La escuela es una institución madre y debe buscar motivos que le den sentido y vigor a partir de los males que hoy la superan, ya que de su capacidad de mejorar depende una vida social más sana.
Quizás una de las medidas más urgentes para mejorar la educación argentina y hacerla ascender a mejores puestos en los certámenes mundiales (no por la competencia, sino para medir cuánto se logra en la formación de los educandos) sea la de fijar su finalidad, a qué apunta, qué tipo de persona se pretende formar.
¿Tienen claridad los agentes del acto educativo sobre lo que persiguen en sus clases, con el cumplimiento de sus programas, con sus esfuerzos intra y extra escolares? ¿O, enredada entre palabras altisonantes, diluidas las metas, la educación marcha a la deriva?
Lo que se percibe es que, sin puerto inmediato ni mediato, debilitada su misión, rodeada e impregnada por la laxitud del medio ambiente, también la escuela fue invadida por el dolce far niente imperante, por la inclinación a pasar el tiempo placenteramente a que invitan tantos malos ejemplos.
No se puede pedir a la escuela que permanezca inmune a los males ambientales mientras casi todas las instituciones manifiestan, en mayor o menor grado, haber sido alcanzadas por la corrosión, estar manchadas por las sospechas de negocios vergonzosos. No se le puede exigir lo que no se logra en el ámbito político y social; no se puede pedir a los docentes lo que no pueden lograr los padres en el hogar.
Tarea esencial
Sin embargo, la escuela es una institución madre y debe buscar motivos que le den sentido y vigor a partir de los males que hoy la superan, ya que de su capacidad de mejorar depende una vida social más sana.
Por eso, aclarar los objetivos que persigue y resignificar términos que la orienten es esencial, porque la escuela forma a los futuros ciudadanos, los que llevarán a su trabajo, cargo u profesión la incorporación de hábitos que más tarde, ya transformados en carácter, se vuelven imposibles de reformar.
¿Se ha pensado, por ejemplo, en refundar palabras perdidas en su misma obviedad, como es, por ejemplo, “educar”? Tanto se habla de educación pero, ¿qué es educar? Las definiciones académicas sobran, pero si las pusiéramos cerca del oído común y tratáramos de dar claridad, podríamos decir que “educar” significa hacer consciente ideas, nuevos conocimientos, llevarlos al cerebro reflexivo, al que piensa y elabora juicios críticos y selecciona y elige y juzga cada acción y decisión a tomar en beneficio del mejor desarrollo humano.
La educación transmite y fortalece en el ejercicio de valores y, entre los valores de los que poco se habla cuando se proponen fines en educación, uno de los principales es la responsabilidad de los actos.
En el aula, los docentes sufren la falta de cumplimiento de las tareas encomendadas a los alumnos, tanto dentro como fuera de la escuela; sufren la desidia, la apatía, la indiferencia de los chicos de hoy. Habituados al “no estudié”, “tengo sueño, anoche me quedé hasta tarde viendo TV” y otras lamentables respuestas, han ido ablandando las exigencias y hoy manifiestan una débil voluntad para hacer cumplir los objetivos mínimos de su materia.
De esa manera, los alumnos pasan sin saber y los docentes, que tampoco deben responder a ninguna autoridad que se haga realmente cargo, caen en el estado de anomia generalizada. Entonces, ¿cómo pretender que los alumnos argentinos ocupen lugares más altos en los exámenes Pisa si hoy no superan los más elementales y confeccionados a la cómoda medida de sus escuelas?
Una transformación
Restablecer la gestión de actitudes responsables de todos los agentes del quehacer escolar, hacer que el alumno actúe convencido de los bienes que puede lograr en la transformación de sí mismo, poner en claro los fines parciales de cada nivel hasta lograr las más exigentes metas formuladas podrían dar fuerza a la actividad escolar de hoy.
Para ello, la más alta conducción educativa, los ministros y quienes los secundan, tanto en el orden nacional como provincial, tendrían que empeñarse más, actuar más, dar el ejemplo de un trabajo comprometido y entusiasta. Y eso hoy no se ve, no es lo que perciben los docentes, ni los padres, ni el público desde un lugar al que llegan sus prolongados bostezos.
Falta convicción en los que conducen la educación argentina, falta fuerza, y esa debilidad se derrama desde arriba hacia abajo. Un gran objetivo: la responsabilidad. Es fácilmente observable que la demagogia generalizada en el orden político, familiar y también escolar, manifestada en permisividad, sobreprotección y ahogo de posibilidades de desarrollo personal, ha producido una mayoría de ciudadanos que no responden por sus actos, que son irresponsables pese a haber alcanzado la edad adulta.
¿No es urgente, entonces, pedir que sean la familia y la escuela las que consideren que es su tarea primera formar a las nuevas generaciones en el ejercicio de la responsabilidad? Para lograrlo, habrá que tomar algunas medidas dentro de cada ámbito. ¿Cómo? Encargándoles a los chicos, dentro del hogar, actividades acordes a las capacidades de la edad, de cuyo cumplimiento deberán rendir cuentas, y en la escuela, fijando objetivos claros, secuenciados, subordinados a las grandes metas que habrá de formular la educación argentina, hasta lograr la participación interesada y creativa de los alumnos en su propia construcción.
De esa manera, con un cada vez más alto grado de exigencia sobre el que se habrá acordado con los padres y los mismos alumnos y con acciones bien pensadas que avancen hacia los objetivos, sin descuidar la exaltación generosa de los logros de cada uno y de todos los agentes del quehacer educativo, se lograrán mejores resultados.
*Escritora, especialista en educación
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