La cultura que nos atrasa

      
              En un reciente programa televisivo el escritor y comentarista Andrés Oppenheimer, hizo conocer una medida del gobierno estadounidense que amplía al doble el número de cupos para alumnos que deseen perfeccionar sus estudios en las universidades de ese país. Entusiasmado, el mencionado argentino, remarcó la importancia de esta medida tendiente a impulsar el intercambio de saberes, talentos, ideas, visiones, adelantos científicos entre los cerebros del mundo  y alentó a los estudiantes latinoamericanos y especialmente argentinos a continuar sus estudios en los centros más adelantados y jerarquizados, entre los que se cuentan los norteamericanos.
Asistir a estas universidades -, destacó- no solamente significa estimular,  vigorizar el ánimo estudiantil, ampliar la mirada y enrolarse en los últimos conocimientos, sino abrir la mente a las grandes posibilidades humanas con las que  se podrán introducir mejoras en la calidad de vida de los pueblos de origen,  contribuyendo así a su engrandecimiento. Por eso es competencia fundamental de los Estados facilitar mediante becas y todo tipo de ayudas a quienes se distinguen en sus lugares de estudio por su capacidad, vocación, empeño y espíritu de superación.
Siguiendo con su argumentación el conductor presentó un cuadro comparativo del número de estudiantes extranjeros que se perfeccionan en Harvard y otras importantes universidades norteamericanas, destacando que los chinos ocupan el primer lugar  y luego de una larga lista de participantes de todos los países del mundo, aparecen los argentinos, de asistencia totalmente irrelevante.
¿A qué se debe tan lamentable ausencia? No titubeó el autor de la nota en determinar como causa fundamental un problema de índole cultural que involucra fundamentalmente al Estado y a la familia.
Ni el Estado, ni los planes educativos, ni la familia y sus sueños de superación han alcanzado la alta visión que supone planificar y poner como alto objetivo educativo que las mentes destacadas de las nuevas generaciones, aquellas que pueden enriquecer con sus ideas y dar más acertadas y positivas respuestas a las problemáticas de cada región y del cambiante e incierto mundo de hoy, se nutran en países que marchan en la vanguardia del mundo y alcancen mayor capacidad al   coronar el nivel de su preparación profesional o su oficio abrevando en la diversidad de las más acendradas experiencias.
Pero  el Estado -léase aquí ya el gobierno argentino- está lejos de tener esa preocupación ni de crear, consecuentemente, planes que movilicen a los jóvenes a buscar el mayor nivel posible de educación y especialización en cualquiera de los diversos aspectos que ofrece el amplio abanico de las ciencias y oficios. De ahí que los escasos argentinos- para hablar de lo nuestro-  que concurren a las universidades norteamericanas lo hacen movidos por inquietudes personales, o  por las posibilidades que brinda el pertenecer a las clases adineradas.
En cuanto a la familia, es evidente que, como resultado de una generalizada y aplastante cultura que obnubila el futuro y privilegia lo pasatista, ha perdido de vista y borrado de su interés,  bregar para que sus hijos lleguen a los ambiciosos lugares que se están proponiendo. Así, escasamente estimulados, la mayoría de los estudiantes con manifiestas capacidades, pierden sus posibilidades de ascender mucho más, negados a los bienes de un intercambio, que, de no poder costearse a nivel personal sí pudiera lograrse con la ayuda estatal.
La capacitación se mantiene así en una encerrona que limita la posible y tan necesaria expansión, acortando  de tal manera las aspiraciones y la mirada, como para que las mayorías juveniles argentinas se subsuman en el deleite de algo tan fútil y pasajero como son los partidos de fútbol o ser observadores pasivos de los éxitos y vidas de cantantes y actores televisivos. Este es un pobre pero esperable resultado, porque: ¿qué otras aspiraciones puede tener un joven en nuestro país? ¿Qué otros modelos se le ofrecen? ¿A quienes conocen, exaltan y hasta quisieran parecerse no solamente los jóvenes sino hasta los niños? ¿A médicos, docentes, investigadores, científicos entregados a su noble misión o a tal o cual actor, actriz, cantante, jugador futbolístico?
La respuesta, tan obvia, indica que algo tan poco sustentable como el espectáculo continuo que se ofrece a nuestras horas-, como sostiene Vargas Llosa en su libro “La sociedad del espectáculo”- cumple su función de mantener entretenidos, “tenidos en la distracción”, ciegos, a quienes no parece haberles llegado el momento de reflexionar sobre temas que inciden, directamente, en su calidad de vida personal y social.
En nuestro país, lo que podría obrar como un vigorizante estímulo del estudio y  superación permanece ignorado.
Gran perjuicio. Responsabilidad del Estado, de la familia, y en alta medida,  de los medios de comunicación.
                                       
Gladys Seppi Fernández

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