La salud de la república en manos de los docentes

GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ (*) 07/07/2014
Tal vez la lectura de esta nota provoque en muchos un gesto de protesta: ¿una responsabilidad más para los abrumados docentes? Y aun ante ese riesgo lo afirmamos: está en manos de cada maestro y profesor la salud del país. Y aun más, de la salud psíquica del docente, de su propio crecimiento personal depende que cientos de vidas sean guiadas hacia una vida más plena y más digna de ser vivida.
Ya lo hemos experimentado: la grandeza del país en la que todos debiéramos empeñarnos no bien salgamos de la profunda crisis en la que estamos subsumidos no se logra con decretos gubernamentales, ni con órdenes, ni miedo, ni con enfáticos discursos vacíos de significación. Tampoco con palmeadas sobreprotectoras que prodigan demagógicamente los directivos de los agremiados aconsejando la férrea defensa de los derechos sin hablar nunca de deber y responsabilidad.

La grandeza de un país se sustancia en la multiplicación de personas formadas humanamente, en la suma de inteligencias despiertas para el hacer y el construir, dispuestas a un permanente desarrollo individual (lo que quiere decir llegar a lo más que cada uno puede ser).
Necesitamos de la suma de capacidades, juicios críticos, crecimiento personal, responsable participación y creatividad. De más individuos amando la vida, su lugar, su sociedad, la nación a la que tanto se invoca. Personas creciendo, superándose. Una mayoría de habitantes, no minorías, con un saludable criterio, capaces de pensar y jugarse por un proyecto de futuro. Gente formada.
Los docentes están, o debieran estar, capacitados para educar al individuo desde el momento en que los padres (la mayoría no puede dar lo que no tiene) consideran y confían a la escuela la formación integral de sus hijos. Y lo hacen porque ellos mismos, la mayoría de los padres, el grueso de la población, no fueron despertados a la construcción consciente de sí mismos.
La crisis actual tocando fondo desafía a un cambio urgente, y son los docentes los que transmiten conocimientos, los que están en contacto diario con los chicos, los únicos que pueden orientarlos, ayudarlos a darse cuenta, a despertar sus conciencias para que encuentren el sentido de vivir. Pero eso exige, ciertamente, el despertar de la propia conciencia del docente argentino. Despertar su autoestima, la consideración de su vital tarea, de que es esencial para elevar la vida del país, aunque la sociedad y los gobiernos sigan dormidos.
La crisis de la educación argentina es un llamado de atención a la necesidad del propio crecimiento, y una manera de surgir a la posibilidad de crecer es empezar a hacernos cargo de críticas de grandes pensadores como Claudio Naranjo, que señala que, "si en educación estamos tocando fondo, hay que reconocer que tenemos la educación que tenemos porque tenemos los docentes que tenemos".
La mirada reprobatoria de grandes pensadores, como se ve, y también la esperanza de mejorar para beneficio de todos están puestas en la docencia, que ya no debiera justificarse desviándola a las autoridades, al sistema, a la sociedad de consumo, a la rebeldía del alumno actual (aunque bien sabemos que existen), sino haciéndose cargo de que por estar en contacto diario con los chicos es quien puede y debe señalarles rumbos, darles un ejemplo constructivo. Las dificultades están y seguirán estando, pero lo que llega a la escuela desde fuera de ella no puede ser cambiado ni mejorado porque, justamente, "tenemos la sociedad, los gobernantes, las autoridades que tenemos porque tenemos la escuela que tenemos". Una cadena de acusaciones sin fin que ya no vale la pena sostener.
Echarle mano a la realidad con voluntad de cambiar para beneficio de todos es aceptar que corresponde a los formadores del ser humano, a cada maestro o profesor, hacer frente al reto y ponerse a trabajar con una renovada disposición y pensando que un cambio beneficiará en primer término su propia vida, porque despejará su desgano de hoy, su falta de fe siempre decepcionada por el afuera. Le dará alegría a su trabajo y salud a su mente.
Si se abre el entendimiento a la macro visión del mundo y observa que la humanidad siempre está creciendo en espiral, marchando hacia un orden superior, aunque sea entre subidas y caídas y aunque muchos seres no tomen conciencia de estos profundos significados, se empujará el cambio. La idea de evolución, progresión y superación permite ver que educar no es seguir repitiendo viejas lecciones intransferibles a la realidad, que se debe escuchar el clamor de los alumnos que rechazan una escuela repetitiva, aprisionada en viejos modelos alejados de su problemática, con contenidos sin interés, memorizados y transmitidos sin alma que solamente cumplen directivas de teóricos de escritorio.
No estamos en la escuela para lograr que las generaciones venideras repitan la nuestra, sino para que a partir de nuestros yerros y aciertos mejoren y vayan al encuentro del hombre maduro y superior que la mayoría de la gente de hoy todavía no ha sabido construir en sí misma.

