El escenario: la escuela, su
dirección, sus aulas, sus pasillos y hasta la calle misma por la que transitan
alumnos, padres y docentes.
El tiempo: final de curso,
época de recuperatorios y exámenes, finales de noviembre, diciembre, marzo.
Los protagonistas: los padres.
Es el tiempo de aparecer en la escuela, de preguntar, de asombrase y reclamar.
Muchas son las ocasiones de
encuentro que la escuela propone y promueve durante el año para informar y,
sobre todo, acordar con los padres estrategias, modos de acción a fin de
emprender, durante el período escolar que se extiende de marzo a noviembre,
acciones conjuntas que conduzcan al logro de metas, de las cuales la esencial
es que los chicos crezcan mental y espiritualmente a medida que aprendan y
desarrollen un programa, que aprendan a aprender y, en el mejor de los casos,
que se entusiasmen en la construcción de su propia suerte, que despierten y
mantengan latente su curiosidad para ampliar, investigar, saber más, en estos
tiempos en que los posibles saberes se han multiplicado tanto y también los
medios para acceder a ellos.
La escuela viene reclamando
desde siempre el necesario acompañamiento de los padres, que debe comenzar con
proveer a sus hijos de las nociones básicas de comportamiento y respeto a los
docentes, el afianzamiento de buenos hábitos como el aseo personal, el orden y
cuidado de lo suyo y lo ajeno y, lo más difícil porque se da -o no- en la más
tierna edad, una sana dosis de autoestima, confianza en sí mismo y otras tantas
otras matrices de comportamiento que le faciliten una convivencia sana con los
otros.
Sin embargo, y a pesar de que
siempre son tan buenos los fines escolares y en mayor o menor medida los
docentes están dispuestos a dar lo mejor de sí para que estos lineamientos
básicos se cumplan, debemos preguntarnos: ¿acompañan los padres? ¿Asisten a reuniones?
¿Manifiestan oportunamente problemas de aprendizaje para que, a tiempo y con la
orientación docente y el apoyo familiar, se corrijan?
Algunos padres lo hacen, sí. Y
los resultados son evidentes.
Desde la presentación del
alumno en el aula, desde su aseo, desde sus modales, desde su manera de
responder y escuchar, desde el cumplimiento de sus tareas y su presentismo,
desde sus progresos en el aprender, todas sus actitudes revelan la presencia o
ausencia de padres que educan.
Y es la formación hogareña,
los hábitos que se imprimen desde los primeros años de vida, lo que marca no
solamente el éxito del aprendizaje de un período sino su proyección al futuro,
porque los hábitos forman el carácter y el carácter define el destino personal
de los individuos.
Abundan, por suerte, los
padres que lo entienden así, que han incorporado a su propia vida la idea
matriz de que hay que ganar posiciones con trabajo y esfuerzo y que solamente
caminando en un mundo de orden y disciplina se llega al verdadero éxito.
Son muchos los padres que
dedican un tiempo proporcional a las dificultades que su hijo tiene que superar
en los primeros años del primario y más tarde, a acompañarlo, a ir reforzando
el aprendizaje escolar, sabiendo que cuanto más lo apoyen más ha de ganar su
cerebro en formación en beneficiosas movilizaciones neuronales, en capacidad de
entender, leer en profundidad y actuar.
Son muchos los padres que
actúan así. Pero no la mayoría, y la mayoría cada vez se vuelve,
lamentablemente, más abultada en nuestro país.
Por eso las calles en la
periferia de la escuela, sus pasillos y aulas -y sobre todo la dirección- se
sobrecargan, en estos tiempos, de quejas, reclamos, gritos y hasta violencia
inversamente proporcional a lo que debió ser la presencia familiar participativa.
Lo que esos padres no alcanzan
a comprender, y mucho menos a reflexionar, es que en la misma medida en que por
su propia comodidad, desconocimiento, indolencia, cansancio, falta de
proyección al futuro o tantas otras causas abandonaron a sus hijos en manos de
la escuela, en la responsabilidad de docentes sobrecargados de alumnos apáticos
e indisciplinados, se les devolverán aplazos, desaprobados o repeticiones de
curso, un dolor de cabeza para la tranquilidad de sus vacaciones o, lo que es
más grave aún, una evidencia de que su hijo tendrá dificultades para su
desempeño futuro no sólo en la escuela sino en la vida.
Para los nuevos seres traídos
al mundo, con mayor, menor o nulo deseo y sentido de la responsabilidad, debe
ponerse como natural contrapeso mucha más presencia familiar, cariño y apoyo
real y oportuno en la resolución de las dificultades.
Ojalá entiendan algunos padres
que no es con unos cuantos gritos lanzados fieramente en unos escasos segundos
ni con amenazas a los docentes para que pongan un "aprobó" inmerecido
que se pueden resolver las propias faltas reflejadas en los hijos.
Ojalá se comprenda que no es
apelando a la violencia contra quienes aportan hora a hora y día a día de un
largo y extenuante período escolar como van a contribuir a sacar a sus hijos de
la exclusión a que pueden ser condenados por su propia negligencia.
GLADYS SEPPI FERNÁNDEZ
Educadora. Escritora