser excluyente para las mediciones-, sino de la pobreza de ánimo, de ganas, de horizontes, causa y consecuencia a la vez de la falta de acceso a los bienes materiales, innegable fuente necesaria y primera de bienestar humano, de la imposibilidad de lograr empleo y oportunidades para ir tras el propio desarrollo humano, de la ignorancia de las propias capacidades, valor que otorga identidad y hace sentir persona.


Desde una cosmovisión que abarque lo que dignifica al hombre preguntamos: ¿qué es lo que al ser humano lo hace sentir pleno y satisfecho con su vida, que si bien comienza a serlo por la satisfacción de las necesidades básicas de alimentación aspira a ascender a tener abrigo y techo para pasar a apetecer el reconocimiento de los otros, su respeto y consideración, porque ha podido desarrollar su vocación, autorrealizarse, único e intransferible logro que le permite integrar a la sociedad, en una interrelación enriquecedora, los frutos de su esfuerzo?

Pero en ese proceso de crecimiento humano que nada tiene que ver con el éxito de sueldos astronómicos por el mérito de bailar bien o ser amigo o hijo de o llamar la atención con escándalos, podemos decir que somos un pueblo ¡que pudiendo llegar a ser tanto! nos hemos estancado en la mayor mediocridad. Bastaría someter a estudio y análisis el proceso de la vida del grueso de la población, abarcando todas las clases económicas y sometiéndolas al tamiz propuesto por Maslow en su pirámide de las posibilidades humanas, para reconocer -por cierto dolorosamente- que hemos hecho poco para lograr ascender al grado más alto o siquiera mediano de la superación personal. Si hacemos una valoración cierta de lo que aporta la suma de individualidades a lo social argentino, los resultados son esta dura y frustrante realidad.


Muchos individuos que según sus posesiones son considerados de clase media, alta, rica y aun poderosa, degradan su condición por no poner los medios con que cuentan al servicio de hacer una vida digna y respetable. En cambio, se obstinan en acumular más dinero en una carrera de codicia sin fin. No siempre contar con medios económicos suple la falta de real inteligencia y discernimiento que conduciría a superar la pobreza moral que está inundando nuestras vidas.

Tal vez sea una cuestión de época, tal vez la causa esté en el desprestigio del trabajo genuino y del esfuerzo sostenido, tal vez en la falta de valores, tal vez nos dejamos llevar por la marea baja que nos arrastra al menor nivel, al reino de lo más fácil, más rápido, menos exigente y acomodaticio, donde no cabe el cultivo del talento y la capacidad personal, en cuyo desarrollo está el verdadero resplandor de lo que vale y permanece.


El pueblo argentino podría llegar, si se le hicieran ver sus posibilidades, si se le advirtiera de cuánto es capaz, si desoyera las demagógicas e hipócritas palabras con que se lo parasita y oprime, a cumplir sus sueños postergados.

El nuestro es, como todos sabemos, un país inmensamente rico que, paradójicamente, tiene una extendida pobreza material sustentada en una inconfesada pobreza moral y espiritual. Las posibilidades de superación vendrán cuando cada ciudadano se mire, se piense, cuide y admire su existencia y se aboque a su debida construcción, desarrollo y superación basado en normas de comportamiento, reglas y principios inalienables.


(*) Educadora. Escritora

Conferencia: Los países latinoamericanos y la globalización



LOS PAÍSES LATINOAMERICANOS Y 

LA GLOBALIZACIÓN

Hacia un mayor conocimiento y respeto mutuos.


(Conferencia dictada en Aguascalientes- México)