Cada docente debiera hacer un profundo análisis interior y actuar con libertad de conciencia, pensando que él puede, que él debe aportar aunque sea un poco más de convicción al cambio que está en el mundo y que se nos viene encima, atropellándonos o integrándonos, según cada uno, sumando o restando, se diga: deseo y apostaré a una docencia digna de ser vivida.

Escritora y educadora.

Los padres, la escuela y la formación de hábitos


GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ (*)

Suelen ser los docentes los que más aplauden o reniegan de la formación –o no– de los hábitos de sus alumnos. "Esto ya debieran haberlo aprendido en su casa" –suelen decir– ante el atraso que significa para el aprendizaje reiniciar la enseñanza de comportamientos básicos.

Por esa causa, en la escuela primaria se intenta reforzar lo enseñado en el hogar o en el nivel preescolar mediante la repetición de actos hasta que se automatizan y dan pie a otros más complejos, porque siempre se está aprendiendo.

Los hábitos son una construcción subjetiva y definen los valores, las ideas y los pensamientos de las personas, de las familias y de las comunidades a las que pertenecen. Hablan de la disciplina interna, de la capacidad de fijarse metas y objetivos, pequeños cuando los sujetos son menores y gradualmente más altos, más ambiciosos, en la medida de su desarrollo.

Son los padres los llamados a formar los buenos hábitos de los hijos y debieran hacerlo sabiendo que es desde la más tierna edad cuando se empieza a apuntalar un crecimiento de superación personal que, definitivamente, permitirá a su hijo insertarse con éxito en el exigente y complejo mundo de hoy y así vivir con más plenitud.

Tal vez al comienzo deban perder mucho de su tiempo; tal vez tengan que ponerse serios, severos, insistentes. Pero los beneficios son para entusiasmar hasta al menos dispuesto. Porque, ¿qué se persigue con esta actitud a veces persecutoria e insistente? ¿Qué se logra al no desmayar y terminar, por ejemplo, tendiendo la cama que el pequeño no quiso hacer, lavando la taza del desayuno que quedó sucia sobre la mesa o enseñándole a saludar correctamente? Se logra que algunos actos rutinarios se incorporen a la estructura mental hasta formar una sólida trama a partir de la cual se hace más fácil asentar y continuar progresivamente el aprendizaje.

Para formar hábitos se debe tener en cuenta que se consolidan mejor si se empieza temprano, por lo que es a los padres a quienes corresponde acompañar con paciencia, perseverancia a pesar de los inconvenientes y mucha constancia la primera etapa de formación, cuya importancia y gravitación en la vida futura del sujeto va aumentando a medida que éste crece.

Es en el hogar donde se acompaña a los pequeños en tanto por repetición –a veces por cansancio– aprenden a higienizarse, a apretar el botón del inodoro, a no tirar sus cosas en cualquier lugar, a guardar sus juguetes, a dormir a horario, a ver televisión con medida... disciplinas simples cuyo olvido se transforma en una pesadilla cuando no se generan, cuando no se les enseñó a los niños, además, a disfrutar la satisfacción de haber cumplido con ellas.

¿Disfrutar? Sí, ésa es una parte esencial de la lección; cuando se finaliza una acción, aunque sea a regañadientes, el adulto debería enseñar al niño a volver la mirada sobre lo realizado destacando los beneficios del cambio: una habitación ordenada, un comedor prolijo o el pronto encuentro de objetos que antes se perdían. "Y eso lo hiciste vos, ¡qué campeón!". Así se refuerzan conductas positivas.

Los resultados de la formación de hábitos compensan ampliamente los esfuerzos, las peleas y hasta el repique de la insistencia porque pronto se hacen notar los beneficios. Son grandes. El hábito requiere tiempo y energía y esos dos valores, por el momento aparentemente perdidos, serán no sólo recuperados sino multiplicados al trasladarse a cada etapa de toda la vida del individuo.

