El marcapasos - Juan Coletti
No haya paz en la tumba
del verdugo.
ANTONIO REQUENI
Apenas
despertó de la anestesia, el torturador recordó que la joven doctora, antes de
operarlo, le había preguntado: ¿No me recuerda? Por supuesto que entonces no la
recordaba, pero ahora, que regresaba convaleciente a su casa de campo en
Ascochinga, una imagen repentina lo trasladó, veinte años atrás, al centro de
detención de “La Perla ”.
En ese momento sonó el teléfono celular. ¿Sí? Una pausa. ¿Quién habla? Del otro lado de la línea la voz de la mujer
lo hundió en el pánico. Detuvo el automóvil a la orilla de la solitaria ruta.
Iba a decir algo cuando escuchó: ¿Cómo se encuentra? No me diga que todavía no
me recuerda. Otra pausa. ¿Qué hora es?, preguntó la cirujana. Las once y
veinte, respondió tartamudeando mientras abría la puerta del coche y trataba de
huir. Ahora sabés quién soy, ¿verdad?, maldito violador, asesino. No te coloqué
un marcapasos. ¿Qué esperabas? Lo que está latiendo en tu pecho es una bomba.
Te quedan diez minutos de vida. Última pausa. Que Dios me perdone.
*
Lectura y compresión por la creación de ideografismos
Es un texto difícil porque el
argumento se desenvuelve en un plano en que juegan los
recuerdos y la realidad, un todo en un mismo torbellino temporal. Veamos una
representación realizada por Andrés Remy, estudiante de arquitectura:
1-Un hombre se desplaza en su auto. Recuerda a
la doctora que lo operó.
2- Mientras viaja de regreso la Doctora le
habla recodándole que fue víctima de su tortura y le avisa que tiene una bomba en su corazón.
3- La bomba estalla.
Comentario de Andrés:
Este breve cuento podría haberse llamado
“Venganza”. El autor Juan Coletti juega- lo hace en muchos cuentos- con el
suspenso y los imprevistos.
Hacerse cargo, una nueva propuesta educativa
¿Cómo me educaron a mí? ¿Cuáles eran los fines de la educación, mis modelos, en mis más o menos lejanos tiempos? No hablamos de los frutos que legaron las maestras sarmientinas, sino de los que podemos medir y hasta vivenciar, en nosotros mismos, como personas y ciudadanos.
Si los mayores argentinos nos dispusiéramos a contribuir con un real, ¡y
tan necesario!, cambio educativo, debemos empezar por preguntarnos: ¿cuál fue
el resultado de la educación que yo recibí?¿Cómo soy yo y cuál es mi desempeño
como padre o madre de familia, como ciudadano?
Se ha idealizado exageradamente sobre la educación de tiempos pasados pero en cuanto a lo que alcanzamos a medir los sobrevivientes de esa era, desde los que somos abuelos a los padres más o menos mayores de hoy, y en un arranque de autenticidad, sinceridad y libertad, podríamos sacar algunas conclusiones basándonos en preguntas agudas y hasta inmisericordes, cuyas respuestas podrían iluminar la educación que hoy se busca:
¿Cómo me educaron a mí? ¿Cuáles eran los fines de la educación, mis modelos, en mis más o menos lejanos tiempos? No hablamos de los frutos que legaron las maestras sarmientinas, sino de los que podemos medir y hasta vivenciar, en nosotros mismos, como personas y ciudadanos.
Tal vez la primera respuesta que se nos acerca es que la escuela era y dependía de cada maestro. Los tuvimos, pocos o muchos, maestros y profesores que amaban lo que hacían, que se daban con cuerpo y alma al acto de transmitir saberes y conductas, que nos contagiaban de optimismo porque su mensaje fue: el mundo es maravilloso y todos sumamos o restamos. Y esa actitud contribuyó en gran medida a nuestra formación.
Pero también hubo de los otros: los que no se hacían cargo de su noble misión, los que se molestaban poco indicando lecturas que iban de un “desde” a un “hasta” fijado sin sentido, los que incentivaban la memorización, los que no acicatearon para nada el razonamiento.