En “ EL LABERINTO DE LA SOLEDAD “ Octavio Paz , utilizando la maravillosa parábola del río de la historia , habla de la necesidad que tienen hombres y pueblos de detenerse,  cada tanto,  para observar su propia imagen y hacerse las preguntas que conducen a un  encuentro necesario e inaugural : el de uno mismo.
Así  empieza a reconocerse  el hombre en su edad adolescente, quien,  “inclinado sobre el río de su conciencia,-dice - se pregunta si ese rostro que aflora lentamente del fondo es el suyo”.
Y  así lo hacen los pueblos, en las conciencias de sus representantes, que se supone son los  hombres que marchan a la vanguardia de su tiempo; en las conciencias de las grandes mayorías, si de avanzadas democracias se trata.   En un momento de su andar histórico  se inquieren , se preguntan, se reconocen y se asumen, para, fortificados en sí, darse al mundo.
Cada tanto, es justamente el mundo el que obliga, el que llama, y hasta impone esa actitud de introspección que recupera razones y sentidos, que devuelve al río su dirección.
El momento universal que se está viviendo en esta significativa centuria que abre las puertas al tercer milenio, es uno de esos momentos cruciales en que todos los pueblos que se inquietan por su destino y el lugar que ocupan en el mundo , se están haciendo las fundamentales preguntas que conducen a las entrañas de la identidad, y a las vías de la integración.
La globalización que llama  hacia significativas y revolucionarias concertaciones  apurando el paso sobre todo  el de los  pueblos latinoamericanos, es una de esas circunstancias convocantes.
 Y por sus mismas características “ globalizantes” vuelve  imperativo el hacer un alto,  no sólo para que cada país se  conozca más en los entramados que se cierran en sus propias fronteras, sino para que sepa algo y más de las otras naciones a las que llama hermanas lo que puede lograrse con un  abrirnos al mutuo , al recíproco inquirir de qué somos como latinoamericanos, quiénes somos cada uno de los pueblos que nos llamamos así porque una lengua , una religión, una común colonización y conquista nos han puesto en un cauce hermano.
Y la verdad es que en esto del conocernos más y mejor, sólo se  ha llegado a un punto  muy alto de la retórica   -¡Cuántos discursos políticos y escolares se dilatan en la exaltación de la hermandad de los pueblos, de “ las puertas abiertas a los hermanos latinoamericanos”¡
Pero bien pudiera decir la experiencia que existe una buena intención y muy escasa acción.
Porque es muy poco, en realidad, lo que lo que las naciones latinoamericanas conocemos unas de otras, lo que nos acercamos, lo que queremos saber.                                                                                                 
Así, allende los ríos, las montañas, las latitudes y geografías que configuran cada nación hispanohablante  laten las idiosincrasias, las particulares maneras de ser y de vivir, las maneras de decir, de nombrar,  de ver y de hacer frente al mundo.
 Temperamentos, tradiciones y culturas que, entre los mismos  latinoamericanos  desconocemos.
Y no se ama lo desconocido, ni mucho menos se lo respeta., ni mucho menos aún se puede llegar a concertaciones, a encuentros positivos.
 Sin embargo todos tenemos la plena convicción de que un mayor y mejor acercamiento, puede redundar en grandes beneficios  enriqueciendo, iluminando, matizando, nuestras respectivas potencialidades.
Claro que para ello es necesario  hacer real el tan mentado “ abrir las puertas “ , poner atento el oído, escuchar, en fin , permitir la llegada de unos a otros,  las propuestas de unos a otros, sin prejuicios que, sin el debido conocimiento, entorpezcan una fluida y saludable relación.
PARA CONOCERNOS MEJOR
 En los  países de avanzada- aquellos que miramos con admiración y llamamos del “ primer mundo” -  se ha dado  el aprovechamiento de ideas de todo tipo,  el aporte de ingenios y talentos de cualquier punto del orbe,  siempre y cuando aporten, justamente, experiencias  que apuren el paso , que permitan dar ventajosos saltos  en el curso histórico.
Tal vez sea esa circunstancia la que los ha llevado a tan altos puestos.
Ellos parecen entender muy bien esto de intercambios y enriquecimientos recíprocos.
Nada facilita más el acercamiento que una primera, necesaria, ineludible, disposición  real, y no meramente declamatoria,  a abrirse al otro, así sea un embajador o un simple visitante.
De  ese intercambio  devienen el crecimiento, la maduración, el aprendizaje.
Tal como sucede en el campo de lo personal: personas hay que no llegan al punto pleno de su maduración porque se encerraron en su pobre individualidad, en tanto otras   aceleran  el feliz proceso que las lleva al pleno goce de la vida y sus posibilidades. Seguramente estas últimas son las que negándose a pre- juicios salen a la batalla del día confiados y dispuestos a los encuentros con sus semejantes.                                                                                                            
EMPEZANDO POR LOS EXTREMOS
Quizá corresponda a mexicanos y argentinos la tarea iniciática del revelamiento  de éste qué somos, qué queremos, en cuánto estamos dispuestos a fraternizar e integrarnos.
Quizá sea este tiempo de  globalización el que  indique que debemos detener la mirada, siempre proyectada  a pueblos totalmente diferentes, para dirigirla a quienes son más afines.
Detener la mirada, dijimos, y bien pudiéramos agregar: desviarla, porque es innegable que muchos pueblos latinoamericanos, entre ellos Argentina, miran a Europa; otros, entre ellos  México, miran a los  anglosajones del norte.
Sin embargo, es importante decirlo, los argentinos miramos también, y con profunda admiración a México, atraídos  por la fuerza de su identidad  y la peculiaridad de sus costumbres y sentimos,  desde la lejanía,  que una corriente de profunda simpatía nos une a la vez que, las profundas diferencias, nos señalan carencias propias.
           