Cuando el buen hábito se ha incorporado no habrá que repetir infinitas veces en el día "recoge la ropa" "cuelga las toallas", "sé amable con tu amiguito" y todas esas menudencias de la vida diaria y se podrá pasar al reconocimiento, a la exaltación de las acciones aprendidas, actitud que muchas veces los mayores descuidan y que tanto aporta a la seguridad de los niños.

Del afianzamiento de los hábitos domésticos se pasa a los escolares. Los docentes suelen distinguir claramente qué alumno llega a los primeros grados con la buena costumbre de hojear libros, reconocer letras, pedir la narración de un cuento. Los padres lectores transmiten a sus hijos el enriquecedor gusto por la lectura facilitando, en mucho, la tarea de la escuela. Sucede lo mismo con el estudio. Si los padres dedican algo del escaso tiempo con que cuentan hoy a dirigir el cumplimiento de las tareas, si mantienen una constante exigencia, generan un aprendizaje paralelo al escolar de gran valor. En una palabra: si los chicos se habitúan a cumplir sus tareas, a investigar y a estudiar en los primeros grados lo harán solos después y así se les facilitarán los pasos siguientes y se fortificará uno de los más importantes valores, el de la responsabilidad, que suma a la satisfacción por el deber cumplido.

Por cierto la escuela, en estrecha relación con la familia, continúa la consolidación de buenos hábitos, atentos los docentes y los padres, y los mismos alumnos, a un plan sistematizado, coherente, previamente reflexionado e internalizado; es decir, con metas puestas a la vista, claras y conocidas por los alumnos y sabiendo todos que así dan dimensión a la vida, generan una mayor autoestima ("yo puedo", "lo hago solo") y amplían el sentido de la auténtica libertad.

De esa manera los chicos fortalecen su carácter y forjan su destino, y ¿qué puede ser más importante para los padres que el hecho de que sus hijos marchen por un camino de superación?

Cuando hablamos de carácter queremos decir marcas, que eso connota la palabra: lo que distingue a una persona, lo que fortalece el equilibrio, la voluntad, la inteligencia, la sensibilidad, en proporciones equivalentes.

La persona que tiene voluntad es firme, tenaz, perseverante, sabe lo que quiere y marcha hacia objetivos que va a lograr a pesar de las dificultades.

La cada vez menor presencia de los padres en el hogar atenta contra la formación de hábitos y, seguramente, contra el control de la ira, los miedos, la inseguridad y la rebeldía que caracterizan a muchos individuos.

Como vemos, los hábitos están íntimamente unidos a la educación, lo que lleva al sujeto a sentir satisfacción haciendo el bien y a disgustarse cuando hace mal, en torno a los ideales que persigue.

Desde los buenos hábitos que se aprenden en la familia y en la edad escolar han de crecer ciudadanos que salgan preparados para una sana convivencia social, gente que cumpla responsablemente sus tareas, que cuide lo que es de todos, que sepa convivir en un clima de amable cordialidad, que respete las calles, las plazas, el lugar de trabajo, las instituciones, y así, dando ejemplo de adultos maduros, puedan mejorar los hábitos de los menores a su cargo en una sucesión ejemplar sin fin. Quién dice que no se contribuya así, de manera segura y firme, a mejorar la calidad de la República.



Escritora y educadora.

