La mayoría de los argentinos consideramos inocuas las consecuencias de la corrupción política. Un poco por nuestra mentada escasez de participación en lo público, mucho por comodidad y bastante por ignorancia, solemos acompañar las evidencias de flagrantes delitos contra la propiedad pública con una resignación y un lamentable estado de inconsciencia que se expresa en un “roban pero hacen, en cambio otros...”.
Sin embargo, recientes estudios realizados en las universidades del Primer Mundo están dando a conocer sus conclusiones sobre la incidencia de la corrupción del poder político en la felicidad de la gente, en su salud, en su estado de ánimo y sentimiento de minusvalía, caldo de cultivo de males psicológicos que desembocan –alertan– en un aumento de maltrato a los demás, en violencia familiar y social. En primer lugar y como base de sustentación se habla –casi por primera vez en los últimos decenios–sobre la felicidad, un bien que antes, con una vida que terminaba apenas pasada la etapa reproductiva, se dejaba para después de la muerte.
La felicidad o desdicha de la gente –definida por Martín Seligman, de la Universidad de Pennsylvania, como “un estado de satisfacción y plenitud cuando se vive de acuerdo al sentido de la vida personal”; como “la ausencia de miedo” por Eduardo Punset, exministro de Relaciones de España, y Robert Sapolsky, neurólogo de la Universidad de Stanford, Estados Unidos, o, según Bruno Frey, como “un estado que aumenta en función del mayor grado de participación de los ciudadanos en las cuestiones públicas”– son consecuencias directas de las acciones del poder político.
El mencionado Robert Sapolsky ha investigado el tema de la enfermedad en los pobres y sus causas, determinando que existen grandes diferencias en los índices de salud y expectativa de vida según el lugar que se ocupa en la jerarquía socioeconómica, que existen más enfermedades comunes entre los pobres, no solamente por las dificultades de acceder a los medicamentos y centros de salud, no sólo porque no son debidamente atendidos o por la falta de cuidados y por trabajar a la intemperie, sino, y sobre todo, por el abandono al estrés producido por un sentimiento de impotencia, por la apreciación subjetiva de su estado, de su pobreza, que se agrava cuando se comparan con los ricos y miden la distancia insalvable que los deja en la marginalidad.
Sapolsky observa que los pobres sufren más enfermedades cardiovasculares, reuma y otras de la misma gravedad y agrega que “el colectivo de la población más desamparada transmite durante varias generaciones la marca de los estragos fisiológicos sufridos por el ejercicio abyecto del poder político”. Según otros estudios, a la falta de salud física se agrega el desequilibrio psicológico, la alteración por el estrés, que provoca miedo a no poder llevar comida a los hijos, miedo a no satisfacer las necesidades básicas propias y de la familia, lo que llega a conducir a cuadros depresivos. Las personas que lo sufren viven en un estado de emergencia que suelen descargar haciendo infelices a los demás, dirigiendo su agresividad contra los otros, crisis que se manifiesta en el aumento de abusos a menores y a mujeres y hasta en un deficitario cumplimiento de sus tareas.
Ese estado de desequilibrio está aumentando en nuestro país y la información nos ayuda a descubrir sus causas. Otros estudios aseguran que la huida a través de las drogas, el alcohol o la adicción sexual sólo logran una calma pasajera al estrés, que exigirá, pasado el efecto, dosis más fuertes, generando así personas más dependientes, no sólo de psicofármacos sino de la ayuda de los gobiernos que utilizan paliativos superficiales y transitorios sin atender la profundidad del mal: falta de autoestima, sentimiento de impotencia, abandono. Queda por rogar que los millones de marginados adviertan que, a medida que aumenta la corrupción, es decir el vaciamiento del Estado, se acrecienta la desigualdad social y que el enriquecimiento indebido de unos es a expensas del empobrecimiento de la mayoría; que el afán de dominación y poder genera distancias insalvables que permiten que unos abusen de los resignados y pasivos, acrecentando su soberbia a costa de la impotencia de los más sufridos.
GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ (*) Escritora y docente
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