La marcha del silencio habla de una nueva Argentina. ¿Cómo podría hablarse de un pueblo dócil, indiferente y pasivo, después de haber asistido a semejante manifestación de fuerza popular?
Lo cierto es que, como ciudadanos de una Nación, nos sentimos más limpios, percibimos a nuestro país en crecimiento y atisbamos un futuro promisorio y posible porque tras él marchamos dispuestos a una construcción colectiva.
La marcha fue majestuosa, imponente e impactante. Los grandes nubarrones que cubrieron desde la mañana la totalidad del país nos hicieron pensar en su posible fracaso. ¿Quién se atrevería con la oscura amenaza de lluvia que realmente fue y de una ominosa pedrea y de relámpagos y rayos que seguramente caerían del cielo para castigar a los que se atrevieran contra el superpoder gobernante? El desafío fue en aumento. No sólo amenazaban las palabras soltadas aquí y allá para amedrentar, los posibles complots de mentes desquiciadas o de fanáticos que pudieran infiltrarse para poner la muerte, otra vez, en las ruedas de los que iban tras una república genuina.
Marchar era, en cierta manera, ir por todo. ¿Se atrevería el pueblo?
Y la silenciosa pueblada fue, para admiración del mundo, para contagio de un nuevo sentimiento de patria.
Es que esa multitudinaria común unión ha sido, además, bendecida por la lluvia y ahora nos sentimos más limpios y más protegidos. Fueron los mismos representantes de uno de los poderes más cuestionados en la Argentina, el Judicial, los que salieron a expresarse, a cumplir, primeramente con un acto de respetuoso homenaje a uno de ellos que ha muerto cumpliendo su deber, desafiando a la fuerza arrolladora de quien ya ha dado muestras de que en pos del poder está dispuesta a ir más allá de la muerte –la de los otros, por cierto–.
Sin embargo, el cielo bendijo a la multitudinaria manifestación porque sumó a las acechanzas de los que se habían quedado en el bando "de la alegría, del canto, del festejo" la prueba del agua. La lluvia, que arremetió con más fuerza justo a las 18 sobre un campo infinito sembrado de paraguas, llegó para demostrar la fuerza de la dignidad que se levantó, que se irguió, que gritó su disposición a poner freno a un autoritarismo dañino, bravucón y desenfrenado que no halló, hasta la marcha del 18F, lo que empezara a detener su fiero empuje.
¿Hacia dónde iba la marcha? Por algún instante apareció el desconcierto, la desorientación. Las columnas, impresionantes, se enfrentaban, deformaban el sentido de su rumbo. ¿Podrían llegar quienes la presidían a su objetivo, la Plaza de Mayo, la del cabildo histórico, la de los grandes encuentros y desencuentros argentinos? Pero ¿existen las epopeyas sin abismos que zanjar, montañas que traspasar, piedras que remover? ¿Existen actos heroicos sin que la noche se prolongue apagando toda luz?
Lo cierto es que, si es verdad que los pueblos tienen el gobierno que se les parece, quienes se manifestaban pertenecían a otra realidad y el gobierno, que tanto viene haciendo para negarla, se está apartando de los cuarenta millones de argentinos.
El pueblo ha pegado el gran estirón del crecimiento, se asoma a una luminosa madurez, se reconoce en los otros y se da la mano para hacer más fuerza. El pueblo, al poner límites y generar un futuro posible, le ha demostrado al mundo que en su genética late la fuerza de una increíble y superadora vitalidad y capacidad reivindicadora, que puede reunirse tras los fuertes consensos, que puede luchar contra la miseria que coloniza y partidiza.
Contra la marcha hablan, justamente, los partidarios del gobierno, los que necesitan una Justicia militante, los que gozan de beneficios que los paralizan negándoles, al parasitarlos, el encuentro con su humana dignidad y tantos enriquecidos que no conocen las aguas del sudor. Sus dichos navegan en las gotas purificadoras de la lluvia y quedan pisoteados bajo los chapoteos de más de 400.000 manifestantes que, claro que sí, homenajeaban a Nisman y al hacerlo dejaban al descubierto los manejos turbios de quienes embarran las posibilidades de esclarecer los motivos de su muerte, desnudando al mismo tiempo sus mezquindades, falsedades, permanentes mentiras.
Los que marcharon dinamitaron las zonas enfermas de un poder que se edifica a expensas de falsificaciones.
Demostraron, en fin, que el pueblo argentino, agigantado su sentimiento patriótico, también puede ir por más. Más dignidad, más fortaleza, más autenticidad, más clara y alumbrada disposición a marchar tras su verdadero destino de grandeza.