CONFERENCIA EN LOS DOCENTES, LA ESPERANZA


    No es necesario hablar hoy con ustedes sobre temas muy remanidos y reconocidos como es el de la crisis del hombre actual, crisis argentina, crisis de la educación.
   Quien recorre la historia humana piensa que el hombre siempre ha vivido en profundas crisis que, en muchos casos son las propias del crecimiento porque partimos de la idea de que siempre la humanidad está creciendo en espiral, que la humanidad marcha entre elevaciones y caídas hacia un orden superior. Esa es la idea que nos transmiten quienes estudian los grandes movimientos sociales y nos dan abren la macro visión del universo en que nos desenvolvemos.
    Y esa idea de evolución, progresión y superación es la que nos debe hacer pensar que no educamos para que las generaciones venideras nos repitan sino todo lo contrario para que a partir de nuestros yerros, que son muchos, mejoren, vayan al encuentro del hombre maduro y superior que todavía no hemos sabido construir en nosotros mismos.
    Hoy, pareciera, padecemos la situación del derrumbe y todos nos sentimos víctimas de fuerzas externas y extrañas que conspiran para nuestro mal.
    Los docentes, los educadores estamos subsumidos en esa corriente negativa y en la escuela se vive ese clima de impotencia, de nada vale la pena ni puedo hacer, de cómo ir a cumplir mi tarea diaria sin arrastrar los pies, sin sentirme víctima de una sociedad, de un sistema, de un país.
Sin embargo es bueno que pensemos por un momento en este momento de crisis educativa argentina cuyo síntoma más elocuente es que los educandos la rechazan no quieren ir a la escuela.
    Decimos que la juventud  ha cambiado tanto, que ya no estudian , que quieren vivir de placer en placer, que caminan sin rumbo. Si embargo tal vez debiéramos pensar que están tensando de tal manera las curdas para obligarnos a realizar un gran cambio educativo.
    Tal vez los chicos quieren decirnos que no quieren saber más nada con la educación tradicional, que quieren que la escuela se acerque a sus vidas, que les hable sobre sus vidas, que se propicien los encuentros humanos, que necesitan ser ayudados para que se desarrollen como seres humanos, que no aceptan que la escuela sea solamente un aprobado y pasás de grado o de curso, que repitan lecciones de memoria, que todo sea puramente informativo. Quieren calor de vida en la escuela, quieren encontrarle un sentido  a sus existencias, una razón en qué creer que los saque del boliche, de la droga, del sexo fácil, de la abrumadora realidad que ellos mismos crean.
    Por eso los docentes están ante una gran dificultad  que los desafía, la del cambio. Y para entrar en el cambio obligan las preguntas que están en tantos:
 ¿Cómo cargarme de una nueva energía, de una nueva fe, de un nuevo entusiasmo?
    Estamos ante una gran dificultad, un gran problema.
Las dificultades los escollos los impone el medio y la época en que vivimos; los problemas están en nuestra manera de resolverlos, de quedar prisioneros en el caos del momento y hasta justificarnos por las dificultades existentes.
   Veamos la necesidad de cambiar más que como una dificultad como un desafío. ¿Cambiar? ¿Qué puedo hacer solo para que el mundo cambie?
    Sin embargo se puede. Conociendo y haciendo frente a la realidad y sus dificultades.
    Una de las grandes dificultades es que estamos, como dice Vargas Llosa (que como todo gran pensador nos revela el macrocosmos cuya dimensión no alcanzamos a ver), estamos, decía, subsumidos en “la civilización del espectáculo” que nos lleva a todos en la corriente de la expectación, en la comodidad de los sillones del living, en la comodidad del dejarnos llevar por la corriente de un río tumultuoso y aturdidor, que nos transforma en inactivos, cómodos y hasta complacidos espectadores. Estamos distraídos en tanto somos llevados.
    Tal como sucede con nuestros alumnos, vamos dormidos a cumplir nuestras tareas, pensando en las vicisitudes de la protagonista de la última novela o en el traspié de una participante de Show Mach, o en el último desenfadado, e inescrupuloso acto de Tinelli, el conductor que atrae, adormila, infantiliza y mediocriza a  multitudes.
    El panorama que nos envuelve hoy es confuso y hasta pudiera ser aterrador si no fuera que, desde las posiciones altas, ésas que ven más allá de hoy, se nos avisa que hay una reacción subterránea gigantesca contra esos males que todos, de una u otra manera, más o menos llevados por ellas fuerzas negativas o no, reconocemos como destructivas. Acá y allá se escucha el rumor. Se anuncia un gran cambio, una gran revolución.