             En lo que refiere a maneras de ser  y empezando por el extremo sur del continente, la Argentina,  podemos aportar algunos rasgos  de este  pueblo, que son   de tener en cuenta cuando de acercamientos se trata: fundamentalmente puede decirse que  hay en el ser argentino ya sea por naturaleza, ya sea por conformación histórica, una disposición a la  apertura total, al abrirse, a la entrega confiada al otro.
 Sí, abrirse al extranjero es nota dominante en el temperamento argentino.
Y esta disposición tiene su explicación tanto histórica como geográfica.
Quizá sea el mismo puerto de Buenos Aires  la gran puerta dispuesta al intercambio, lo que invitó, a la par que lo hacían las conveniencias de la hora, a que los extranjeros, sobre todo los europeos volvieran la atención hacia ese punto extremo del continente y aceptaran la invitación a poblarlo.
Existe por eso  en la configuración de este ser  un alto componente europeo.
Si bien prevalece la fuerza de lo  hispánico  en el que la sangre india se fue desvaneciendo en el mestizaje y en el doloroso exterminio, tuvo gran significación el aluvión inmigratorio que llevó lo europeo , sobre todo lo italiano, a  marcar su impronta en la historia de esta nación.
Ese aporte transfirió a su esencia una naturaleza expansiva, desapegada de sus debilitadas tradiciones indígenas, abierta al puerto que quiere decir, abierta al  orbe.
Y ese “ despegue” , ese afán de universalidad  confieren a esta personalidad una apariencia  de afirmación vital, de colorida expansión.
Lo cual puede aparecer, ante los otros pueblos, como de atrevido  y hasta atropellado  afán  de intromisión, que se agudiza por ir  acompañado por una franqueza que pone en la mesa de las conversaciones  todos los temas, sin tabúes,  hasta darles su acabado en la discusión frontal.
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 Estas junto a otras    múltiples y complejas características  que lo conforman , entre las que  destacan   las señaladas  pueden obrar en beneficio o no de un acercamiento con los hermanos americanos.
Por eso es bueno conocerlas.
Y estos rasgos   descubren también los grandes de la literatura.
Martínez Estrada, por ejemplo, nos advierte cuánto ha contribuido la inconmensurable extensión de la pampa criolla  a expandir la visión  del habitante de estas tierras   hasta el infinito;  y Sarmiento establece que la falta de límites  en los campos, la lejanía de las montañas, ha generado que el Martín Fierro, arquetipo nacional, considere “ que sus sábanas son el cielo” y que el universo es de su patrimonio.
Si miramos al extremo norte , México y su profunda raigambre cultural se levanta monumental.
 Así  aparece México   a los latinoamericanos, así la ven  los argentinos:  como  un país orgulloso de su pasado, de la fuerza de sus raíces, de su acrisolada identidad.
Y en la literatura encuentran  la afirmación de esas intuiciones.
Octavio Paz- uno de los autores más frecuentados-  habla de “un país con un pasado tan vivo, profundamente tradicional, atado a sus raíces, rico en antigüedad legendaria, aunque sí pobre en historia moderna”.
Pero también nos advierte sobre otros rasgos que deben conocerse para facilitar los mutuos acercamientos:
“La Malinche encarna lo abierto, lo chingado, frente a nuestros indios estoicos, impasibles, cerrados. El adjetivo “malinchista” recientemente puesto en circulación por los periódicos para  denunciar a todos los contagiados  por tendencias extranjerizantes. Los malinchistas son los partidarios de que México se abra al exterior.
Pero nuestro grito es una expresión de la voluntad mexicana de vivir  cerrados al exterior, sí, pero también cerrados frente al pasado”- leemos en el famoso libro.
 “Cerrados al exterior”...Sí, indudablemente es mucho lo que la literatura muestra, explica y facilita para una adecuada   comprensión, porque, cuando un extranjero, un argentino por caso, se acerca a un mexicano, o  a instituciones mexicanas,  ( Y hablamos de experiencias de ciudadanos comunes, escritores, docentes, profesionales ) con intención de entablar saludables acercamientos,  (comunicación humana de posibles soluciones para nuestros comunes problemáticas), y se encuentra con silencios, puertas cerradas, inexplicables  “No”,  diálogos inacabados, sale la literatura al paso y le dice:
La extrañeza que provoca  nuestro hermetismo  ha creado la leyenda del mexicano, ser insondable. Nuestro recelo provoca el ajeno. Si nuestra cortesía atrae, nuestra reserva hiela...” ( Sigue en el discurso Octavio Paz)
Entonces llega la comprensión  apoyada aún más en el subrayado: “ los  malinchistas tienen tendencias extranjerizantes porque preconizan un México abierto al exterior”
Pero también llega la pregunta: ¿ Con cuál México se encuentra el viajero, el extranjero, el argentino, ( ya que de los extremos del continente hablamos)  en cada estado mexicano? ¿Todos se cierran o se abren de alguna manera u otra al extranjero? ¿Atender a las buenas propuestas llegadas desde afuera es un acto sacrílego para todos los mexicanos?
Pero, como  de lograr mejores puestos en el mundo se trata,   y eso significa  llevar beneficios reales al pueblo, para lograrlo, - y ese es un tema  a debatir en los altos niveles de la dirigencia-  no hay otro camino que abrirse al diálogo, dar respuestas, salir a la discusión, hablar con claridad.
 Esa es una actitud deseable en la  ciudadanía , pero en los dirigentes es una obligación: sobre todo abrir las fronteras del pensamiento y de la acción a otros saberes, ampliar la mirada, sobrevolar las perspectivas para andar con pasos ciertos el tan prometedor camino de la integración globalizadora  al que cada país latinoamericano  tiene  que llegar con un profundo sentimiento de seguridad en  sí mismo, en su identidad , en sus posibilidades,  pero también - ya en estado de plena madurez- con confianza en que puede con  el otro, en las posibilidades de diálogos fecundos con el otro.
Tal vez así se evite el diagnóstico en que Borges, uno de los máximos exponentes de la literatura universal, une a todos los latinoamericanos:

“A diferencia de los americanos del norte y de los europeos, los latinoamericanos descreen del estado. Ello puede atribuirse a la circunstancia de que en estos países los gobiernos suelen ser pésimos o al hecho de que el estado es una inconcebible abstracción...”

Dolorosos puntos de contacto entre nuestros pueblos.  Simetrías que invitan también  a advertir en cuánto nos une a los latinoamericanos (Y también cuánto nos perjudica)  esta adolescencia cívica que padecemos y  que nos lleva a elegir inconvenientemente a  la mayoría de nuestros representantes, a nuestra dirigencia, lo que deviene en tantos padecimientos del pueblo.
Simetrías, afinidades, que deben llevar a  un mayor conocimiento y respeto entre nosotros.
  Y aunque sólo sea para que, conociéndonos mejor, facilitemos los intercambios recíprocos que el momento histórico exige.

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Grandeza versus mezquindad







La grandeza de alma se relaciona con la verdad, con la dignidad y el crecimiento y se cultiva en el caldo de la nobleza del espíritu, se cuece en la bondad, se alimenta en el deseo de compartir y se sostiene en la generosidad del amor al otro. Podemos agregar que en los actos nobles no tiene cabida el egoísmo, menos la egolatría y mucho menos una ambición desmedida y enfermiza.