Hubo escuelas que aportaron al crecimiento de la vida de nuestros padres, muchos de los cuales no están. Pero también escuchamos decir a algunos que en su escuela sufrieron la discriminación, que predominaba el acomodo, que los alumnos de una cierta clase social, recibían con anticipación hasta las copias de exámenes y que de esa manera aprobaban porque lo importante era recibir un título que les abriría las puertas a un trabajo en la administración pública. Hay textos que revelan la existencia de la recomendación y hasta cartas: “aprobá a fulano porque es mi sobrino o hijo de…”.
Tratamos de recordar si los alumnos de tiempos pretéritos conocíamos los fines educativos, el por qué de la escuela, de cada materia; si nos habían inducido a preguntarnos sobre lo que cada uno quería ser y hacer en el futuro, y, sobre todo, si habían destacado la importancia de educar la responsabilidad personal, una asignatura ausente en nuestra formación y en general ( siempre caben las honrosas excepciones), la idea de que cada uno debe hacerse cargo de su destino, de que cada uno está en un proceso de construcción del que es el principal gestor.
Nos preguntamos cuándo fue y si no fue en nuestros tiempos escolares cuando se inició el vicio de la copia, del dictame porque no sé nada, de las trampas que hacíamos- ¿o nos hacíamos?- para lograr aprobados inmerecidos. Y haciéndonos estas preguntas llegamos a los tiempos de hoy.
¿Acaso somos ajenos al facilismo instalado?, ¿Acaso no son los mayores, los padres de hoy los que pelean por rápidos aprobados, por los pases de grado y de curso inmerecidos? ¿Acaso no sufrimos como sociedad la mediocre formación, la falta de idoneidad en el ejercicio de profesiones y oficios que en un círculo sin fin, ya instalado, recae y perjudica a todos y cada uno de los argentinos, los mismos que aplaudimos la falta de esfuerzos interminable?
Y de los perjuicios, ¿quién se hace cargo? Sufrimos la falta de responsabilidad de grandes masas de argentinos entre los cuales hay demasiados, intolerablemente demasiados personajes subidos a los cargos de conducción. Como contrapartida están, claro que sí, los afanosos, trabajadores responsables, estudiosos que se superan, gente que da con vocación y ejemplar espíritu de servicio. Y ése hálito nos sostiene y hasta nos salva del derrumbe.
Pero hace falta que sumemos, que seamos más. La mayoría. Es necesario que haya más y más argentinos responsables de lo que hacen, de la misión que deben cumplir. Y esa operación sumatoria debe encomendársele a la escuela, que sustentar un fin esencial: que cada educando se inicie en el camino del encuentro consigo mismo, con lo que es, con lo que quiere ser, con lo que le permita su propio despliegue y crecimiento. Eso debiera hacer la buena escuela que aún estamos esperando: enseñar a los adolescentes y jóvenes a enfrentarse a sí mismos, a descubrirse en su valor personal, a admirarse y respetarse como ser único, diferente y a proyectarse a la entrega de sus logros personales, a la sociedad de la que forma parte. Fortalecer esta actitud vital, posiblemente ignorada por la escuela del pasado y escandalosamente ausente en la del presente, vigorizar la respuesta ética del me hago cargo y a nadie culpo sino a mí mismo, debe ser el fin y el resultado de una nueva educación.
La necesitamos. Cada uno para sí. El país, para todos.
Se ha idealizado exageradamente sobre la educación de tiempos pasados pero en cuanto a lo que alcanzamos a medir los sobrevivientes de esa era, desde los que somos abuelos a los padres más o menos mayores de hoy, y en un arranque de autenticidad, sinceridad y libertad, podríamos sacar algunas conclusiones basándonos en preguntas agudas y hasta inmisericordes, cuyas respuestas podrían iluminar la educación que hoy se busca:
¿Cómo me educaron a mí? ¿Cuáles eran los fines de la educación, mis modelos, en mis más o menos lejanos tiempos? No hablamos de los frutos que legaron las maestras sarmientinas, sino de los que podemos medir y hasta vivenciar, en nosotros mismos, como personas y ciudadanos.
Tal vez la primera respuesta que se nos acerca es que la escuela era y dependía de cada maestro. Los tuvimos, pocos o muchos, maestros y profesores que amaban lo que hacían, que se daban con cuerpo y alma al acto de transmitir saberes y conductas, que nos contagiaban de optimismo porque su mensaje fue: el mundo es maravilloso y todos sumamos o restamos. Y esa actitud contribuyó en gran medida a nuestra formación.