  Entonces, ¿qué estamos esperando para reaccionar participativamente? Quizás en el adormilamiento esperamos que aparezca un redentor, un gran conductor de masas que nos rescate de las turbulentas aguas de este río que nos lleva entre carcajadas estupidizantes.
    Esperamos la solución y la esperamos, como siempre desde afuera. Desde la costa un gran salvador, un ministro, un presidente, un cambio en la conducción gremial y política, sí, seguro que viene a rescatarnos.
   Y, creo, que en esa espera está nuestro gran mal, en ese esperar que un directivo, alguien que esté en un estamento superior nos tienda las redes de la salvación, allí,  está la gran equivocación.
    Nuestra actitud no es casual. Somos hijos de las promesas del autoritarismo, familiar, político y social. Siempre se nos dijo que nos dejáramos llevar nomás porque alguien superior pensaría por nosotros, el padre, la madre, un tío poderoso, un gobernante sabio y generoso y muy dador  haría por nosotros, lo solucionaría todo por nosotros y así nos acostumbramos a ser ayudados, a ser llevados. No todos, claro.
    Ahora hay como un clamor advirtiendo que esto no puede seguir así aunque las mayorías lo acepten, y pensamos que es en la educación donde está la solución y la revolución, que es allí donde debemos enfocar nuestra pretensión de mejorar este estado de anomia en que estamos subsumidos.
    Y ponemos la mirada en la educación, y la palabra se nos escapa, cada vez más abstracta, más voluble e inasible. Esperamos, entonces, una resolución, un decreto que transforme la realidad.
    Pero, ¿es esto posible?
Creo que la esperanza está en sus agentes principales, los docentes, en ustedes, los docentes en ejercicio hoy, está la esperanza.
    Claro que muchos se preguntarán si no es en el hogar donde comienza la educación. Y esto que suena a protesta tiene su raíz verdadera. Debiera ser en el seno familiar, y más aún desde el seno materno donde el individuo es preparado para adaptarse a la vida en el mundo, para construir su vida, para hacerse cargo de las habilidades y talentos con que viene dotado lleguen a su máximo desarrollo en él. Pero eso no ocurre totalmente en la realidad.
    Esa es una de las mayores dificultades de la educación actual. ¿Está en nuestra posibilidades cambiar esa realidad? Mucho podemos hacer con los padres potenciales que asisten a nuestras escuela, a futuro, la familia llegará, seguramente, a ser la gran formadora de los individuos, la que los transforme en personas.
    Pero, ¿cuándo?
Nosotros somos producto de otra formación, la de los temas tabú, la del autoritarismo. Sin embargo estamos obligados a cambiar.
    Es en el hogar donde debiera nacer el primer sentimiento humano: el amor y respeto por la vida, el compromiso de cuidarla y conducirla y trabajarla y pulirla hasta que llegue a su máximo esplendor, hasta  un desenvolvimiento hacia lo más alto que cada uno puede llegar.
    Eso es lo que debiéramos inculcar.
    Pero, ¿es esto hoy posible?, ¿no trasmitimos acaso lo que se nos ha impreso a nosotros mismos en la educación recibida?, ¿se hace así en la mayoría de nuestros hogares, hoy? ¿Es necesario describir cómo se vive, los actos de violencia, desencuentros a que la sociedad de consumo, las ambiciones desmedidas y los malos ejemplos nos están conduciendo?
    No podemos pretender hoy que sea el hogar el que eduque, aunque su ejemplo sea fundante. Más tarea para el docente.       Esa es la realidad y ésa la dificultad del ahora.
   En los docentes está la esperanza. ¿Alguien puede negarse a tan noble y trascendental misión?
    Pero los docentes no son una fuerza abstracta, no son una agremiación, no son, no debieran ser una masa que  deja todo en manos de un conductor.
    Los docentes son la suma de cada docente. Una suma que debe ser y puede hacerse poderosa. Esa es la única manera. Cada uno de ustedes, sumando, ésa es la manera.
Pero, ¿cómo puede hacerse?
    Empecemos pensando que esta hora nos compromete a cada uno, a todos. En este momento abismal, está la salida de la crisis, la luz al final del túnel está en cada uno de nosotros mismos.
    Si en cada docente no se enciende la luz no hay salvación posible y ése es el reto a que vengo a invitarlos.