Y siempre hay más para sumar a una definición tan amplia porque la grandeza está hecha de amor, servicio y humildad, lo que supone la renuncia a los intereses personales. Vista así, nos preguntamos: ¿Es posible encontrar gestos de grandeza en nuestra época? ¿En quiénes? ¿Acaso podemos exigirlos o surgen espontáneamente?
Caminando a tientas podemos responder que en nuestro país y en todos los estamentos familiares y sociales faltan, al tiempo que urgen, los actos de grandeza.
Decimos que la grandeza puede cultivarse y dar sus frutos en cualquier ámbito. Si se trata del familiar, los esposos actúan con grandeza cuando renuncian a sus ansias de posesión y dan libertad al desarrollo del otro; los padres actúan con grandeza cuando orientan, educan siendo fieles a su más auténtica convicción, cuando no ceden a la tentación de actuar demagógicamente para ganar el cariño adulón de sus hijos, cuando priorizan su crecimiento, físico, mental y espiritual a la fácil tentación de darles todo lo que piden, satisfaciendo sus deseos aún antes de que sean expresados, sin tener en cuenta lo que realmente necesitan.
Existen hogares en que los actos de grandeza abundan: la firmeza que encauza, la disposición a dialogar que escucha planteos, la sinceridad con que se responde, el apoyo del conocimiento y experiencia, la búsqueda permanente del saber más para orientar mejor. Cuando los padres actúan de esa manera, ¡cuánto crece la autoridad y el respeto de los hijos! Un respeto que llega a su clímax cuando se es capaz de decir: ¡hijo, perdón, estuve equivocado!
El ámbito escolar puede poblarse de pequeños y formativos gestos de grandeza. Decimos que un docente actúa ejemplarmente cuando escucha a sus alumnos, atiende a las diferencias, se mantiene actualizado, y, llegado el caso, reconoce desconocer un tema y acepta el aporte de quienes se están formando. Cuesta mucho actuar con humildad, y una natural inclinación conduce a creer que se gana autoridad fingiendo seguridad o actuando con prepotencia, con un tono altivo y marcando distancias; sin embargo declaramos mejor maestro o profesor al que no abusa de su poder, respeta a sus alumnos en sus diferencias, sabe escuchar, estimular, reconocer las creaciones de sus educandos. Una actitud opuesta descubriría una absoluta mezquindad.
Sin embargo, lamentablemente, los actos de grandeza escasean en todos los ámbitos. Tal vez sea momento de recordar a Abraham Maslow, quien, al elaborar su tan difundida Pirámide de las necesidades humanas, graficó un camino posible para que el hombre ascienda en la satisfacción de sus necesidades. Entre sus estamentos fundamentales encontramos la base, más poblada, donde se dan las necesidades básicas de la alimentación, el sueño, el descanso; en el segundo estamento aparecen las necesidades de protección, abrigo y techo, en el tercero las necesidades sociales, de vinculación; en el cuarto, las de auto realización, es decir el cumplimiento y logro de la vocación, el llamado interior que puede o no ser escuchado y en el más alto, algo así como la llegada a una cúspide más estrecha porque son muy pocos los que llegan, el quinto, se da la plenitud de quien, lograda su satisfacción vital puede dar generosamente. Podemos encontrar en este lugar de privilegio a los artistas, los grandes maestros, los grandes conductores.
Al ascender, desde sí mismo, en el proceso que se inicia en un estado de primaria individuación, se produce el llegar a ser persona, lo que supone actuar ética y dignamente, sustentándose en sanos principios. Ser más y mejor ser humano.
Los actos de grandeza suponen algún tipo de renuncia: al orgullo, a la satisfacción personal de algún deseo, al sentimiento de autosuficiencia, a las ansias de poder. En la contracara de su dar y darse cae, abatido, el orgullo o la egolatría o algún interés pasajero y hasta mezquino, pero ¡cuántos beneficios proporciona!
Si se dieran con la debida frecuencia y se multiplicaran cambiaría la familia, la escuela, la sociedad y, por su suma, el país. Esta sí sería una auténtica revolución.
¿Se imaginan? Por sobre la codicia reprochable que empaña las vidas de tantos, por sobre las mezquinas ambiciones que hacen perder el rumbo y la valoración de las elecciones, se gestaría una nueva sociedad en la que cada jefe de grupo pudiera sentir la satisfacción de una conducción idónea, de una tarea bien cumplida, de haber respondido, a conciencia, con su deber.
Si se repitieran los actos de grandeza moral y espiritual, los buenos artistas, escritores, maestros, alumnos, padres, cualquier argentino que trabaje y luche y aporte sentiría el estímulo de ser reconocido y valorado; no se silenciarían méritos ni creaciones por temor a la competencia, a la sombra que proyecta algún otro más crecido, con más lucidez o mejores ideas y dones. Ganaría el país. Ganaríamos todos y cada uno de los argentinos porque nada produce tanto sentimiento feliz como trabajar motivado y con sano entusiasmo, dentro de una sociedad sana que todavía no podemos lograr.

La deuda del Poder Judicial con la ciudadanía argentina




Es que este país no hay leyes- argumentaba una de las vecinas.
-No estoy de acuerdo con vos. Leyes hay y además tenemos una buena constitución. Lo que no hay es quien las haga cumplir”.
 Diálogo frecuente entre ciudadanos argentinos.

    En un país en que se habla de sensaciones, palabra que disimula las angustiosas experiencias cotidianas que se viven, la ciudadanía argentina tiene la percepción cierta, la certeza de que el poder judicial -que conforma con el ejecutivo y legislativo las imprescindibles columnas de la vida democrática- está faltando a su esencial responsabilidad: hacer cumplir la ley.
    Se siente, se lee, se sufre que hay más fallas de las tolerables: muchos delincuentes no cumplen debidamente sus condenas y devueltos a las calles vuelven a delinquir sumando día a día más víctimas de robos y homicidios y más dosis de crueldad. Los poderosos saben cómo comprar su libertad. Y evidentemente la compran.
    Esto quiere decir que demasiados magistrados no actúan con independencia, un sutil e invasivo temor gobierna sus dictámenes, un poder omnímodo maneja y anula la fortaleza que debieran tener  como cuerpo unido, cohesionado, independiente y consciente de su altísima misión.
    Sin embargo, la nación necesita de este poder y la ciudadanía lo considera esencial para consolidar la República que todo argentino de bien anhela, razón por la que se ha llegado a considerar necesaria y justa la distancia sideral en que se ha ubicado, el privilegio de sus sueldos que multiplican considerablemente el de un trabajador común, (un maestro, un médico, un operario), a lo que se ha sumado la eximición del pago del impuesto a las ganancias. Es que justamente se cree que esa situación privilegiada le dará más firmeza, criterio y probidad a su accionar, pondrá más vigor en su voluntad de servir al pueblo y a la nación, lo volverá un custodio implacable de la constitución y su cumplimiento.
    Sin embargo el descuido y hasta debilidad en el cumplimiento de su elevada misión, la lentitud en dictaminar y su inclinación a satisfacer a los poderosos de turno, ha disminuido su prestigio y el respeto de la ciudadanía y, lo que es más grave aún, estimula el accionar de la delincuencia en nuestro país, crecida últimamente de manera alarmante.
   Admiramos a muchos jueces y fiscales. Guardamos con agradecimiento el nombre de magistrados ilustres que, cumpliendo honorablemente con su delicada tarea, han dado la ejemplar muestra de su hacer probo. La conciencia colectiva agradece el valor del Fiscal Nisman, que, sea como sea que murió, se jugó la vida cumpliendo con su misión. Sin embargo su heroísmo, sumado al de magistrados que se arriesgan buscando la verdad, no alcanza para cubrir el déficit producido por su generalizado torcimiento.

