( De Gladys Seppi Fernández)
Cuando periodistas, padres o alguien del público interesado les preguntó a los alumnos protagonistas de las tomas de colegios sobre los porqué lo hacían se escucharon respuestas bien opuestas: Unas revelaban actitudes responsables fundadas en el saber por qué y para qué. Los chicos habían leído y objetaban sinceramente la Ley de educación, tienen qué aportar a ella y demostraron amor y cuidado por su colegio, una real preocupación que se demostró en la organización de la toma y en los trabajos de mejoras realizados dentro de sus posibilidades.
Otros, en cambio, no sabían qué estaban haciendo porque se plegaban al movimiento ciegamente, disfrutando de la interrupción de las clases, de unos días de vacaciones y de una aventura cuyo fin no pueden prever.
Hemos asistido así y una vez más a episodios que revelan la repetición de paradigmas de la sociedad adulta donde una minoría piensa, proyecta un destino de la acción y se juega, ejerciendo su libertad responsable, por lo que genuinamente considera bueno, en tanto las grandes masas son conducidas ciegamente porque les resulta más cómodo dejarse llevar.
Estas actitudes sociales opuestas, constructivas y genuinas unas, irreflexivas, peligrosas y conducidas, las más, están ligadas a una dimensión de lo humano sobre la que poco- por no decir nada- se acostumbra reflexionar: la dimensión ética del actuar.
Discutir con los alumnos temas como éste, situaciones en las que han sido protagonistas, sin o apelando a su sentir ético, para que reflexionen sobre su significado debiera constituirse en una práctica familiar y escolar y es parte fundamental del proceso educativo.
Tal vez lo primero que se nos presenta en el orden de la reflexión es destacar el significado de una palabra olvidada y confundida: ética. ¿Qué es actuar con ética? ¿Es lo mismo ética que moral? ¿Qué relación tiene la ética con los tan mentados valores?
Trabajar con nosotros mismos y con los más jóvenes con el concepto de la palabra “ethos”, en la raíz de cuyo significado se encuentra la noción de “morada”, “suelo firme” lugar donde se habita y de donde brotan los actos humanos, nos incorpora a significados reveladores.
Tal vez el principal es que el hombre que logra ese pisar firme en su propio territorio forma su carácter en la prestación de actos buenos, que al ser repetidos, se transforman en hábitos que construyen una vida mejor para él y para los demás.
Solemos confundir “ética” con “moral” y existe una profunda diferencia que separa ambos términos:
La moral obedece a leyes impuestas desde el exterior, a normas de conducta dictadas por una sociedad para mantener bajo su cultura a los individuos. Es decir son normas que nos llegan desde fuera de nosotros mismos.
Así resulta ser que las normas morales se transmiten de generación en generación en forma de convencionalismos que aprendemos a obedecer. Por lo tanto, la moral es prescriptiva, legal, obligatoria, impositiva y también punitiva.
El objetivo de la ética es totalmente contrario: se trata de descubrir a través de la reflexión del sujeto, es decir en su interioridad, lo que es valioso, verdadero, lo que está bien porque es bueno.
Perteneciendo, como pertenecemos, a una sociedad tan influida y conducida por prescripciones, mensajes externos a nosotros mismos, es muy difícil dar con la dimensión interna de un obrar auténticamente ético.
Sin embargo, los nuevos tiempos, abrumadores y confusos, inciertos y peligrosos, inestables como el oleaje de un mar revuelto que ha destruido sus antiguos muros de contención, nos ponen en la necesidad de prestar atención a esa otra dimensión del obrar: la interna, la que el sujeto elabora y establece para su propia conducta por reflexión y elección propia y siempre basada en la reflexión y el conocimiento.
Parece llegada la hora, en todos los órdenes y en cada respuesta que el hombre da a los desafíos de la vida, de empezar a trabajar un grado más elevado de la verdadera inteligencia que haga actuar a cada uno con absoluta conciencia, libertad interior y tal convicción de que su acto es bueno como para pasar por alto la amenaza del castigo, la represión, el qué dirán los demás, y llegar a poseer esa nueva dimensión donde impera la ética y se goza simplemente por la convicción de obrar bien.
Por cierto que para lograr esta actitud fundada en fondeos profundos hay que empezar a trabajar con el discernimiento personal, con el uso de la libertad responsable, con el ejercicio de las facultades propias que por ahora parecen estar dormidas, siempre esperando que sea otra voz, otra orden, la venida de afuera, la que llegue para regentear el rumbo.
Para llegar a esa actitud ética el ser humano debe tomar posesión de una autoestima de la que hoy carece, arribar a la convicción profunda de que ocupa un lugar único e irreemplazable en el mundo y que así como él necesita a los demás el mundo necesita que él ocupe el espacio que le ha asignado su nacimiento, su ser persona.
Los adultos de hoy debemos reflexionar sobre estos temas a fin de poner proa hacia una nueva dimensión en que reine la ética para que los jóvenes, los que nos siguen, avizoren como único rumbo que conduce a una vida satisfactoria.
Estamos seguros de que quienes actúan bajo el imperio de la obediencia ciega a los mandatos de afuera de sí se sumergen en sentimientos de insatisfacción, angustia, enojo consigo mismos. Y esto sucede porque más tarde o más temprano aparece una voz interna en lo más genuino de uno mismo, que dice:”Por ese camino no”, “te estás equivocando, eso no es lo que querés realmente”.
Son los indicadores internos de la propia conciencia que están para avisar, guiar, orientar y lo hacen, cuando aprendemos a escucharlos, de la mejor manera y con la mejor intención ya que son nuestros, propios, no prestados, no impuestos y la mayoría de las veces actúan con total lucidez porque la inteligencia emocional del individuo, cuando es educada, puede proveer de una luz especial y porque nadie mejor que uno mismo sabe lo que le conviene a su propia vida.
Tal vez el ejercicio propuesto, el de empezar a visitar la dimensión de la ética, parezca difícil. Sin embargo es muy necesario y puede empezar por proponer cuestionamientos sencillos a los hijos o alumnos, como por ejemplo: ¿Actúas por propia convicción? ¿Has reflexionado en las consecuencias de tus actos?
Preguntas que llevan a un fin elevado ya que el actuar éticamente tiende a la perfección del hombre y a mayor perfección, mayor frecuentación de lo bueno y repetición de actos dignos, se da, necesariamente, una mayor sensación y sentido de plenitud, de satisfacción vital. De la buena vida que todos nos merecemos.
Gladys Seppi Fernández - Autora entre otros libros de “Educar la humana sexualidad”