    Claudio Naranjo, el gran psiquiatra chileno dice palabras muy crudas, hasta dolorosas:
“Tenemos el mundo que tenemos porque tenemos la educación que tenemos
 «Necesitamos una educación para trascender la mentalidad patriarcal, raíz de casi todos nuestros problemas colectivos y meollo de nuestra siempre más grave problemática: una educación que nos inste a dejar atrás modos de pensar y vivir”.
 Él cree que la educación debería de dejar de ser un traspaso de información e incluir aspectos afectivos, y está convencido de que hay que cambiar al maestro para mejorar la educación. «Se supone que un profesor es una persona que ha alcanzado un desarrollo suficiente como para poder educar y no solamente ser una máquina de transmitir información», dijo en una entrevista reciente. «Los educadores no se sienten en esa abundancia interior, se sienten bastante raquíticos como personas, y si hablamos en términos psiquiátricos, bastante enfermos».
   Necesitamos una nueva sociedad, fuerte, inteligente, cohesionada en un intento nuevo. Pero esa sociedad necesaria no se logra por decreto de ningún poderoso, se logra por la suma de mentes sanas, dispuestas al cambio y convencidas de que el cambio soy yo y más aún, de que vale la pena.
    Y vengo a traerles mi testimonio: vale la pena.
    Vale la pena vivir cada día en el aula con una nueva esperanza, con la confianza de que uno puede hacer, mejorar la situación. Vale la pena estar y salir del aula con la alegría de estar llevando adelante un proyecto que nos convenza, del que somos actores y ejecutores, protagonistas.
    La pregunta, entonces, la propuesta, es preguntarnos en qué y cómo puedo yo, tan perdido en la multitud, propiciar el cambio para llenarnos de fuerza.
    ¿Cómo lograrlo?
Quizás podamos empezar –como ante el caos deprimente  de una habitación- por algún lado, lo más cercano. Y lo más cercano somos NOSOTROS MISMOS.
     Sabemos que educar es despertar conciencias a través de la transmisión de saberes que induzcan a los educandos a admirar el mundo heredado, el mundo observado, el que hemos recibido tan gratuitamente y a partir de esa admiración crecer en el respeto, cuidado y responsabilidad por hacerlo mejorar. Quizás uno de los fines más importantes de la educación sea, en la   revelación del mundo y los valores heredados, despertar a los educandos a su valor de ser humanos, una condición que los obliga a superarse y elevarse del plano inferior de lo instintivos, irracional y puramente sensorial y placentero hacia los estamentos superiores del descubrimiento de su propio sentido y destino en el mundo, de su obligación de dejar su buena huella en él.
   Quizás debiéramos poner en la salida de la caótica habitación que queremos acomodar el fin maravilloso de despertar la conciencia, la responsabilidad  de cada uno de construir el propio destino, fundada la conciencia de su valor, de sus potencias. ( y acá me voy a desviar hacia un recuerdo personal) Recuerdo en este momento una vivencia: la del sentimiento de poder que nació en mí al intentar despertar en un alumno la conciencia de su propio poder.
    Cuando ante un alumno de los tantos que hay siempre distraído, siempre abúlico e indiferente, cansada de su falta de atención y ganas, le tomé la cabeza y…
    “Es que allí tenés miles de empleados que están esperando que les des la oportunidad de hacer algo, de trabajar, de conectarse. Se llaman neuronas y son tantos millones como los habitantes de la tierra. Si no las ponés a trabajar, mueren, quedarás sin ellos, morirán por inanición. Cada idea, cada  trabajo de lengua, matemáticas, esos que te parecen tontos, innecesarios se unen, dejan huellas en tu cerebro, te permiten entender,  leer más y mejor el mundo”.
    La reacción del alumno fue ponderable. En el nació una nueva autoestima, nadie vendría a vivir su vida, nadie podría hacer lo que sólo él haría  por sí mismo: utilizar sus potencias, despertar sus capacidades, alumbrar aquello para lo que había nacido.
   Cambió José- así se llamaba- y su cambio lo llenó de auténtica alegría y fue logrando- porque los cambios son graduales- que sus días se inundaran de una nueva voluntad, la de hacer, la de esforzarse, la de crecer por sí mismo.
    Tal vez ese mismo despertar sea necesario en cada uno de nosotros, en cada docente.
   Nada plenifica tanto, nada regalado, facilitado da tanta alegría verdadera como sentir que se puede, que uno es potente y cumple con su destino, aportando al cambio.