    La sociedad se infesta de delincuentes que van por todo sabiendo que no hay quien los castigue, el carácter argentino se corroe y se genera una anomia general preocupada en consumir más, en entretenerse, en evadirse, actitud vital transformada en filosofía que invade los hogares, donde el nada importa  debilita el desarrollo de los niños y adolescentes; invade la escuela, golpea el entusiasmo de quienes deben formar para el futuro; desmoraliza el quehacer médico que tiene la elevada misión de salvar vidas;  empequeñece la capacidad de construir con creatividad de ingenieros, técnicos, arquitectos, operarios ya que en todo se priorizan las ganancias, ensombreciendo los proyectos, mientras el miedo y la  desconfianza sospechan de todo y de todos.  
  
   La ciudadanía argentina se siente desolada, impotente. Huérfana. Reclama señales para poder confiar en un Poder Judicial independiente del ejecutivo, poder político considerado por el 74% de la opinión pública, (según un estudio de Idea internacional y Poliarquía)  como el mayor violador de la ley.
   Urge amputar  de pies y cabeza el delito, es el poder judicial el que debiera haber permanecido atento y fuerte ante su avance antes de que se instale, eche raíces y crezca en medio  de la sociedad haciendo con arrogante seguridad, sabiendo que no hay control y que cuando la policía lo ejerza no habrá condena.  
    Esta disfuncionalidad además de atrasarnos como pueblo conduce a una desmoralización generalizada manifestada en acciones descontroladas y transgresoras que, aunque parezcan menores van transformado la convivencia social en un caos.
    Tenemos la esperanza de que esta situación pueda revertirse, que se implante la cultura de la verdad y la justicia, ya que, como dice Santiago Kovadlof, “un país impune es peligroso para todos”.



                                                                         

Despertar una mirada consciente




“Tienen ojos y no ven”
Sentencia bíblica

    No hablaremos acá de los males físicos que producen en la visión los errores de refracción, como la miopía o la  hipermetropía y otros deformantes de las imágenes que se sufren con la edad o por defectos del ojo como las cataratas, que las hacen borrosas, opacas o sin su colorido natural.
    Nos referiremos  a otro tipo de visión,  la que ve el mundo y mira con intención y conciencia, la que  extendiéndose en el tiempo y en el espacio y haciéndose cada vez  más abarcativa y profunda  puede leer e interpretar  más acabadamente la realidad. El propósito de esta nota es llamar la atención sobre cuánto mejoraría nuestra existencia y convivencia si no predominaran en la sociedad y en nuestras propias familias, personas que careciendo de profundidad en el mirar, se dejan engañar por lo que muestra la superficie, sin capacidad de entender la hondura de los hechos y sus significados.
    El desarrollo vital de todo individuo está marcado por el paso de un ver primario que, sin conciencia, no indaga, ni pregunta, ni siente curiosidad por lo que ve, al que poco a poco y educación mediante, se suma- o no-, la interrogación consciente sobre el papel de uno mismo frente y con respecto a lo observado.
    Seguramente uno de los propósitos educativos más importante, propio y esencial del hombre es su capacidad de dilucidar, comparar, sacar conclusiones y actuar de acuerdo a esa actividad consciente, que lleva a avizor, a un tiempo, el pasado, fundante del presente  y creador del futuro, es decir  a proyectarse. Observar más y mejor la realidad que  nos circunda conduce a una construcción más humana, más crecida y firme.
    La extensión de la mirada en el espacio es como el haz de luz de una potente linterna,  que se acorta o se alarga a necesidad, interpretando el hacia dónde llevan los hechos, las intenciones y las palabras, es decir ayuda a leer entre líneas, descubrir propósitos que nos pudieran resultar beneficiosos o perjudiciales. En una palabra nos hace darnos cuenta y responder a las alternativas de acción desde ese lugar.
    Y es la tarea educativa de la familia y la escuela que deben encargarse de ese darse cuenta que permite, además, que uno se vuelva hacia el propio interior despertando y acrecentando la subjetividad. Esto quiere decir haciéndose más consciente de su relación con el mundo y el valor de la existencia.
    Con este despertar, ¡cuánto ganaría  la sociedad enriquecida por más sujetos posicionados activa y conscientemente frente a la realidad! ¡Cuánto mejor sería nuestra convivencia si no predominaran los que se limitan a ver pasar la vida y el hacer de los otros sin accionar desde sí mismos!  Interpretar, superar la limitación de una vista acotada a lo cercano temporal y espacialmente  despierta al valor de vivir y ser.
    Padres y escuela debieran incorporar como propósito esencial enseñar a ponerse en el lugar del otro, revelar lo más cercanamente  posible, el mundo y sus secretos, el por qué de ciertos comportamientos, de las conductas propias y ajenas.
    Cada tema que se estudia en cada materia escolar conduce a ese fin. Los teoremas matemáticos, que tan pronto olvidamos y que los estudiantes juzgan inútiles, los análisis gramaticales que suelen provocar tantos fastidios, el estudio de los procesos históricos, el vuelo imaginativo por las regiones geográficas, el descubrimiento de las maravillas biológicas, el estudio de otras lenguas, cada lección que se escucha y aprende, la aprehensión del conocimiento, en fin, desencadena un movimiento neuronal que pone en estado de alerta y trabajo cooperativo las neuronas cerebrales, volviéndolas más ágiles para pensar, distinguir, comparar, deducir y así obrar.  En una palabra  ejercita nuestra capacidad de ver más y de darnos cuenta a tiempo, lo que nos evita encontrarnos, no bien damos vuelta las hojas de las horas o de los días, con una realidad inesperada y hasta desdichada.
      