Pero también hubo de los otros: los que no se hacían cargo de su noble misión, los que se molestaban poco indicando lecturas que iban de un “desde” a un “hasta” fijado sin sentido, los que incentivaban la memorización, los que no acicatearon para nada el razonamiento.
Hubo escuelas que aportaron al crecimiento de la vida de nuestros padres, muchos de los cuales no están. Pero también escuchamos decir a algunos que en su escuela sufrieron la discriminación, que predominaba el acomodo, que los alumnos de una cierta clase social, recibían con anticipación hasta las copias de exámenes y que de esa manera aprobaban porque lo importante era recibir un título que les abriría las puertas a un trabajo en la administración pública. Hay textos que revelan la existencia de la recomendación y hasta cartas: “aprobá a fulano porque es mi sobrino o hijo de…”.
Tratamos de recordar si los alumnos de tiempos pretéritos conocíamos los fines educativos, el por qué de la escuela, de cada materia; si nos habían inducido a preguntarnos sobre lo que cada uno quería ser y hacer en el futuro, y, sobre todo, si habían destacado la importancia de educar la responsabilidad personal, una asignatura ausente en nuestra formación y en general ( siempre caben las honrosas excepciones), la idea de que cada uno debe hacerse cargo de su destino, de que cada uno está en un proceso de construcción del que es el principal gestor.
Nos preguntamos cuándo fue y si no fue en nuestros tiempos escolares cuando se inició el vicio de la copia, del dictame porque no sé nada, de las trampas que hacíamos- ¿o nos hacíamos?- para lograr aprobados inmerecidos. Y haciéndonos estas preguntas llegamos a los tiempos de hoy.
¿Acaso somos ajenos al facilismo instalado?, ¿Acaso no son los mayores, los padres de hoy los que pelean por rápidos aprobados, por los pases de grado y de curso inmerecidos? ¿Acaso no sufrimos como sociedad la mediocre formación, la falta de idoneidad en el ejercicio de profesiones y oficios que en un círculo sin fin, ya instalado, recae y perjudica a todos y cada uno de los argentinos, los mismos que aplaudimos la falta de esfuerzos interminable?
Y de los perjuicios, ¿quién se hace cargo? Sufrimos la falta de responsabilidad de grandes masas de argentinos entre los cuales hay demasiados, intolerablemente demasiados personajes subidos a los cargos de conducción. Como contrapartida están, claro que sí, los afanosos, trabajadores responsables, estudiosos que se superan, gente que da con vocación y ejemplar espíritu de servicio. Y ése hálito nos sostiene y hasta nos salva del derrumbe.
Pero hace falta que sumemos, que seamos más. La mayoría. Es necesario que haya más y más argentinos responsables de lo que hacen, de la misión que deben cumplir. Y esa operación sumatoria debe encomendársele a la escuela, que sustentar un fin esencial: que cada educando se inicie en el camino del encuentro consigo mismo, con lo que es, con lo que quiere ser, con lo que le permita su propio despliegue y crecimiento. Eso debiera hacer la buena escuela que aún estamos esperando: enseñar a los adolescentes y jóvenes a enfrentarse a sí mismos, a descubrirse en su valor personal, a admirarse y respetarse como ser único, diferente y a proyectarse a la entrega de sus logros personales, a la sociedad de la que forma parte. Fortalecer esta actitud vital, posiblemente ignorada por la escuela del pasado y escandalosamente ausente en la del presente, vigorizar la respuesta ética del me hago cargo y a nadie culpo sino a mí mismo, debe ser el fin y el resultado de una nueva educación.
La necesitamos. Cada uno para sí. El país, para todos.
Gladys Seppi Fernández.
A la señora Cristina Fernández de Kirchner, ex presidente de la Nación Argentina
Usted es el personaje principal, un ser
siniestro que se metió en el centro del escenario, el del país, el que le
permitieron los millones de voluntades que la eligieron y que demuestran cuán
emocionales somos, cuán escasa capacidad de ver en profundidad, de reflexionar,
tenemos.
Usted nos deja sin descanso, señora, la
respiración contenida, las expectativas agitadas. Así fue mientras gobernaba,
improvisadamente la Nación, así continúa siendo hoy cuando se siguen
escribiendo los últimos capítulos de su lamentable paso por el gobierno de los
argentinos.
Por
usted seguimos pasando horas de terrible indignación, de sueños perdidos, de
inimaginables búsquedas.