    Ustedes, cada uno, ha llegado al desempeño de esta tarea docente por alguna razón. ¿Se han preguntado por esos porqué?:
  ¿Será porque fue más que una elección una alternativa?      ¿Será porque necesitaba este trabajo y me embarqué sin saber lo que me esperaba?, ¿será porque realmente amo a los chicos y quiero iluminar sus vidas?, ¿será porque me gusta transmitir conocimientos y revelar a los recién llegados el mundo?
¿Realmente elegí estar acá?
    Lo cierto es que hoy son docentes y cargan sobre sí la responsabilidad del cambio.
     Nadie va a venir a ayudarlos y la habitación tiene que ser ordenada.
     Pues el cambio, ya lo dijimos empieza por cada sí mismo.     Por la habitación personal, interior única de cada sí mismo.
  Pero ¿Cómo y qué debo cambiar en mí?
Alternativas:
  Una primera cuestión está en considerar que vivir es un arte, el mayor, por cierto y ese arte es un proceso de crecimiento continuo, no interrumpido siquiera por la jubilación. Podríamos decir que va in crescendo. Así que si han pensado en descansar cuando se jubilen, adiós a la idea. No se descansa porque el arte de la vida obliga a seguirnos esculpiendo hasta el final de la vida enfocando esa tarea atender a las dificultades y problemas que la tarea tiene para después observar el tipo relación que entablamos con nosotros mismos y los demás.
    Lo primero es saber, entonces que las dificultades están, que son pesadas y que no hay más remedio que enfrentarlas, tratar de solucionarlas  sabiendo que el problema mayor está en cada uno, en la manera en que se enfrentan esas dificultades que vienen generalmente del mundo, de la crisis de un país, de un lugar, de una hora.
    1-Algunos se enfrascan en la tarea con el prejuicio de que es imposible cambiar el mundo, echan las culpas a lo de afuera y justifican su anomia, indiferencia, inacción en la imposibilidad de trabajar con tantas dificultades.
    Trabajan así por años, van a clase arrastrando los pies, miran el reloj constantemente, pasan en la escuela horas eternas renegando, negándose a crecer y mejorar sus acciones. (¡Cuántas compañeras docentes recuerdo en este momento!) La vida, justificándose. Y su vida docente es desgastante, triste, infecunda.
    2- Otros hacen lo que pueden con lo que tienen a mano, con sus propias fuerzas, echan mano a su creatividad, creyendo en sí mismas  e insuflando energía a los demás transmiten amor lo que es decir dan ejemplo de una actitud positiva. Esa actitud genera anhelo de esforzarse en los alumnos, se retroalimenta, llena el ambiente áulico de ondas positivas, porque alumbra una causa noble que desafía.
   Es un docente feliz de su tarea, la que mide sus logros en la transmisión fecundante de su optimismo. ¡Se puede!
 Y a veces por su ejemplo, por una palabra dicha oportunamente, por una lección oportunamente elegida, por una palabra, producen cambios en la vida  de sus alumnos, el clic del darse cuenta, la revelación de un destino superior. 
        LA RELACIÓN CON UNO MISMO Y LOS OTROS
    Un aspecto fundamental del cambio empieza, como decía, por hacerse preguntas. Esto lleva a conocerse a uno mismo en relación con el entorno.
    Cada uno deberá buscarlas, pero urge que ustedes sean la generación de docentes que empiezan por hacerse cuestionarse.
    Y es urgente porque si vivimos desconectados de nosotros mismos, siempre buscaremos llenar un vacío interior en el exterior».