    Sin embargo, bien sabemos que hay gente que percibe solamente lo cercano, lo que engaña momentáneamente su atención, lo que endulza un momento y entretiene y le hace pasar el rato, en tanto existe otra que, mientras vive el presente con atención y hasta lo disfruta,  avizora por el rabillo del ojo lo que viene a lo lejos y en el futuro. Gente que piensa en la consecuencia de los actos, propios y ajenos.
    Muchos padres, alertados por su propia experiencia y el amor a los hijos advierten que al ahora le sigue el después y, aunque hayan sido los primeros en aconsejar “gozá de la vida ya que sos joven”, o “viví el ahora porque la vida es corta”, se apuran en aclarar que después de los gozos fáciles, como el sexual, por ejemplo, tan deleitoso, atractivo, placentero en el momento, pueden llegar los traumas y dolores de un embarazo indeseado, la desilusión del otro, la depresión, el descreimiento.
    Existen quienes solamente ven y atienden sus necesidades inmediatas y básicas como son las de alimentación, descanso, entretenimiento y placer sexual,  de manera que, con tan corta mirada,  poco  o nada aportan a sí mismos ni a la sociedad. En cambio, el que mira por su realización personal, la construcción de su suerte y su entrega al mundo, el que mira también por los otros, más lejos y profundo, inicia un camino de superación de sí y de todos.
    La etapa más primigenia de la existencia se limita a ver cómo la vida pasa ante los ojos, en tanto que un espíritu cultivado  puede mirar todas las cosas desde muchos puntos de vista, haciendo real el principio socrático: El grado sumo del saber es contemplar el porqué.
    En nuestro país aún son demasiados los que ven la realidad con los empequeñecidos ojos del estómago, sin preocuparse por el después, por la construcción de un futuro personal y social política, económica e institucionalmente estable, que es, definitivamente, lo que pondría el mejor colorido en la vida de los argentinos.

¿Habrá cambios en educación?




Marzo está llegando a su fin y, a pesar de los tantos y repetidos reclamos sobre la necesidad de introducir cambios en educación, nada se sabe sobre ellos