¿Y
qué buscamos? ¿Y qué deseamos tan fervientemente? Que la verdad salga a la luz,
que pase de la oscuridad ya instalada en que se la mantiene, merced a sus malas
artes, a su capacidad de mentir extrema. Necesitamos que la verdad cruce ese
zaguán oscuro en que se la denigra, que conozca la luz del día.
Eso esperamos. Y mucho más: intuimos como
pueblo que en tanto sus inmensos y graves delitos se mantengan impunes no habrá
paz para el pueblo argentino. En cuanto no sea la justicia lo debidamente
justa, la verdad quedará flotando asfixiada en el fango de los más mezquinos
intereses y de esa manera se nublará la posibilidad de encontrarnos con lo que,
como país, podríamos llegar a ser.
Podemos llegar a ser un gran país, señora,
para bien de cada argentino, para despegue de cada talento, de cada capacidad
pero usted mantiene confundida a demasiada gente. ¡Les ha dado tanto sin que
hagan nada para merecerlo! ¿Y qué puede endulzar y debilitar más la voluntad de
ser, de trabajar de aportar que el engañoso regalo del facilismo sin pedir
ninguna obligación? ¿Qué puede corromper más las capacidades innatas que el
enviciamiento del dolce far niente?
Tenemos que reconocer que usted supo hacerlo.
Imbuida por una delirante astucia y una capacidad de ir por todo el mal cueste
lo que cueste, ha sumido al país en una guerra terrible entre los que la
siguieron y en esa medida recibieron y los que, con la voluntad intacta,
pudieron ponerse a suficiente distancia para poder observar, con objetividad,
el tamaño del vicio que Ud, derramaba,
anulando lo que tan necesario es al crecimiento: el trabajo genuino.
De esa manera pudo actuar sin tantos censores,
con adhesiones que permitieron su defraudación al Estado argentino.
La gruesa red tejida maliciosamente
alrededor de lo que ha sucedido en este país, lo denigrante y sucio de lo
acontecido, lo increíble pareciera, (y ojalá sólo sea un parecer), que va a quedar en la total oscuridad. La
verdad se debate hoy en un lodo espeso que usted sabe revolver con increíble
oportunismo y malicia. Usted sabe escurrirse como la más temible sierpe venenosa,
sabiendo, y es así, que ya ha inoculado su veneno en demasiada gente que
confunde la dimensión y valor de los bienes recibidos con la de las dignidades
perdidas.
Fíjese: ayer no más, en un programa de TV, en varios, en que se mostraban las propiedades
rescatadas de lo robado por su cómplice,
Lázaro Báez, ¡un verdadero escándalo!,
apareció la que fue su casa durante los primeros años del gobierno
Kirchner. Su casa, una propiedad valiosa e importante, era una más de lo que
está en manos de Báez. Nos
preguntamos: ¿cómo? ¿Por qué? ¿No es ésta una prueba irrefutable de que los
Kirchner y Báez han conformado una temible unidad? Lo suyo es lo de él. ¿Tendrá
en cuenta el juez esta evidencia para declararla a usted, como ya la declara la
mayoría del pueblo, vinculada
estrechamente, cuando no autora intelectual del evidente despojo de la cosa
pública? Su desalmada alma de ladrona se
pone en evidencia cada vez más.
Casas abandonadas, propiedades de a
cientos, cuando hay tantos que por esa mala distribución no tienen un techo
bajo el cual guarecerse de las terribles inclemencias invernales. ¡Para que
usted, señora capricho, tire por todas partes bienes que, finalmente son de
todos!
No
sabemos, no entendemos aún cómo puede haber una parte reducida del pueblo que
aún la defiende.
¡No lo entendemos!
Quizás todo se reduzca a una sola
palabra: dinero: Usted, compró miles de almas apegadas al facilismo, a lo
inmediato, a lo del ya, y así defraudó, con la complicidad de voluntades,
silencios, y hasta simpatías, pagando
con moneda sonante, con billetes, con los mismos que la enriquecieron y le
permitieron tener posesiones multimillonarias “para hacer política”.
Ojalá, señora, la justicia actúe con
independencia, se despoje de mal entendidas lealtades y se sepa totalmente
sobre sus manejos escandalosos, sobre cómo actuaba la gavilla que comandaba. Lo
necesitamos urgentemente, señora, para que el país deje de temblar y recupere
su capacidad de ser.
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