    La relación con uno mismo comienza ubicándonos en relación al universo del que formamos parte. No somos ni tan importantes como para ser el centro del universo pero tampoco tan pequeños como para sentirnos impotentes.     Fuertes y seguros de que en este vasto mundo algo tenemos que hacer, mucho podemos aportar para que las cosas mejoren.
    Todos tenemos un lugar único e irremplazable en el mundo, cada uno es lo más importante para uno mismo y quienes van descubriendo nuestro valor.
      Es responsabilidad de cada uno expandir su propio valor a partir de un mirarse objetivamente, observarse y poner la verdad al alcance de la mirada, sobre la mesa y como meta.     En verdad quiero saber quién soy, qué hago en la vida con mis relaciones, con la escuela y mis alumnos.


    Si alguien que estudia nuestra realidad como Claudio Naranjo nos dice que La escuela se usa para domesticar y sólo produce personas egoístas, niños que no son capaces de ser felices., si nos advierte que el aprendizaje debe partir de la curiosidad natural de los niños, de su deseo de aprender ya que el método de repetir una y otra vez sólo sirve, para reducir el deseo natural de aprender y matar la curiosidad, si nos señala que los colegios «deben transmitir conocimientos y estimular el desarrollo de habilidades, pero sin descuidar la individualidad de cada alumno, sus aptitudes y deseos», si remarca que «Si vivimos desconectados de nosotros mismos, siempre buscaremos llenar un vacío interior con lo del exterior», es imperioso que el docente lea a esos pensadores, discuta sus ideas, las elabore personalmente para incorporar cambios en su actuar docente.
    Ayuda saber y ubicarnos en una de las dos etapas por las que pasa el proceso de crecimiento humano, preguntarnos en cuán estoy yo.
   Estas etapas son la de relación de posesión y la de participación.
    Cuando fundamos una relación de posesión con los otros, el cónyuge, los hijos, los alumnos, los docentes, si somos directivos, supervisores o simplemente el maestro o profesor, la tendencia primaria es poner las marcas de nuestro dominio y superioridad. ASÍ AHOGAMOS EL HACER, LA CREATIVAD DE LOS OTROS. No contribuimos a la formación de conciencia sino adoctrinamos y  terminamos por destruir la relación. Acá se debe ubicar el que intenta lucirse con sus clases, el que quiere que todos lo escuchen sin pestañar ni participar, el docente que da buenas clases expositivas, el protagonista, el que sabe, el que transmite ideas que se deben aprender, repetir hasta  vencer la memoria y entonces, chicos, cuando repitan todo,  sacarán un diez. Este docente es el que no se deja preguntar, el que todo lo sabe y se encierra en la pequeñez de su punto de vista único y excluyente. Este docente se siente el sabelotodo que impone su dominio y coarta la libertad de expresión de los alumnos.
¿Quién no ha tenido docentes así? Abundan. ¿Quién puede dudar de que sus clases asfixian la libertad del alumno?
    Se rompe este tipo de relación destructiva cuando nos abrimos a la participación, cuando amamos a los demás en el sentido ponernos en su lugar, sentirlo y de respetarlo y brindarnos como apoyo a la fuerza arrolladora de su crecimiento. Participa el docente que vive el gozo de cada descubrimiento del alumno al que le permite manifestarse, crear, aportar, adoptando en cierta manera la posición que aconsejaba Paulo Freire, de aprender a aprender con y de sus alumnos con humildad.
     Y éste traspaso de la relación posesiva a la de participación nos llena de una satisfacción bien honda.
    Los docentes son los místicos de la educación.
                 Ustedes los docentes son la esperanza, el centro de la educación, los artífices de los cambios posibles. Nada esperemos de los políticos, de los ministerios, de los  pedagogos de escritorio. Ellos están para teorizar y generalmente lo hacen como los  comunicadores de los partidos de fútbol. Desde afuera de la cancha.
Algunos están porque fueron docentes, no siempre los mejores ni los que más aportaron. Otros porque supieron sumar papeles, o por ser “amigos de”.
    He ahí una de las dificultades que pesa en el ánimo docente, en la educación argentina. La falta de méritos, de premios y castigos. Pero quizás podamos hacer algo para cambiar esa realidad, ser optimistas en ir a la solución del problema empezando por premiar y distinguir a los buenos alumnos, a los que se esfuerzan, a los meritorios y, por otro lado, dar lecciones de bien a los matones, a los falsos líderes que amedrentan a los compañeros, al mismo docente.

     Los docentes podemos transformar el mundo. Llenémonos de sentimientos de poder para que no nos derrote el pesimismo, para que esperemos- yo ya no- con alegría los lunes, porque la tarea más noble y gigantesca de la humanidad nos espera, porque estamos llenos de proyectos porque estamos venciendo otra gran dificultad que es la falta de planes claros de educación a los que aportamos con desgano en cada reunión o asamblea o congreso a que se nos llamó sin que sepamos claramente si fue solamente para cubrir las formas o si realmente fuimos escuchados. Esa es otra dificultad,  solucionemos el problema pensando que sumando los aportes genuinos, nacidos en el aula de cada uno podemos lograr que los alumnos esperen también el día lunes con alegría, que suplanten el ¡Ufa, otra vez ir a la escuela! Por un alegre, ¡qué lindo, mañana la seño nos va a orientar a conocer sobre…”
     Vamos por el cambio real, no el impuesto sino por la comprensión de que nuestros males sociales son nuestros, son nuestro problema porque mucho tenemos que ver con ellos.
     Las grandes potencias son el resultado de sumar cerebros desarrollados, educados, donde viven pueblos de ideas, donde crece y se desarrollan los grandes proyectos.
     Y créanme, por favor, créanme. Vale la pena. Porque nada vale más que encontrarle a la vida un sentido, que nunca nos será dado de afuera, sino por nuestra actitud constructiva que nos lleva a educar, siendo educados, estando formados, estando en el camino de la permanente construcción de un cerebro más amplio, más inteligente con real y profundo amor y fe en nuestra tarea.
     Por último debo decirles que ser MAESTRO, DOCENTE  es un acto sagrado que nos obliga a construirnos, a permanentemente, a ser cada día más un carácter, un destino firme, convencido de una tarea superior. A madurar porque maestro es quien nos abre la conciencia gozosa del saber.

     Todos sabemos cuánto nos ha orientado la palabra, la clase, el consejo de un buen maestro que no sólo nos ha transmitido los saberes en que habita y lo habitan, sino lo ha hecho desde su corazón, desde su la fuerza de su afectividad, desde convencimiento, desde su seguridad de que al formar conciencias, al despertarlas, está despertando nada más ni nada menos  a que LAS NEURONAS DE LA PATRIA despierten y trabajen por ella, que es decir por la comunidad, por todos.