Y claro está que no podría haberlos porque los cambios, los grandes, los reales, no las pinceladas que se dan año tras año a través de repetidas directivas, no pueden producirse por decreto ni por un acto de voluntad. Los cambios bajan por un lento goteo desde la cúspide del poder gobernante, desde las direcciones más elevadas, y se dan por una lenta y profunda sedimentación.
Está claro, entonces, que no es cuestión de hacer más escuelas ni de sembrarlas de computadoras y otras instrumentaciones tecnológicas ni de dar órdenes nuevas a los docentes.
La educación -se dice y es real- es la base del progreso de los pueblos. Pero no se trata de apretar las teclas de la computadora en pos de información, en el mejor de los casos, ni siquiera de pagar mejores sueldos a los docentes para que trabajen con la debida buena voluntad y disposición a dar lo mejor y más allá de sus saberes, sino de promover un cambio en el corazón mismo de quienes ejercen la más noble de las tareas reservadas a los humanos, cual es la de traducir el mundo a niños, adolescentes y jóvenes, despertando y orientando -y esto es dar en la médula- su propio deseo de aprender a aprender, su avidez de conocimiento, su cada vez más amplia lectura e interpretación del mundo.
¿Y esto cómo se hace? Solamente por la vía de la ejemplaridad del adulto. En la familia, los padres; en la escuela, los docentes; en la sociedad, los gobernantes.
Si alguno de estos núcleos de conducción está quebrado, si no funcionan las sinapsis necesarias en la comunicación de los saberes, el cerebro educativo no trabaja, se anula, y aunque se cumpla la asistencia diaria al cuerpo físico de la escuela la esencia se pierde en vericuetos que llevan a su disgregación.
Bien sabemos que, si se trata de ejemplaridad la que desciende desde el vértice gobernante, nada hay en lo que a educación se refiere más decepcionante, más desilusionante y mediocrizante que la idea central que hoy se transmite: todos somos consumo, valemos por ser el homo consumens, y para lograrlo hay que tener dinero, mucho, a cualquier costo, más allá de lo que los nobles fines de la vida humana necesitan porque la codicia exacerbada es una perversa maestra.
Por otra parte, si la educación debe ser y es búsqueda de la verdad, la científica, la que por vía de la noble intuición se advierte y bulle en el inconsciente colectivo, mucho se hace y se logra para desvalorizar y desanimar esa búsqueda que en nuestro país se evidencia a los educandos y a la desmoralizada población como infructuosa, cuando no inútil.
¿Acaso hay verdad entre quienes al ejercer la tarea de dirigir, reglamentar e impartir órdenes entre los docentes lo hacen desde la comodidad de las oficinas, desde el despacho de funcionarios que no han vivido ni viven la escuela, ni sufren sus alteradas palpitaciones ni saben escuchar a los que las sienten y sufren en cada contacto áulico? Todavía no tenemos el gran cambio que significa ubicar en los estamentos educativos superiores, en las direcciones de escuela, supervisiones, despachos de secretarías y ministerios educativos, a gente que haya caminado las difíciles sendas, el dificultoso tránsito de educar. No se estimula a maestros y profesores destacados por su capacidad de dar, de crear, de buscar saber más. Todavía no existen en nuestro país -y ése sería el comienzo de una verdadera revolución- premios a quienes se desempeñan con cuerpo y alma en la tarea de educar en el aula, los debidos ascensos que son reemplazados por nombramientos firmados por el amiguismo, el compromiso político, el acomodo, sin considerar la preparación e idoneidad.
¡Y cuánto mal se hace! ¡Cuánto irrita la voluntad de crecimiento del docente y hasta su misma vocación de dar y darse esta injusta situación!
Lo que sucede es que quien no lleva el espíritu de la escuela en su historia personal, quien no la ha transitado y por lo tanto no la ha sentido o no la siente, no la ha sufrido ni gozado o no la sufre y no la goza, no puede entender, lógicamente, sus necesidades, sus búsquedas, los cambios que necesita. No puede legislar, ni dar órdenes ni orientar, porque simplemente no la conoce.
Aparte de ese gran cambio que aún no se da en nuestro país -es decir, la profesionalidad de su dirigencia, que en este caso significa idoneidad educativa-, debe pensarse que la educación del pueblo, de sus niños, de sus adolescentes y jóvenes, aun de los adultos y más que adultos, la auténtica formación que conduzca al individuo a la refundación permanente y voluntaria de su propia construcción como persona de bien, se fragua en la escuela de la vida, en la escuela familiar y en la escolar, que debe saber adónde se dirige, qué quiere, cuáles son sus reales, conocidos y aprobados objetivos.
¡Qué lejos estamos de haberlo discutido siquiera! ¿Qué tipo de persona se quiere formar, qué ciudadano, qué hombre? ¿Qué competencias son básicas para su desempeño como ciudadano que sume al país, al orden social, al bien común y a su propia felicidad entendida como logro, satisfacción y sentido de plenitud? Son preguntas que arden en la conciencia del docente en cada clase impartida a alumnos cada vez más distraídos y abúlicos, en cada recreo marcado por violentas rebeldías, en cada expresión de rechazo de los alumnos, en cada "ufa" con que reciben la lección escolar.
No puede reemplazarse -como hoy se hace- la demanda de conocimientos básicos y necesarios para la vida por la escolarización de multitudes sin reales objetivos formativos e instructivos.
Teniendo en cuenta que la movilidad social, la inserción en el mundo laboral, la reproducción del capital, dependen del conocimiento y éste de la participación consciente del educando en su proceso de aprendizaje; teniendo en cuenta que el bien de la nación, la sana convivencia y el progreso de sus habitantes dependen de la educación de sus agentes, urge que como pueblo exijamos una dirigencia proba, capaz, sensata y con un alto nivel de formación humana.
Sólo desde ese pináculo puede darse una docencia capacitada y siempre actualizada, por lo que es imperativo que quienes van a dirigir el destino de las nuevas generaciones sean personas de vocación que trabajen en instituciones sanas, estimulantes y optimistas, cargadas de fe en el poder del docente, que es decir en el poder de la educación, del cual depende la grandeza del país que todos estamos anhelando.